Futurismo a la criolla y política implícita
Ficción. Entre lo millennial y lo cibernético, los personajes de El juez y la nada circulan por una Buenos Aires moderna y decadente.
Las distopías (ficciones que proyectan un futuro atroz) están de moda. Casos recientes “serios” como la miniserie inglesa Years and Years, o incluso de hace una década, en clave de comedia fílmica, como Idiocracy, formulan ese porvenir indeseable donde el mal y el sinsentido imponen sus reglas. En el nivel local y estrictamente literario, hace algún tiempo que escritores argentinos configuran estas texturas argumentales en novelas breves y contundentes. El oficinista de Guillermo Saccomanno, El campito de Juan Diego Incardona, El Brujo de Matías Bragagnolo, son –entre otros– algunos ejemplos en la misma línea.
El juez y la nada podría inscribirse en la categoría referida más arriba, reforzada por otro rasgo muy característico del subgénero en la pluma de nuestros autores: el elemento político omnipresente, explícito o implícito.
Remontándonos incluso unas décadas, y extendiendo el eje narrativo al formato historieta, es clave recordar aquí El Eternauta: paradigma fundacional de nuestro futurismo, donde la violencia militar de la dictadura resultaba metaforizada como invasión alienígena. La mención del emblemático cómic de Héctor Oesterheld viene a cuento, además, por compartir con esta historia de Gonzalo Santos un conjunto de escenarios estrictamente porteños (la avenida Libertador, la ex Escuela de Mecánica de la Armada, el Hospital Naval, la calle Franklin): espacios rebosantes, a su vez, de densa simbología.
En cualquiera de sus versiones, las distópicas proyecciones criollas (quizás las de cualquier país o región del planeta, aunque verificarlo requeriría un estudio ad hoc) permiten casi sin excepción vislumbrar su germen, su ingrediente activo, en un presente real y hostil esencialmente doméstico. El juez y la nada no exige gran esfuerzo en cuanto a recrear, lectura mediante, lo narrado en sus páginas, tan llenas de dramática ironía como de verosimilitud ¿qué más actual y creíble, acaso, que cierto juez sufriendo un ataque de pánico en un Buenos Aires decadentemente moderno, cuasi virtual, cuasi holográfico?
Para dar cuenta de las vivencias de su magistrado protagónico –funcionario, más que en búsqueda de algo, en vertiginosa y permanente huida–, el autor se vale de un bombardeo de marcas comerciales muy
reconocibles (de cadenas de café, de electrodomésticos, de tecnología, de laboratorios) que, sumado al contexto de onírica –pesadillesca– impiedad, recuerda a las señales, a la atmósfera procreada por Bret Easton Ellis en su resonante American
Psycho. Sin embargo, este texto de Santos no podría haber sido escrito en los noventa ni en aquel Wall Street de hombreras y estridentes tarjetas personales.
El juez y la nada presenta una inserción millennial por excelencia, delatada en las incógnitas tecno-microbiológicas del más puro siglo XXI que propone su argumento: ¿esto que leemos le está ocurriendo realmente al protagonista? ¿este hombre es quien cree ser? ¿nos habla su memoria o un archivo de recuerdos, disparado anónimamente?
Así, la experiencia de lectura plasma aquí irregularidades congénitas de los años 2000, incluyendo imágenes, sonidos, gestos, expresiones, que hablan de la fallida utopía cibernética (“cyberpunk” dice el prólogo) mientras que, en la propia estrategia literaria, la virtualidad funciona como cauce y motor de los hechos.
Ricardo Romero, editor del volumen, alude en la contratapa al protagonista de este relato, el próspero juez Warschawsky, asegurando que el personaje en cuestión condensa “el desencanto progresista, el hastío conservador, la perplejidad transversal”, lo cual podría ampliarse a la gran mayoría de almas que habitan la novela, la ciudad, el país; el contexto general en el que transcurren estas páginas y nuestro tiempo.