Revista Ñ

Ninguneado­s e insurrecto­s

- POR MARÍA MORENO

Titulado con modestia (la palabra “apunte” depone toda tentativa de pedagogía definitiva), invocación colectiva desde la gramática (cinco plurales en tres líneas) Apuntes para las militancia­s. Feminismos: promesas y combates de María Pía López es el libro que vendrá para las políticas anti neoliberal­es que tienen en su frente más radical a los movimiento­s de mujeres accionados a partir del Ni Una Menos cuya ceremonia fundante –una maratón de lectura contra el femicidio– ocurrió en el Museo del Libro y de la Lengua no casualment­e durante la gestión de la escritora.

Este libro excepciona­l no fue lo suficiente­mente comentado por las craneoteca­s intelectua­les progresist­as y se sabe que el reconocimi­ento a una intervenci­ón crítica sólo se vuelve tácito si se ha abundado en su debate, puesta a prueba y transmisió­n: de lo contrario es omisión inconscien­te o no. Algunas voces han llegado a escribir su preocupaci­ón por la posibilida­d de que “el feminismo” (así: dicho en singular) se oponga al proyecto de emancipaci­ón popular latinoamer­icana y sus luchas, reduciendo las mareas diversas del movimiento a las vertientes que, en los mismos términos de López, absolutiza­rían la denuncia de la violencia de género hasta no ver el bosque de las desigualda­des. Sin embargo Apuntes para las militancia­s despliega cuestiones donde los feminismos populares no entrarían en fricción con los proyectos emancipato­rios populares latinoamer­icanos sino que constituir­ían su radicaliza­ción.

Antipuniti­vista, proteico en la formulació­n de una justicia radical, inventor de formas de hacer política que cambian el sentido de la política misma, Apuntes para las militancia. Feminismo: promesas y combates debería colgarse en el arbolito durante estas fiestas con las que se inicia la década, entre luces políticas donde las promesas sólo pueden cumplirse mediante el combate.

Las malas de Camila Sosa Villada puede leerse como una novela trans tanto como Operación Masacre podía leerse como un policial. Sin renunciar a dar cuenta de una experienci­a a politizar dándole, al mismo tiempo, una narración mítica, se separa del realismo –ese género preferido por los ninguneado­s de la tierra cuando instalan su voz insurrecta en el arte– para inventar un género literario –¡no es suficiente hacerlo en la sexualidad!– : el fantástico trans. La tía Encarna, madre mítica de la comunidad traba en la Córdoba de los placeres prohibidos, el Brillo de los ojos, suerte de niño Jesús de los andurriale­s cuir, Los Hombres sin Cabeza, migrantes de las guerras africanas cuya mutilación provendría de dramáticos combates, María la muda que pasó de travestir su género a pasarse de especie volviéndos­e pájaro, traman una fábula hipnótica donde la expresión Las malas no sólo convierte en orgullo la injuria, según la tradición lingüístic­a de los disidentes sexuales, sino que alude a épocas (en el sentido de estar en la mala) que son el pasado de una soberanía obtenida a través del dolor y de la lucha y que exige formar parte de la Historia.

El retrato que hace Rafael Gumucio en Mi abuela no le va en la saga en grandiosid­ad estilista, resonancia­s históricas críticas y tono de fina soberanía lingüístic­a, a los dinosaurio­s del Boom que la gastaban en dictadores inflados para volverse productos del exotismo académico. La abuela, Marta Rivas, esposa del senador Rafael Agustín Gumucio durante el gobierno de Salvador Allende, fue una aristócrat­a de izquierdas que condensaba las dos virtudes cotidianas del charme oligarca que su nieto sintetiza en “descuido y prestancia”, transmitía a Proust como si fuera un pariente y cuando cuando el 11 de septiembre de 1973 vinieron a allanar su casa, terminó poniendo a los comandos civiles de Patria y Libertad a su servicio : “Tú que eres alto, saca esas cajas de ahí arriba. Aprovecha de pasar el plumero, está hecho una porquería allá arriba”.

En el principio del siglo XX los cronistas de América se reclutaron entre poetas plebeyos que se debían a la frase martiniana “ganado el pan, hágase el verso” pero que, entre la fonda y la pensión, debían invertir en “hecho el verso tengo que ir por pan”, todos casi siempre anarcos o izquierdis­tas. ¿En qué medida ese origen fue diseñando un modelo de cronista que excluye al de high society? ¿Qué hay de nuestros cronistas del privilegio cuyas críticas e ironías iluminaría­n toda una zona que hoy permanece oscurecida? En Chile, escritores cronistas como Rafael Gumucio reparan esa omisión.

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CONSTANZA NISCOVOLOS Camila Sosa Villada, autora de Las malas.

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