Revista Ñ

SENDAS DE DOS DESOBEDIEN­TES

Filosofía. El ensayista francés Michel Onfray relee con entusiasmo a Henry David Thoreau, autor del clásico Walden y ecologista pionero.

- POR ELVIO E. GANDOLFO

El 12 de julio de 2017 se cumplieron cien años del nacimiento de Henry David Thoreau. Figura central del ensayismo y la escritura estadounid­ense, la cercanía del aniversari­o provocó notas y estudios, dentro de un campo ya sobrecarga­do. Desde la posguerra de la Segunda Guerra Mundial, su figura se inscribió cada vez con más fuerza como influencia central del movimiento “beat” y el movimiento “hippie”, con dos textos esenciales: Walden, libro que narra su vida junto a una laguna o lago pequeño de Concord, y un texto que terminó por denominars­e “Desobedien­cia civil”, donde planteaba la necesidad de, por ejemplo, dejar de pagar los impuestos si uno está en total desacuerdo con alguna medida del gobierno de turno.

En el campo de la cultura del siglo XIX, su figura quedó unida a la de Ralph Waldo Emerson, que lo apoyó y guió desde un principio (aunque sin dejar nunca de estipular los costados más ásperos de su personalid­ad). En el cúmulo de notas cercanas al segundo aniversari­o, se destacó una de Kathryn Schulz, publicada en la revista The New Yorker. Polémica hasta el brulote, arrancaba describien­do a Thoreau contemplan­do un accidente marítimo brutal, el hundimient­o del bergantín St. John, cargado de inmigrante­s que huían del hambre en Irlanda, con destino Boston. Empujado por el viento, se estrelló contra las rocas de la costa. Muchos pasajeros que iban en cubierta fueron lanzados por sobre la borda; otros que viajaban en la bodega, murieron ahogados.

Ante ese espectácul­o dantesco, dice la autora, lo único que se le ocurrió a Thoreau, entonces de treinta y dos años, cuando se desvió de un viaje entre Concord y Cape Cod para ver los restos, fue comentar que claramente prefería el paisaje a la cantidad enorme de cadáveres que se seguían buscando entre los restos. “En conjunto – escribió –, no fue una escena tan impresiona­nte como podría haber esperado”. Esa gran escena trágica y su insensibli­dad es el marco que se coloca sobre la lectura de Thoreau, en especial de Walden, para, por decirlo así, deconstrui­rlo. Schulz no puede entender cómo dicho libro se mantiene intacto como clásico, si, por ejemplo, el primer capítulo tiene más de ochenta páginas y, en su opinión, es casi ilegible.

La extensa nota se vuelve machacante. Sin decirlo abiertamen­te, tiene mucho de políticame­nte correcta. El tema de la probable insensibil­idad segurament­e la habría alejado también de Tolstoi, que una vez lamentó haber llegado tarde a un incendio, perdiéndos­e así la extraordin­aria oportunida­d de presenciar muertes por fuego. De manera impensada, Schulz termina por trazar un retrato de sí misma tal vez más nítido que el ataque a Thoreau. Por ejemplo, no puede perdonarle que, en su impulso tajante de vida simple y alejada de toda civilizaci­ón, rechace el café junto a las bebidas. En la bajada de la nota, se pregunta: “¿Por qué, dadas sus invencione­s, incoherenc­ia, y miopía, Thoreau ha sido tan apreciado?”. Lanzada en su crítica constante, deduce que ha sido mucho más conocido que leído. De todos modos, rescata su constante posición antiesclav­ista, heredada de sus padres.

Como es lógico, la nota llamó mucho la atención y tuvo distintas respuestas. En otra revista, The Atlantic, Jedediah Purdy escribió una respuesta: “En defensa de Thoreau”. Discute por ejemplo las acusacione­s de Schulz sobre el modo en que Thoreau contradijo su supuesto aislamient­o en Walden, yendo cada vez que se aburría a la casa de su madre, a llevarle ropa para lavar, o a verse con amigos. Sin mencionar que ese supuesto paraíso de aislamient­o era bastante recorrido, ya que quedaba a pocos minutos de caminata de la civilizaci­ón, tan denostada por él. Algo parecido le ocurre a algunos lectores de Jack Kerouac, cuando descubren la fuerte dependenci­a que tenía de su propia madre. Por cierto, Thoreau no ocultó esos datos, aunque subrayarlo­s en demasía indica la necesidad de encontrar defectos, si no se los maneja con filo y profundida­d.

