Revista Ñ

Historia de la amistad predestina­da

Recuerdos de Carlos Alonso. El gran pintor revela los hitos de una confianza surgida como por un rayo, en los años 50, y que nunca perdió intensidad.

- Trastienda de las ilustracio­nes Eduardo Villar

“Fito empezó a comprarme cuadros en la juventud, cuando yo todavía pintaba mal”, dice Carlos Alonso (Tunuyán, Mendoza, 1929) ahogando un poco la risa cuando se le pregunta cómo se inició entre ellos un vínculo. Esa amistad dura más de cincuenta años y excede largamente la naturaleza de una tradiciona­l relación artista-coleccioni­sta. Contento al enterarse de que Jacobo Fiterman recibirá estos días lo que considera un merecidísi­mo Premio Ñ a la Trayectori­a, Alonso ha accedido a contar con detalles –vía telefónica desde Unquillo, Córdoba, donde vive desde hace décadas– la historia de esta sociedad personal y artística que ha dado frutos que quizá ninguno de los dos imaginaba cuando se conocieron, en una galería de arte que funcionaba en el Teatro del Pueblo, en Diagonal Norte, a pasos del Obelisco.

“Fue en el año 50 y pico... Yo estaba viviendo un conflicto con el óleo, mis cuadros no me gustaban a mí, y creo que le gustaban a poca gente... Uno de los que se equivocó y empezó a comprarme fue Fito”, dice Alonso volviendo a apagar la risa. Y sigue: “Nos conocimos en esa galería que vendía pinturas de grandes firmas y además, con una modalidad que era toda una novedad en ese momento, a pagar el cuadro en 12 meses. Él se entusiasmó bastante con mi trabajo y yo me entusiasmé con un nuevo comprador... Empezamos una relación; y uno de sus primeros gestos de generosida­d --que fueron creciendo durante estos más de 50 años-- fue darme un taller. Porque yo no tenía taller, vivía en un hotelito de la calle Lavalle y la primera exposición la hice sentado en la cama, pinchando los papeles en la pared. Cómo sería de chiquita la habitación, que antes había sido un pasillo... Cuando entraba, tenía que acostarme o sentarme, no podía estar de pie. Él ya se había recibido de ingeniero, estaba construyen­do algunos edificios en Buenos Aires y me dijo: ‘Mirá, te ofrezco un lugar en un edificio que está en construcci­ón, hay algunos departamen­tos terminados, metete ahí y trabajá’. Ese fue el inicio. Al poco tiempo, empezó a traer a sus amigos a que vieran mi obra, hasta que se consolidó una amistad que pasó por períodos brillantes, como cuando Fito creó arteBA y modificó de manera importante el escuálido mercado de arte en la Argentina”, dice Alonso.

Pero eso, la invención de arteBA, fue en 1991 y Fiterman fue su presidente durante los siguientes once años. Antes, entre fines de los 50 y principio de los 60, Alonso y Fiterman hicieron lo que el artista llama “un pacto de amigos”. Así lo cuenta Alonso: “Cuando empecé a ilustrar el Quijote de Cervantes y después el Martín Fierro, le propuse: ‘Mirá, Fito, yo voy a seguir ilustrando porque me interesa muchísimo la relación con el libro y la poesía, así que te propongo lo siguiente. Para que los dibujos no se dispersen, cuando ilustre libros te voy a vender a vos los originales, vos los vas a guardar y vamos a hacer una especie de pequeño tesoro´. Así hicimos con tantísimos libros. A partir de allí, todos los dibujos que yo hacía para libros se los pasaba a él y ahora hace dos o tres años se hizo una muestra itinerante con esa colección de 140 o 180 dibujos, ilustracio­nes de varios libros de Neruda, Mademoisel­le Fifi de Maupassant, La Divina Comedia de Dante, “El matadero” de Echeverría, en fin, los originales de todos los libros que fui ilustrando y fueron pasando para él”.

Escuchando su relato, da la impresión de que las complicida­des de Alonso y Fiterman, que no se limitan al arte, son infinitas. “En algún momento –cuenta– empezó a aparecer en la agenda que se cumplían 100 años de la muerte de Van Gogh (1890). Y Fito se complotó con el embajador de Holanda para que yo pudiera exponer en el Museo Nacional de Bellas Artes, como parte de un homenaje nacional a esa conmemorac­ión, una serie que yo todavía estaba pintando, llamada El pintor caminante. La organizó él con el embajador de Holanda; fue una muestra importante, unos 40 cuadros, todos de la serie de Van Gogh, que después recorrió prácticame­nte todo el país.

Breve historia de un paquete

Si se le hace notar que su relación con Fiterman parece más una sociedad para la creación que un vínculo tradiciona­l entre artista y coleccioni­sta, Alonso asiente sin dudarlo. “Sí, sí, claro –dice–. Para mí Fito significa mucho más que un coleccioni­sta. Te cuento una sola cosa: cuando estuve fuera del país, en esos cinco años de exilio, él fue haciéndome la casa donde estoy ahora hablando con vos por teléfono, en Unquillo. Él venía los fines de semana para seguir la construcci­ón de la obra y me iba mandando fotos. No solo eso: cuando mi mujer y yo tuvimos que irnos al exilio, en 1976, le di la llave del estudio y le dije: ‘Fito, todo lo que puedas vender, vendémelo para que podamos subsistir en Madrid’”.

Si se le pide que describa a Fiterman más allá de la amistad que los une, como mecenas y coleccioni­sta, y como gestor cultural, Alonso dice: “Es una persona que tiene cualidades y talentos múltiples por la forma en que se compromete con la sociedad, con el bien común, por sus emprendimi­entos, como en su momento arteBA, o los que encaró desde hace décadas con su Fundación Alon --a idea de hacer muestras de grandes artistas olvidados como las que hizo de Ramón Gómez Cornet, de Policastro, de Bonevardi– en fin. Son ideas generadora­s que van mucho más allá de un coleccioni­sta. Es alguien interesado en lo que sucede en la sociedad y en la cultura en general, es mucho más que un coleccioni­sta que ama, estima y colecciona obras”.

En cuanto a su pasíón como coleccioni­sta, el pintor recuerda una historia de hace varias décadas que lo describe bien. Fiterman iba caminando hacia su estudio de la calle Viamonte cuando vio a un muchacho que llevaba con dificultad lo que parecía un cuadro de grandes dimensione­s envuelto en papel. “Fito no pudo con su genio –cuenta Alonso-- y cuando se cruzaron le preguntó: ‘¿Es un cuadro? ¿Lo puedo ver?’ El muchacho aceptó. Le sacaron el envoltorio, lo pusieron contra la pared, lo miró unos segundos y le dijo: ‘¿Me lo vendés?’. Se lo compró ahí nomás y después de muchos años, el muchacho se convirtió en un pintor muy conocido y Fiterman se encontró con algo cuyo valor ni imaginaba. Quiero decir que era un comprador compulsivo. El muchacho que se había cruzado por la calle y al que le había comprado una pintura era Luis Felipe ‘Yuyo’ Noé”.

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En Unquillo. Construir juntos el mítico refugio del pintor en Córdoba.

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