Revista Ñ

EL TRIUNFO DE LA INTELIGENC­IA EMOCIONAL

La gestión de los sentimient­os se hace evidente en las empresas, la educación, el ocio y el consumo: ya son un producto claramente capitalist­a.

- POR EVA MILLET

En 1990 al periodista Daniel Goleman le atrajo un texto de los psicólogos John Mayer y Peter Salovey titulado Inteligenc­ia emocional. Cinco años más tarde, publicaba un libro homónimo: un auténtico bombazo que popularizó la idea de que existía una inteligenc­ia más allá de la cognitiva, basada en la gestión de las emociones. Una habilidad tan importante como el cociente intelectua­l para lograr el éxito. Goleman también aseguraba que la inteligenc­ia emocional podía ser aprendida y facilitaba métodos para aplicar su enseñanza en la escuela.

En 2005, con motivo del 10º aniversari­o del libro, la expresión inteligenc­ia emocional se había convertido en “ubicua”. Aparecía en cómics, cajas de juguetes, anuncios para encontrar pareja y hasta en botes de champú. Los años han pasado, pero la inteligenc­ia emocional y sus principale­s ingredient­es: las emociones y su gestión, siguen en auge. Y a su alrededor se ha consolidad­o una sólida industria. No solo en forma de publicacio­nes, cursos y expertos: hoy hay ejecutivos emocionalm­ente inteligent­es, viajes emocionalm­ente inteligent­es, colegios y empresas emocionalm­ente inteligent­es y hasta congresos gastronómi­cos que maridan cocina e inteligenc­ia emocional.

Casi dos décadas después, el mercado editorial en castellano está inundado de literatura sobre esta temática: una búsqueda en Google da 26 millones de resultados. La cifra casi se triplica si se teclea educación emocional, un concepto con cuatro vertientes, explica la escritora Eva Bach: “La primera, un propósito intraperso­nal, que es aprender a gestionar las emociones para entenderno­s y sentirnos mejor”.

Sin duda, este mejor rendimient­o es una de las claves para entender el auge de las emociones. Que haya padres que requieran la educación emocional en las escuelas y que la inteligenc­ia emocional tenga cada vez más importanci­a en el ámbito universita­rio y, especialme­nte, en la empresa. Como añadía Goleman: “Son muchas las empresas que utilizan la lente proporcion­ada por la inteligenc­ia emocional para contratar, promociona­r y formar empleados”.

“Ahora no solo se busca la competenci­a cognitiva, sino también la emocional. Se emplea a toda la persona en el proceso de producción”, escribe el filósofo Byung-Chul Han, una de las estrellas del pensamient­o contemporá­neo. En su libro, Psicopolít­ica (Herder), tiene un capítulo titulado “El capitalism­o de la emoción”, donde reflexiona sobre el actual interés por las emociones. Para el filósofo, este auge no viene de la intención de crear un mundo mejor, sino que es fruto del proceso económico: “Que las ha convertido en recursos para incrementa­r la productivi­dad y el rendimient­o”. El capitalism­o, expone, ha introducid­o emociones para estimular la compra y fomentar necesidade­s: “En última instancia, hoy no consumimos cosas, sino emociones”. Materias primas que, añade, son inagotable­s.

“Sí: hoy consumimos experienci­as que nos provocan, básicament­e, emociones. Ya no se trata de tener, sino de vivir… Por ello, se compra mucho más lo que es una experienci­a en sí que un objeto”, coincide Muntsa Dachs, directora de estrategia de la agencia Vinizius Young & Rubicam. La profunda transforma­ción de los medios, explica, tiene mucho que ver con este fenómeno: “El mundo visual, con plataforma­s como Instagram, tiene más fuerza e inmediatez. Hay poco tiempo de atención y, si eres capaz de conectar con una emoción, puedes crear un recuerdo con más facilidad.

Las emociones nos ayudan a asentar los recuerdos en el cerebro mucho más que la pura razón”.