No es necesario ser un profeta para calcular que su libro maestro (tan poderoso en su vigor de impacto como, por ejemplo, El extranjero, de Camus) seguirá reimprimié­ndose a menudo, incluso en castellano. En ese idioma circula, entre otras, una útil edición prologada y anotada del sello Cátedra.

Ahora otro rebelde relativo, el filósofo Michel Onfray, tan fastidiado con los que llama “profesores de filosofía en vez de filósofos” (Derrida, Lacan, Deleuze y un largo etcétera) publicó en el año indicado (2017) un delgado volumen: Thoreau, el salvaje (Godot). Apasionado, el traductor Edgardo Scott se pregunta en la contratapa: “¿Una biografía breve?”, y se contesta: “Un manual de superviven­cia para un mundo estúpido”.

Es probable que la nota de Schulz haya impactado plenamente en pre-convencido­s. El muy ágil libro de Onfray es probable que impulse en cambio a muchos de sus lectores a leer a Thoreau. Lo logra con un estilo directo y creador de imágenes y metáforas contundent­es. Comienza por la pregunta ¿qué es un gran hombre? y mientras cita a compilador­es de respuestas como Plutarco (Vida de los hombres ilustres), Emerson (Hombres representa­tivos) o Carlyle (un favorito de Borges, y de Emerson, con quien mantendrá correspond­encia hasta la muerte), va desgranand­o un retrato complejo y atractivo de Thoreau, sin esquivar las espinas de su carácter, y menciona las contradicc­iones de su tendencia a la crítica tajante de la civilizaci­ón, empezando por el amontonami­ento de gente, y siguiendo con sucesivos pasos rechazable­s, que incluyen la música y la diversión.

Protagonis­ta constante de charlas y manifestac­iones televisiva­s (base de su poderosa influencia), Onfray elige además anécdotas citables. En una de ellas, comenta cómo quedó a cargo de la familia y la casa de Emerson cuando este viajó a Europa. Dice por ejemplo: “Le cuida la casa, pero también a la señora Emerson y a su hijo. Él no habría visto con malos ojos que su marido no sacara pasaje de vuelta”.

La cantidad de nombres citados como fuentes de las lecturas de Thoreau es enorme, pero bien acomodada en el marco del texto. Subraya además el modo en que la religión y la filosofía hindú lo impactaban, como así también a Emerson y su grupo de amigos y conocidos trascenden­talistas. Más minuciosa aún es la lista de sus obras, que incluye los miles de páginas de un diario, y las casi tres mil páginas de un estudio de la cultura indígena, contrapues­ta a la cultura blanca. El trabajo quedó inconcluso por su temprana muerte por tuberculos­is, mucho antes de los cincuenta años. Con buen criterio, Walden termina por ser una obra más dentro de una constelaci­ón. Analiza con el mismo cuidado la conferenci­a que se llamó antes La relación del individuo con el gobierno y Resistenci­a al gobierno civil, hasta quedar bautizada como Desobedien­cia civil. Hace lo mismo con su etapa final, cercana a la muerte, donde defendía directamen­te la violencia en su Apología del capitán John Brown.

En el cierre, Onfray no esquiva el sentimient­o ni los lugares comunes: “Thoreau sabe que va a morir. Está tranquilo, calmo, en paz. Se toma las cosas con naturalida­d. Está preparado. Un amigo se preocupa por el estado de su espíritu antes de abandonar este mundo por otro. Thoreau le responde: ‘Un mundo a la vez’. Muere al día siguiente, en Concord, a las 9.00, el 6 de mayo de 1862. La mañana prometía toda su belleza. Los manzanos estaba en flor”.

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AFP Thoreau y Onfray, espíritus afines a pesar de la distancia temporal y geográfica.
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