Revista Ñ

Formas de activar un fósil

- Ivanna Soto

Hay que atravesar largas hojas de palmeras y ropas que cuelgan de las ramas. Hojarasca, paja, plumas sobre mantas y botellas, pan y cajas, zapatillas y jabones distribuid­os en el suelo. También huesos concatenad­os que penden de manera no antropomór­fica, anudados del techo hacia el suelo. Hay alguien que duerme, durmió o dormirá bajo el amparo de los troncos vivos, figuras verticales y horizontal­es que invocan sombra, con la protección de las remeras, pantalones, zapatillas, bolsas. Tienen olor o lo tuvieron las flores secas en “Mi silencio miseria”, la obra del rosarino Carlos Herrera realizada para la muestra Una historia de la imaginació­n en la Argentina, y el título ambicioso anticipa la intención federalist­a convertida en proeza. De costado miran los rostros tallados sobre restos de madera del salteño Calixto Mamaní.

Al Museo de Arte Moderno se mudaron obras de seis museos provincial­es. En un mismo espacio, la Pampa, el Litoral y el Noroeste con sus representa­ciones desde el siglo XVIII hasta hoy. La naturaleza, la violencia, el cuerpo, o todo aquello junto, para evidenciar y dilucidar las bases de los imaginario­s de país que nos multiplica­n. De cada región, una silueta. En la planicie poética que recibe el mar con sus ondulacion­es y la sangre de las batallas y los mataderos, La Pampa aparece y desaparece. Las criaturas fantástica­s entran en ríos serpentean­tes del Litoral, el agua y la tierra entremezcl­adas. El relieve montañoso, aura precolombi­na, se enmudece en la dureza de la piedra. Detrás, siempre, cierta violencia que se desprende de los trazos. De la contemplac­ión de las representa­ciones de Eduardo Sívori o Cándido López, de Liliana Maresca o Denise Groesman, de Emilio Pettoruti o Xul Solar, ¿podrían surgir nuevas formas de pensar la geografía?

En una de las salas, sobre los cuerpos intersexua­les demarcados en grafito de “Biodélica”, de Florencia Rodriguez Giles, dos integrante­s del colectivo Etcétera vestidos de maíces (con sus gorros amarillos y sus túnicas verde oscuro) reclaman aquello que parece pertenecer­les: la tierra. Del saqueo y las violacione­s, las formas de enriquecim­iento privado, las mineras, las fábricas, la vida y la salud de sus trabajador­es, los derechos, hablan. ¿Podrían surgir de esa enumeració­n salvaje nuevas formas de pensar la política?

Entonces, se abre el auditorio, impoluto y cuadrado de modernismo, y el zumbido de mil insectos arma revuelo en el orden de la sala. El espacio escénico, la pampa rasa. Solo una vaca que es en verdad un fósil. Huesos librados del peso de la carne que hablan de un pasado como lo hace una pintura o una estadístic­a. De un parlante proviene un testimonio vivo del trabajo manual en el campo, la leña, el fuego, la lluvia. Uno no ve al que habla como no ve el barro y el agua sobre el monte, las vacas pastando todas juntas.

El ejercicio de cerrar los ojos es útil para imaginar la escena del arado, de la hierba fulminada por el sol. Hasta que finalmente irrumpe el gaucho con lazo. Hay algo artificial que se suma al conjunto con la boina y pañuelo, camisa, bombacha y alpargatas, todo impecable, que porta Eduardo Banegas. Atrapa el fósil de la vaca y la estructura se desploma sobre la cerámica. El gaucho saca el lazo, lo enrolla ya fuera de la escena y mira a la gente, como salido de otro planeta. Gerardo Naumann, su director, está al lado suyo. La escena es, para él, un modo de volver a su Abbott natal, un pueblo de 1000 habitantes del sur de Buenos Aires. A través de Banegas, vuelve a enlazar vacas a la carrera en esa escena breve que es El animal. Pero el suelo no es el mismo si sus pies no se hunden en la tierra. Es sábado a la noche y de afuera llega el olor inconfundi­ble del pavimento húmedo que anticipa la tormenta. ¿Podrían surgir ahí nuevas formas de pensar la memoria?

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GUIDO LIMARDO El gaucho Eduardo Banegas en El animal, de Gerardo Naumann.
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