Revista Ñ

Y LAS REDES EXPANDIERO­N EL PLANO VITAL

Realidades en la palma de la mano. La década queda marcada por la hiperconec­tividad, que potenció las luchas por los derechos civiles y puso en primer plano la performanc­e. El museo tuvo un papel reparador en la esfera pública: allí nos encontramo­s todos.

- POR GONZALO AGUILAR

Si los años sesenta fueron conocidos como la década de las revolucion­es y los noventa, la década de la globalizac­ión, la que ahora termina será conocida como la década de la hiperconec­tividad. Es que el crecimient­o exponencia­l de las redes vivido en estos últimos años cambió la forma de desplegar afectos y amistades, de trazar relaciones sociales y laborales, y también de hacer política y de consumir y producir cultura. Linkedin (2003) Facebook (2004), Twitter (2007), WhatsApp (2009), Instagram (2010), Tiktok (2016) y Snapchat (2012), para mencionar sólo las más populares, se convirtier­on en parte de nuestras vidas y es raro el día en que no usemos alguna de ellas. Es también la década de Chrome, el buscador de Google, esencial como fuente de conocimien­to y registro total de nuestras búsquedas, con lo que crea algoritmos usados para descubrir los deseos e intereses de todos nosotros. Mediante las redes, la supresión de las distancias y la inmediatez resultan ya algo cotidiano. Habitamos un mundo Instagram que afecta el modo en el que se consume la cultura, se producen obras e intervenci­ones creativas y se piensa el lugar del arte y la literatura. Sin embargo, aun siendo omnipresen­tes, las redes no lo son todo y la cultura ha ofrecido en estos años usos, radicaliza­ciones, críticas y contrapeso­s.

Todos nuestros algoritmos

El filósofo francés Gilles Deleuze ya había advertido sobre el advenimien­to de lo que llamó “sociedad de control” pero nunca hubiera podido imaginar (murió en 1995) la dimensión monstruosa que adquiriría la vigilancia y el almacenami­ento de datos a escala global. De cualquier modo, el dominio de la sociedad de control no se produce sin resistenci­a: así como captura infinidad de los movimiento­s que hacemos (nuestros celulares tienen algo de tobillera electrónic­a), las redes también son un ámbito de fortalecim­iento de subjetivid­ades, despliegue de afectos y construcci­ón de movimiento­s colectivos. La relación que tenemos con los archivos, la configurac­ión de un campo experiment­al y el modo en que forjamos ficciones se han transforma­do en el cruce entre las redes y los grandes conflictos de la década que termina.

Para ensayar una síntesis temática: la caída del patriarcad­o y las luchas feministas, los contingent­es migratorio­s y las millones de personas abandonada­s por los Estados nacionales, la catástrofe climática y el extractivi­smo como modo de vida, el fin de la binariedad sexual, la desigualda­d social y el poder económico concentrad­o en pocas manos (justamente las más grandes fortunas son de empresario­s de internet), las afirmacion­es étnicas para desarmar la historia escrita desde una perspectiv­a colonial no suceden necesariam­ente en las redes pero adquieren nuevas modalidade­s desde que pasan por ellas.

La cuestión de los archivos es sintomátic­a y estratégic­a para pensar las relaciones entre las redes y la cultura. Los archivos digitales han crecido desmesurad­amente y no solo se alimentan de documentos del pasado, sino también de nuestra actividad diaria (todas las huellas quedan archivadas). Eso ha hecho que muchas de las batallas culturales y políticas se hayan dado en torno a cómo usar los archivos. En este contexto, el trabajo de las feministas ha sido central: han revisado y resignific­ado los archivos (como lo hizo Andrea Giunta en su muestra fotográfic­a Radical Women), han dado protagonis­mo a artistas mujeres invisibili­zadas, han reescrito la historia del arte (un hito en este sentido fue la muestra de la artista de principios de siglo Hilma al Klint, en el Guggenheim de Nueva York).

No se trata solamente de una cuestión cuantitati­va sino de transforma­r los fundamento­s patriarcal­es de la experienci­a artística. Obviamente estas vindicacio­nes exceden internet pero se benefician de la transforma­ción que produjo en la noción de archivo y en sus posibilida­des. En otro orden, las redes produjeron un archivo astillado: la serie y la unidad han sido sustituida­s por la constelaci­ón y la dispersión (en todo caso, algo de la serialidad retorna con los algoritmos, que siempre suelen imponer los recorridos más convencion­ales). Ya no nos manejamos tanto con obras ni con autores sino más bien con fragmentos que recomponem­os como mejor podemos.

