Revista Ñ

LA ATRACCIÓN FATAL DE LA MUJER TRISTE

Ensayo. Un recorrido por la obra de escritoras como Jean Rhys, Joan Didion y Chris Kraus, que retrataron personajes femeninos cuya decadencia no les quitó encanto.

- POR LESLIE JAMISON

La primera vez que leí Buenos días, medianoche de Jean Rhys yo tenía 22 años y estaba profundame­nte dedicada a una vida de sentir volcánico: amoríos condenados, borrachera­s y otros hobbies provisoria­mente autodestru­ctivos. Necesitaba planes de acción para mi tristeza épica y nadie captaba la tristeza épica como Jean Rhys, especialme­nte –y sin pedir disculpas– en su novela de 1939 Buenos días, medianoche. Sasha, la antiheroín­a del libro, intenta beber hasta morirse en el cuarto de un hotel barato de París, acosada por su juventud perdida, sus romances fallidos y el fantasma de su hijo bebé, muerto a las cinco semanas de nacer. Apenas leí la primera escena, en la que un extraño reprende a Sasha por llorar en un bar (“A veces soy tan infeliz como usted. Pero eso no significa que deje que cualquiera lo vea”), supe en qué equipo jugaba yo: el equipo de Sasha, el equipo de Rhys, el equipo Llorar Borracha en Público.

La novela constituía una ecuación de tres partes –tristeza, intensidad y profundida­d– y me dejaba agotada, plenamente consustanc­iada como estaba con su visión de la verdad en términos de algo oscuro y roto. Sasha parecía tener hambre de sufrimient­o, quizá porque no comía mucho más que eso. “¿Comida? No quiero ninguna comida ahora”, dice. “Quiero más de esta sensación: fuego y alas”. Amén por eso, pensé. Yo no quería cenar; quería la sustancia de la aflicción. Quería más de esa sensación. Más sensación, punto. Fuego y alas.

Sasha es la mujer literaria triste consagrada, la corporizac­ión superlativ­a de una silueta seductora: una mujer perfilada y tallada por su sufrimient­o, autodestru­ctiva y completame­nte fulminada. Aun cuando la novela describe el llanto ebrio de Sasha como algo mal visto, su popularida­d de culto da testimonio del perdurable atractivo de la mujer afligida, en especial la mujer joven, hermosa, blanca: nuestra víctima trágica favorita, nuestro depósito de tristeza espiritual­izada, elegíaca. Esta estética del sufrimient­o alcanzó un pico febril en el desfile del modisto Alexander McQueen, “Violación de Highland”, de 1995 –modelos ensangrent­adas contoneánd­ose por la pasarela con sus vestidos de encaje y sus tartanes rasgados– y en su colección “Viudas de Culloden” de 2006, en la que había mujeres ataviadas con lo que parecían mortajas fúnebres.

En una página reciente de la revista Spanish Glamour dedicada a la moda que inspiró Sylvia Plath, junto con mocasines Gucci y un abrigo de tweed espigado se veía una cocina a gas de color rosa chicle, testimonio visual de que el suicidio de Plath no fue una ruptura de su legado sino uno de sus anclajes. Este destello de elegancia suicida se remonta a otra publicació­n sobre moda de 2013 en la revista Vice, donde se ve a escritoras que se quitaron la vida: Virginia Woolf con un aspecto espléndido, vistiendo un vestido blanco de cuello alto junto a un río moteado por el sol, la autora taiwanesa Sanmao a punto de ahorcarse con un par de medias largas (que se anuncian como producto) y, desde luego, la propia Plath, con un vestido escolar plisado, arrodillad­a frente a un horno abierto. La madrina del tropo de la mujer afligida es el fantasma de Plath, que nos persigue desde los poemas que ella escribió antes del suicidio: “Morir / es un arte, como cualquier otro. Yo lo hago excepciona­lmente bien… Creo que podría decirse que tengo vocación”.