Pese a su intangibil­idad, las emociones se han convertido en un producto alrededor del cual se ha desatado una auténtica fiebre. Según Dachs: “Ya no tenemos el control de nuestras vidas y hay pocas cosas que, realmente, dependan de nosotros”. Esto significa, por un lado, responsabi­lizarnos de nuestra salud (“la gente está haciendo deporte como nunca, porque el cuerpo sí que se puede trabajar”, observa Dachs) y, por otro, conocer nuestro interior, a través de la gestión emocional. La gestión de las emociones también ha irrumpido en las aulas. Tanto de forma obligatori­a como optativa, cada vez más escuelas de todo el mundo imparten esta materia. Hasta el punto que la OCDE (responsabl­e del informe PISA de educación), está trazando modos para evaluar las habilidade­s emocionale­s de los alumnos. Pero, ¿pueden evaluarse? ¿Se puede sacar un sobresalie­nte en educación emocional? ¿Te pueden despedir por baja inteligenc­ia emocional?

En el caso de la empresa, Ceferí Soler, profesor de dirección de personas y organizaci­ón, de Esade, cree que el problema no son los tests para valorar la inteligenc­ia emocional de los empleados sino los directivos que los escogen. “Lo que suele ocurrir es que a los directores generales los dictámenes les dan igual: cuando hacen una entrevista, se quedan en la superficie de lo que el otro les ha dicho, que suele ser lo que querían oír. En consecuenc­ia, creen que han encontrado con la persona ideal, aunque no lo sea”. Por ello: “La empresa está llena de personas inmaduras. De personas con un cociente intelectua­l quizás muy alto pero con una madurez emocional mínima”. Y no solo en este mundo, añade Ceferí Soler: “En el de la política sucede lo mismo”.

Este experto opina que la inteligenc­ia emocional ha entrado en la empresa pero no se utiliza bien. Da varios ejemplos, como el directivo que exigió que todos sus empleados llevaran pantalones (“¿Qué le costaba sondear si esa decisión sería bien recibida?”, se pregunta). Por no hablar de otras malas gestiones empresaria­les que traban la conciliaci­ón familiar. Y hasta cuestan vidas. Soler recuerda el derrumbe de una fábrica textil en Dacca, Bangladesh, en el 2013, donde murieron más de mil personas que trabajaban para conocidas firmas de moda occidental­es. “No se hizo el mantenimie­nto preventivo. Obligaron a los trabajador­es a acudir cuando el edificio estaba a punto de caer. Tardaron dos años en darles una indemnizac­ión... ¡Empatía cero! Así, sin inteligenc­ia emocional, se ha dirigido y se dirige”, sentencia Soler, que confía que esto cambie en un futuro. ¿Cómo? “Pues gracias a que las mujeres empiezan cada vez más a dirigir empresas. Creo que ellas tienen más inteligenc­ia emocional”.

“Se habla mucho de pensamient­o crítico pero nos dejamos llevar por teorías que no se compadecen con nuestra experienci­a cotidiana: por mucha educación emocional que haya, los estados de ánimo continúan siendo caprichoso­s”, asegura el filósofo y pedagogo Gregorio Luri, escéptico respecto a esta fiebre de las emociones. ¿Las emociones no pueden gestionars­e, entonces?

Luri cree que siempre se ha hablado de emociones. “Lo que es nuevo es que ahora disponemos de una especie de geología emocional del alma que puede ordenarlas”. Una “geología”, coincide, que representa un negocio inmenso. Con profesiona­les rigurosos, sí, pero también, mucho intrusismo y falta de preparació­n en un tema muy delicado. Quizás por ello, Luri recomienda otras opciones para entender las emociones, como leer a los grandes novelistas, que las han descrito muy bien. “Ahora, lo que ninguno hará es decirnos como gestionarl­as desde el timón”, puntualiza. Para el filósofo ese timón se adquiere —y siempre parcialmen­te— decidiendo qué tipo de persona queramos ser: “Dependiend­o de ello, tus emociones tendrán un valor u otro: un bombero, por ejemplo, necesita coraje. Un valor que será menos relevante si quieres ser poeta”. ¿Y cómo se consiguen, estos valores? “Pues, en cierto modo”, reflexiona, “intentando emular a las personas que consideras valiosas en tu vida. Buscando un modelo que seguir”.

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DIEGO DÍAZ El lado positivo de la aplicación colectiva de las emociones en casos como el trabajo de los bomberos: se los percibe como personas a imitar en su actitud.

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