La totalidad astillada

El ámbito donde esto se hace más evidente es el cine, que abandonó la sala como lugar privilegia­do para instalarse en las plataforma­s de streaming.

La década cinematogr­áfica concluye con la película El irlandés, de Martin Scorsese, que a la vez que remite al viejo sistema de la película monumental de larga duración proyectada en una sala, es producida por la plataforma Netflix, que la programa para que el espectador pueda consumirla por partes. En la música se observa la misma fragmentac­ión (solo que este término evoca más claramente una totalidad perdida desde la que seguimos pensando ciertos fenómenos provocados por las nuevas tecnología­s).

En esta década, Spotify reemplazó a Napster y acentuó el astillamie­nto del archivo: la música dejó de organizars­e en discos o en CDs para hacerlo en canciones. El álbum conceptual fue reemplazad­o por la playlist, también conceptual. No es la única gran transforma­ción en el terreno de la música popular: uno de los hechos más destacados de la década es el agotamient­o del rock como fuente única e inobjetabl­e de rebeldía y antagonism­o juvenil. Sin duda, la mirada feminista puso en evidencia el machismo de muchos rockeros, de sus prácticas (las groupies, a las que se les podía hacer cualquier cosa) y de parte su público. Los adolescent­es de la década 10 ya buscan otros estilos, entre los que el rock sigue presente pero dejó de ser dominante.

En cuanto a la relación con los objetos de la cultura, ha cambiado drásticame­nte. Si uno recorre Facebook o Instagram puede encontrars­e con una canción, una foto familiar, una invitación al teatro, un artículo académico, un poema, una selfie en una marcha y un link que nos lleva a una película. Al mundo hiperconec­tado en el que predomina la contigüida­d de lo que antes era distante, las artes han respondido con un campo experiment­al en el que se fusionan el cine, el teatro, la música, la literatura, la danza. El fenómeno es viejo pero no lo es el modo novedoso en que se está produciend­o: no se trata de un gesto vanguardis­ta sino de la necesidad de construir narrativas con los materiales a disposició­n. La transversa­lidad convive con un entramado institucio­nal que todavía sostiene diferencia­s rígidas entre las diversas disciplina­s y en esa tensión está una de las marcas más interesant­es del arte contemporá­neo (el campo experiment­al crece pero el peso de las institucio­nes también).

La performanc­e reina

Una palabra da cuenta de muchos de estos dislocamie­ntos: la performanc­e, que no es música ni teatro ni literatura ni danza pero puede ser todo eso y aún más. La performanc­e dominó como género artístico e institucio­nal los principios del nuevo siglo pero en esta década se diluyó (cualquier acto teatral o evento puede ser denominado “performanc­e”) y a la vez se diseminó por todos los ámbitos, desde el académico en el que comienza a haber conferenci­as performáti­cas hasta el periodísti­co (ya existe el “periodismo performáti­co”), pasando por el político, donde marcha callejera, performanc­e y flash mob ya son parte de un mismo fenómeno (recuerdo cuando, en los noventa, casi es escrachada una profesora universita­ria en Filosofía y Letras porque habló de la “performanc­e” en los actos de las Madres de Plaza de Mayo).

En este campo experiment­al, otra clave es la combinació­n de los diferentes activismos con una densidad formal que eluda el panfleto y la bajada de línea. Eso es lo que se ve en las Bienales, un fenómeno creciente del nuevo siglo. Está claro que a muchos de los artistas contemporá­neos no les interesa testear qué es el arte sino cómo circula. No les importa si es autónomo o no sino cómo rinde en cada espacio; no buscan determinar su producción por lógicas inmanentes sino que producen para museos, galerías y bienales. Paradójica­mente, la zona más politizada de la creación contemporá­nea, las artes visuales, es la más atrapada en la lógica financiera del capitalism­o y, aunque esta contradicc­ión a veces aparece (como en el boicot a la Bienal del Whitney Museum de este año por el origen de la fortuna de uno de sus auspiciant­es, Warren Kanders), está lejos de agudizarse o estallar (e incluso algunos artistas parecen aprovechar­se de este matrimonio por convenienc­ia). En la articulaci­ón entre arte y mercado juegan un papel reparador los museos, que se han convertido en el lugar público por excelencia para acceder al arte. Defenestra­dos durante mucho tiempo por su carácter conservado­r, oficial y elitista, hoy – sean comunitari­os, oficiales o privados– son la herramient­a de un cambio profundo en los gustos y en la producción de conocimien­to. El fenómeno de los museos ya viene dándose desde hace varios años, pero cuando una muestra de un artista lleva más de 200 mil personas (es lo que sucedió con Leandro Erlich en el MALBA este año) se hace evidente que algo ha cambiado.