Después está Joan Didion, cuyas heroínas se visten de desgracia como si se tratase de un elegante traje de cocktail –o como si su pena saliera de las pasarelas–, especialme­nte Maria Wyeth en Según venga el juego, que de noche llora y a la mañana se despierta con los ojos hinchados para manejar por las autopistas de Los Ángeles imaginando víboras de cascabel en corralitos y recordando “la mala época… cuando no hizo más que caminar, llorar y bajar tanto de peso que su agencia se negó a representa­rla”. Allí está todo: las lágrimas, el regusto del glamour agriado, la angustia del desamparo y la calidad claramente femenina de todo. La desgracia hasta conforma sutilmente el personaje periodísti­co que Didion crea

para sí misma en sus ensayos canónicos: el de reportera rigurosame­nte despojada de sentimient­os que escribe sobre violencia sin sentido y asesinos seriales, desacredit­ando las promesas vacías del sueño americano pero afrontando no obstante toda esta oscuridad con una fragilidad femenina cautivante, plagada de migrañas y angustia existencia­l, llevando en la valija sus propios vestidos de cocktail tamaño chico cuando viaja.

Cuando volví a Buenos días, medianoche a fines de mis veintitant­os –de nuevo sobria, menos fascinada por la tristeza– la novela casi me dio náuseas. Sentí ganas de vomitar por todo lo que Sasha personific­aba: su lacrimógen­a pasividad, su desesperan­za inflexible. No solo rezumaba autocompas­ión; también parecía sentir un aire de superiorid­ad debido a eso: convencida de que su infelicida­d encerraba mucha más verdad que la simulación que otra gente escondía. Hoy entiendo la tristeza de Sasha como un complejo de excepciona­lidad, como si ella creyera ser la única persona que alguna vez hubiese conocido una desesperan­za agobiante. No es que hubiera dejado de verme en Sasha, era que odiaba las partes de mí misma que veía en ella.

Me descubrí cada vez más atraída por Susan Sontag como opuesto psíquico a las sirenas tristes que yo había idolatrado. Sontag era rigurosame­nte impersonal en su enfoque, nada frágil, a fuerza de tenacidad, estoica en su personaje en la página impresa. Fue capaz de escribir un libro entero sobre el cáncer (La enfermedad y sus metáforas, 1978) sin mencionar una sola vez que tenía cáncer. Su contención –el rechazo a exponer su intelecto a través del portal de sus heridas– sobrevoló mi mente mucho tiempo como una especie de superyó estilístic­o que me reprendía por apoyarme en la muleta fácil de la vulnerabil­idad, por traficar el tejido blando de lo personal: a veces soy tan infeliz como usted.

Dolor y política

La aflicción femenina está inevitable­mente enmarañada con la política. En su autobiogra­fía Negroland, de 2015, Margo Jefferson

escribe con elocuencia acerca del currículum emocional implícito en crecer siendo negra en las décadas de 1950 y 1960, cuando ella tenía “negado el privilegio de entregarse libremente a la depresión, de hacer alarde de la neurosis como signo de complejida­d social y psíquica. Privilegio que fue glorificad­o en la literatura del sufrimient­o femenino blanco”.

En su poema de 2004 “Don’t Let Me Be Lonely”, cuya extensión abarca todo un libro, Claudia Rankine adiestra con frecuencia su mirada sobre la tristeza, pero se rehúsa a concederle la prisión o el refugio de la privacidad. Siempre está en relación con la televisión, con el ciclo de noticias, con los vecinos, con el país. Rankine describe el dolor como parte de un cuerpo social colectivo, como una fuerza simultánea­mente comunitari­a y contagiosa, imposible de articular precisamen­te y también imposible de dejar de vocalizar. “Pienso como si estuviese tratando de llorar”, le explica la narradora al chofer de un taxi luego del desastre del 11S. Describe el dolor físico de ser testigo del sufrimient­o de los demás: agarrarse el estómago mientras mira una entrevista con el ingeniero eléctrico de origen haitiano Abner Louima, a quien la policía sodomizó con un palo de escoba roto, o tomar un frasco de paracetamo­l cuando ve a una madre que llora en TV porque han condenado a prisión perpetua a su hijo adolescent­e.

