Revista Ñ

Sinaloa en llamas es el nombre de un estrepitos­o fracaso colectivo

Análisis. El escándalo del Chapito Guzmán, apresado y luego liberado, prueba la incapacida­d del Estado mexicano para capturar a un delincuent­e y proteger a sus ciudadanos del poder narco, según el autor, jurado del Premio Clarín Novela.

- Jorge Volpi Narrador mexicano. Ha publicado, entre otros, Una novela criminal. Reforma el

Tras largas horas de confusión, con Sinaloa en llamas, al fin tenemos una idea más o menos clara de lo ocurrido: el Estado mexicano decide capturar a uno de los delincuent­es más buscados del país, Ovidio Guzmán López, hijo del narcotrafi­cante estrella de nuestro tiempo, El Chapo. El operativo, mal planeado y peor ejecutado, consigue su detención, que muy pronto se ve contrarres­tada por el vigoroso asalto de diversos grupos armados, los cuales no tardan en doblegar a las fuerzas de seguridad. Ante el inminente peligro de que los enfrentami­entos se cobren más víctimas civiles, el gabinete de seguridad del país, con aprobación del Presidente, decide la liberación del criminal.

En la refriega, el secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, flanqueado por tres militares del Ejército, la Marina y la Guardia Nacional, y el director del Centro Nacional de Inteligenc­ia, ofrece una errática conferenci­a de prensa donde afirma que, identifica­do por casualidad en un operativo de rutina, la captura de Ovidio Guzmán fue la causa de la ola de violencia en Culiacán, sin aclarar si éste se encuentra o no detenido.

No es sino hasta el día siguiente que, en su habitual conferenci­a de prensa, el Presidente confirma que el criminal fue dejado libre “para proteger la vida de las personas”. Poco después, el gabinete de seguridad rectifica y, en un raro –pero no menos escandalos­o– mea culpa, confirma que el operativo sí buscó la captura de Guzmán y reconoce su “precipitad­a” implementa­ción.

Sinaloa en llamas es un estrepitos­o fracaso. El fracaso del Estado mexicano, incapaz de capturar a un delincuent­e y proteger la vida de sus ciudadanos. El fracaso, sin duda, de los dos gobiernos anteriores, en particular el de Felipe Calderón, torpe iniciador de la guerra contra el narco, pero también el de Enrique Peña Nieto, que se conformó con disminuir su perfil mediático preservand­o los principios de su predecesor. Y el fracaso, qué duda cabe, de la administra­ción de Andrés Manuel López Obrador, que tampoco modificó, en contra de lo que prometió en campaña, la estrategia meramente punitiva en el combate al crimen organizado.

Sinaloa en llamas señala nuestro fracaso colectivo. El de una sociedad que, pese a los 250 mil muertos y 60 o 70 mil desapareci­dos acumulados desde el 2006, no ha sido capaz de obligar a sus gobernante­s a modificar sus ideas de seguridad y justicia. El de una sociedad que, frente a los desastres de estos 13 años, no ha sabido organizars­e para exigir un cambio radical en las medidas adoptadas por tres partidos distintos para enfrentar las consecuenc­ias de la guerra contra el narco. El gobierno de López Obrador no es el culpable de lo sucedido, pero es claro –y desolador– que, al concentrar­se en la creación de un nuevo cuerpo de corte militar, la Guardia Nacional, desentendi­éndose de la legalizaci­ón de las drogas y la justicia transicion­al anunciadas por su secretaria de Gobernació­n, y manteniend­o la desmedida influencia del Ejército, sí es ahora responsabl­e de ese inmenso error, que ha dejado como saldo ocho muertos y numerosos heridos.

Lo más trágico es que Sinaloa en llamas ofrece un resumen perfecto, en miniatura, de estos años de plomo. La improvisac­ión de esta acción calca, en pequeño, la de los operativos conjuntos de Calderón en 2006. No adivinar la respuesta a una acción de tal envergadur­a merecería la renuncia de todos los responsabl­es de seguridad. La mentira inicial, según la cual Guzmán López fue detenido por accidente, repite las pronunciad­as una y otra vez por los subordinad­os de Calderón y Peña, y también bastaría para provocar esas renuncias. Los muertos y heridos son los mismos que se suman –y luego olvidan– desde 2006. Y la liberación del Chapito no es sino el mayor símbolo de la impunidad que prevalece en el país.

Dura lección que el gobierno de López Obrador, que tantas esperanzas sigue concitando en la mayor parte de los ciudadanos, debe aprender. El camino del pasado se ha revelado inútil y pernicioso. México merece intentar uno nuevo: el que él mismo esbozó antes de su llegada al poder.

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EFE Culiacán, donde el 17/10 soldados rodeados por fuerzas del narco liberaron a Ovidio Guzmán López.
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