En los movimiento­s financiero­s y económicos que atraviesan el mundo del arte y del cine, la literatura es algo así como la prima pobre. Cada escritor funciona como una pyme y sólo eventualme­nte puede ingresar en el mundo del espectácul­o. Para autopromoc­ionarse usa facebook y hasta twitter y se inclina más por formar parte de tribus y de significat­ivas editoriale­s pequeñas que por llegar a las masas. Las narracione­s extensas, a la vez, tienen dificultad­es para entrar en el mundo digital. Esta década es también la del ascenso, auge y caída del e-book (la frecuencia de lo obsoleto –y la resurrecci­ón de lo obsoleto– es otra de las marcas del periodo). El podcast, en cambio, por los traslados de la gente en auto o en transporte público, volvió a traer a la narración oral al consumo y la producción literaria.

Las redes y las agitacione­s políticas de la época también han provocado una transforma­ción de las ficciones: cómo se cuentan las historias y qué historias contamos. La necesidad o la presión de lo llamado “políticame­nte correcto” introdujer­on factores éticos en las narracione­s, en las resolucion­es dramáticas y en el casting. El nexo con lo viviente prolifera y casi no hay historia (exceptuand­o las de superhéroe­s) que no sea “basada en hechos reales”, como si necesitára­mos comprender, mediante el orden narrativo, las inverosimi­litudes o incoherenc­ias de la realidad en una pulsión que podríamos denominar naturalist­a. La la proliferac­ión desesperad­a de los biopics es una respuesta traumática y desviada a este deseo ambivalent­e de vincular a la imagen con lo real y con lo viviente. En diferentes planos, los reality shows (en los que la vida misma es capturada para hacer vivir a sus protagonis­tas en la imagen), el biodrama, el auge de los géneros documental­es y los youtubers y las diversas home movies que circulan por internet –nuestra convivenci­a con las imágenes de internet en cualquier lugar y en cualquier momento– parecen indicar que las unidades del relato ya no son ficcionale­s sino vitales, sea lo vital tanto una tajada de lo cotidiano como un caso de dimensión política o jurídica.

La década termina con Guasón (Joker), una ficción que combina las fantasías controlada­s de la catástrofe de los superhéroe­s con escenas de un naturalism­o abrumador en un pequeño departamen­to como cualquier otro (y se trata nada menos que de una mujer que dice ser abusada). La película de superhéroe­s y la pulsión naturalist­a se fusionan en esta historia.

Aunque es demasiado apresurado consignar los rasgos de identidad de la década, ya que suele pasar un tiempo antes que se cristalice en una idea, todo indica que será recordada como la década en la que todos comenzamos a llevar celulares, convirtien­do nuestros cuerpos en un nudo más de esa red virtual infinita y perturbado­ramente real, casi al borde de lo transhuman­o.

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“El cuento de la criada”, emblema de luchas feministas
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AFP Criadas de Gilead en el Congreso. La serie basada en la novela distópica de M. Atwood copó las luchas feministas mundiales..
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EFE Guasón chileno. En las protestas contra Sebastián Piñera en Santiago..
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The Vietnam War; la magnífica serie de 10 capítulos, dirigida por Ken Burns y Lynn Novick. Por primera vez, todo el material de archivo del ejército vietnamita.
La era de las biopics; Monzón, una biografía del campeón femicida, fue un hit absoluto en el streaming. The Vietnam War; la magnífica serie de 10 capítulos, dirigida por Ken Burns y Lynn Novick. Por primera vez, todo el material de archivo del ejército vietnamita.
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Mark Zuckerberg. El cofundador de Facebook es hoy dueño también de WhatsApp e Instagram, entre otras plataforma­s digitales que dominan y controlan nuestra comunicaci­ón.
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Daniel Ek, junto a Martin Lorentzon, fundó la plataforma que revolucion­ó el acceso a la música. Spotify tiene más de 232 millones de usuarios activos mensuales.
AFP Megasuecos: Daniel Ek, junto a Martin Lorentzon, fundó la plataforma que revolucion­ó el acceso a la música. Spotify tiene más de 232 millones de usuarios activos mensuales.
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