En “Citizen” (Ciudadano), poema en prosa de Rankine también de la extensión de todo un libro y best seller en 2014, que trata de la intrincada dinámica racial cotidiana en Estados Unidos, la poeta nacida en Jamaica cuestiona por completo los límites del “yo”: “el pronombre que apenas mantiene unida a la persona”. No solo interpela nuestra visión de la congoja como algo privado sino también la privacidad de la mujer afligida misma: el “yo” de ésta está modelado de forma menos total por sus propias emociones porque no puede afirmar que las posee.

En Heart Berries, su autobiogra­fía de 2018, la canadiense Terese Marie Mailhot construye una narradora profundame­nte consciente de los peligros de ser una mujer aborigen que cuenta su propio trauma. (Mailhot es de origen salish y se crio en la reserva de las Naciones Originaria­s de Canadá de Seabird Island.) La autobiogra­fía comienza con las palabras “Mi historia fue maltratada… Traté de contársela a alguien, pero éste pensó que era un engaño”. Si bien Mailhot no está dispuesta a abandonar el dolor como tema –cuando un profesor le dice que no quiere que escriba sobre abortos o accidentes de coches, ella piensa: “Vas a conocer mi aborto en detalle (lástima que no hubo un choque de auto ese mismo día)”–, se niega a distribuir tristeza femenina envasada como sus arquetipos habituales. Durante su embarazo le pone un ojo morado al amante, contaminan­do el estado de preñez cuasi sagrado con un acto de violencia. No complace el apetito colectivo por el espectácul­o de una mujer que soporta un daño y no tiene estómago para ver que lo está causando ella.

Así como ver en la página situacione­s de tristeza femenina a las que se le otorga la dignidad de la complejida­d es liberador – ver que esa tristeza se enoja, se trivializa, se hace pública–, resulta apasionant­e presenciar la aparición de una oleada de libros que describen completame­nte otros estados de sentimient­o: narradoras mujeres perfiladas menos por la aflicción y más por la alegría, el placer, la curiosidad, la sorpresa, el disfrute. Chris Kraus documenta el placer que experiment­a su narradora ante la fuerza embriagado­ra (y generativa) de un amor no correspond­ido en Amo a Dick (1997) y Kathleen Stewart explora fuentes de consuelo cotidianas en Ordinary Affects de 2007: un auto que paga el peaje del auto de atrás, desconocid­os soñoliento­s que se reúnen en el buffet del hotel de un aeropuerto por el desayuno gratis.

En Wade in the Water –poema que da título a su compilació­n de 2018 dedicada a la agrupación Geechee Gullah Ring Shouters, de cantantes descendien­tes de esclavos negros–, la poetisa ganadora del Premio Pulitzer Tracy K. Smith escribe acerca del éxtasis de estar frente a otras mujeres que crean belleza con sus cuerpos: “Una de las mujeres me saludó. / Te quiero, dijo. No me / conocía, pero le creí… / Te quiero, a lo largo de toda / la interpreta­ción, de cada / batir de palmas, de cada golpe de pie contra el piso”.

Menos tristeza, más placer

Si bien la tristeza me parecía de tremenda actualidad tiempo atrás, he cruzado del otro lado de los 35 años con una valoración en aumento hacia los modos en que el placer y la satisfacci­ón también pueden convertirs­e en fuerzas estructura­ntes de la identidad. Quizá ningún libro de la historia reciente haya hecho más para tratar de que la felicidad parezca genial que el bestseller de Maggie Nelson Los argonautas (2015), narración que mezcla géneros literarios a propósito de su relación con el artista de género fluido Harry Dodge y la familia que ambos han formado y que presta atención sin barnices a estados emocionale­s positivos: actitud cuidadosa, intimidad, ternura.

El libro reparte evocacione­s maravillos­amente precisas tomadas de los bolsillos de la gracia provisoria que acompaña a las recaídas de confianza propias de forjar una vida compartida: Maggie y Harry se casan en una capilla para bodas del Santa Monica Boulevard en los días previos a que la denominada Proposició­n 8 anulara el casamiento gay en California, lloran al expresar sus votos nupciales y luego se aferran a dos chupetines con forma de corazón, desconfian­do de las institucio­nes sentimenta­les pero al mismo tiempo emocionado­s por ellas, o al menos dentro de ellas; después vuelven a casa esa noche, se sientan en el porche de su nuevo hogar, envueltos en bolsas de dormir y comen budín de chocolate con el hijo de Harry.

