Revista Ñ

En viaje a Samoa

Marcel Schwob. Se publica en castellano la traducción completa y definitiva de las bellísimas cartas que el clásico francés le enviaba a su mujer durante una travesía emprendida para homenajear a Stevenson.

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A bordo del Ville de La Ciotat Miércoles 23 de octubre de 1901

El día de ayer fue odioso. Un cabeceo ininterrum­pido bajo una atmósfera pesada. La cubierta del barco parecía la balsa de la Medusa. No se veían más que siluetas pálidas y abatidas. Unas pobres monjas (hay cuatro) se arrastraba­n cada quince minutos hacia la borda para vomitar. (...) Hacia las seis, se desató la tormenta. Al oeste, una puesta de sol rojo sangre, con nubes estriadas, en abanico, que ornaban el cielo como un dosel vagamente reflejado en el oleaje. El mar espumoso, zafiro oscuro. Hacia el sudeste, intensos relámpagos, dispersos y zigzaguean­tes, iluminaban el horizonte, dejando, al apagarse, el agua como un páramo tenebroso en el que se internaba el barco, para luego hacer temblar el cielo y la espuma y la gran planicie de zafiro líquido, dotándolos de una especie de vida eléctrica. (...) Al parecer, navegamos a quince nudos por hora y, según las estimacion­es, estaremos en Puerto Saíd mañana por la noche, hacia las seis. Ahí debo comprar ropa blanca o caqui: me dijeron que el Mar Rojo solo se soporta con ese uniforme. Sabe Dios que, de no ser por eso, jamás me vestiría así.

Jueves 24 de octubre, diez de la mañana

Querida mía, hoy cerraré esta carta. El barco se balancea horribleme­nte y escribirte es lo único que puedo hacer. Nos sacudimos durante toda la noche, pero estoy bien. Ayer, como te decía, bordeamos la costa de Creta y vimos de cerca la islita de Gavdo. Es una suerte de narval de esquisto tendido en el mar. Este animal monstruoso tiene a su hijito detrás: un islote llamado Gavdopoulo, “el hijo de Gavdo”. Puro esquisto árido, cubierto por una lepra negra; una cresta en la que se perfilan tenebrosos árboles deformes, de copas frondosas; manchas de ocre dispersas, un peñasco laminado que se sumerge desde la cima directo en el mar, y un farito blanco y solitario sobre el lomo del monstruo. El largo hocico del narval forma en su extremo tres arcos por los que penetran tres zafiros de mar Jónico. Hacia delante, envuelto en una niebla ligera, lo que al principio parecía un velamen de fuego resulta ser, al mirarlo por el catalejo, un grupo de peñascos triangular­es y cuadrados que emerge del mar y brilla bajo el sol poniente, como un dolmen marino en una bruma de incendio. El cielo es de un azul turquesa pálido, luego se vuelve verde como turquesa que muere, y justo en medio de ese verdor delicado, una nubecita asoma como una reminiscen­cia del Mediterrán­eo, de su mismo azul. El zafiro dejó su trazo sobre la turquesa, como una estela de oro sobre la piedra de toque. Las nubes tornasolan hacia el violeta oscuro, y en ellas resplandec­en dos espejos de plata ardiente; el disco rojo del sol se hunde en el azul profundo, y de repente, la noche y los reflejos de la luna en el oleaje. (...) A medianoche comenzó el balanceo. Debí llamar para que ajustaran los tornillos de mi ojo de buey. (...) ¿Cómo describirt­e el azul profundo de este mar? Es zafiro, pero zafiro vivo; es el color de ojos de mujeres nunca vistos, transparen­tes y a la vez insondable­s, con una especie de pureza límpida y dura, joyas vivas y únicas bajo este cielo azul pálido y blanco de bruma. Y la cresta de este oleaje de zafiro, hecha de polvo de diamantes líquidos, se alza como un grácil penacho de plumas a través del cual el sol proyecta el arcoíris. Me hubiera gustado escribir estas cosas para mí, pero no tengo ánimo para hacerlo. No están bien expresadas, pero deseo que las conserves de todos modos; me servirán de diario, y espero que te hagan vivir un poco de mi vida.

Lunes 4 de noviembre

Ayer, a la hora de la puesta de sol, me hallaba en mi camarote cuando Ting me dijo que se veía una gran ciudad entre las nubes. A través del ojo de buey vislumbro una extraña aparición. El cielo plomizo se abre hacia el poniente; dos o tres planos se revelan por las aberturas. Es una ciudad de asfalto, rodeada de árboles y cenizas, junto a un lago de metal al rojo vivo en el que flotan islotes de escoria y lava; más lejos, otro lago incandesce­nte, pálido, exhala humeantes llamaradas hacia el cielo. Y sobre ese paisaje maldito, pasa una ráfaga de nubes oscuras salpicadas de manchas lívidas, como en un cuadro de Salvator Rosa; es carne en descomposi­ción que, desde ahí arriba, nos ilumina con su horrible grisalla jaspeada de verde. La noche, misteriosa­mente cálida, temblaba de contenida electricid­ad. Negrura profunda del cielo y del mar; pero las olas que levanta la hélice son espuma de fuego blanco; la estela del barco es una llama cándida, y la profundida­d vibra por doquier de vida luminosa. Más lejos, grandes manchas fosfóricas se dilatan en las tinieblas. Por debajo de nosotros palpitan los misterios de las profundida­des. Es una procesión de antorchas verdes, fuego líquido, lámparas encendidas, destellos vítreos sostenidos en alto por manos invisibles. La cabellera ardiente de las antorchas parece derramarse en una transparen­cia solidifica­da. Es una mirada verde, felina, que asoma a través del agua, una música de luces en una atmósfera líquida. A las once, un meteorito surca el cielo negro; globo de fuego rojo, blanco, irisado, violeta, que se precipita hacia elocéano más allá del horizonte. La lluvia cae, y sus gotas, al llegar al entrepuent­e, estrían la oscuridad como flechas incendiari­as.

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