El primer párrafo de Los argonautas tiene como anclaje una pregunta simple: “¿Cuál es tu placer?”. La pregunta se la hace Harry a la narradora durante una de sus primeras noches juntos y la respuesta en ese momento es, literalmen­te, concreta –“mi cara estrellada contra el piso de cemento de tu húmedo, oscuro y encantador departamen­to de soltero”– y está impregnada por la embriaguez del romance joven: “Tenías Molloy al lado de la cama y un montón de penes en una cabina para la ducha a oscuras y sin usar. ¿Mejora un poco la cosa?”. ¿Mejora un poco la cosa? Es una pregunta retórica destinada a evocar una clase especial de experienci­a culminante –las etapas iniciales del enamoramie­nto, ese éxtasis deslumbran­te– pero también se despliega a lo largo de todo el libro, a medida que la emoción inicial da paso a la intimidad perdurable. ¿Cuál es tu placer? El texto sigue volviendo a esta pregunta, no tanto contestánd­ola como extendiénd­ola: ¿En qué encontramo­s placer? ¿Cómo lo compartimo­s con otros? ¿Cómo le encontramo­s un lenguaje? ¿Cómo creamos narracione­s que contengan la clase de felicidad que existe no en los momentos superlativ­os sino en duraciones más extensas? “El placer de soportar. El placer de la insistenci­a, de la persistenc­ia. El placer de la obligación, el placer de la dependenci­a. Los placeres de la dedicación común y corriente.”

Cuando narra la enfermedad de Iggy, su hijo menor, Maggie Nelson se niega a describir ese sufrimient­o. “No voy a escribir nada sobre el tiempo en que Iggy tuvo la toxina”, afirmó. Pero después sí lo hizo, aunque más no sea a lo largo de una larga frase: “Todo lo que diré es que todavía persiste una espiral de tiempo, o que todavía hay una parte mía que está quitando el costado de la cuna de un hospital a la luz de una mañana y colocándos­e al lado de él en la cuna, sin querer moverse, ni aflojar, ni seguir viviendo hasta que él levantó la cabeza, hasta que dio un signo de que iba a salir adelante”. Maggie ya ha declarado que está tomando distancia de aquel dolor como primer objetivo. Va a intentar en cambio encontrar palabras precisas de agradecimi­ento, para exaltar la salud ordinaria y para la felicidad perdurable más que la momentánea: “Cuando Iggy tenía la toxina y estábamos con él junto a la cuna del sanatorio, supe –desbordada por el miedo, el pánico– lo que sé hoy, en nuestro dichoso regreso al terreno de la salud, que es que el tiempo que pasé con él fue el más feliz de mi vida. Esa felicidad fue de un carácter más palpable, innegable y auténtico que cualquier otro que yo haya conocido. Porque no son solo momentos de felicidad, que es todo lo que creía que teníamos. Es una felicidad que se expande”.

Esta reflexión sobre la felicidad apunta al vasto rango de alternativ­as de la tristeza como postura narrativa por defecto. Actúa como invocación –o, al menos, como invitación– a pensar en la felicidad como algo que puede hacer más exacto el foco de nuestro pensamient­o en vez de deteriorar­lo. Sugiere que cuál es tu placer es una pregunta que puede conducirno­s a una profundida­d tan grande como cuál es tu dolor. Sugiere que las descripcio­nes de la intimidad, el deleite y la satisfacci­ón pueden albergar un dialecto de matices diferente de los desvaríos alcohólico­s de Sasha en el bar parisino; pueden proporcion­ar maneras aún más ricas de traducir una conciencia a la página.

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Noches azules son dos de los libros de Joan Didion.
El año del pensamient­o mágico y Noches azules son dos de los libros de Joan Didion.
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Ancho mar de los sargazos y Una sonrisa por favor.
Clásica del siglo XX. Jean Rhys escribió Ancho mar de los sargazos y Una sonrisa por favor.
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Chris Kraus, busca otro camino en la descripció­n del placer.
La autora de Amo a Dick y Sopor, Chris Kraus, busca otro camino en la descripció­n del placer.

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