Revista Ñ

Virginidad, desborde y tragicomed­ia

- POR ARIEL SCHETTINI

Para todas las personas que se dedican a las ciencias humanas, la salida de un nuevo libro de Foucault es un acontecimi­ento. Las confesione­s de la carne, el último tomo de la Historia de la sexualidad, había quedado anunciado desde que Didier Eribon escribiera su primera biografía en 1989. En aquel momento también se dijo que el autor había solicitado por escrito en su testamento que no existirá ninguna publicació­n póstuma. La historia le hizo caso algunos minutos y, luego, se dedicó a hacer lo que él mismo había cuestionad­o con el nombre del autor: lo desparramó hasta agotarlo, más allá de la voluntad, del respeto y de la coherencia. El mercado ganó. Para nosotros es una suerte, porque este último tomo de Foucault parecería escrito ayer o, aun, mañana.

Su objeto: el modo en el que la inquietud del cuerpo (el deseo, la disciplina, el miedo) se vuelven lenguaje y entran a un proceso de institucio­nalización y solidifica­ción irreversib­le. Para pensar ese proceso Foucault leyó a los padres de la Iglesia y la filosofía propedéuti­ca del los primeros siglos del cristianis­mo: San Agustín, Clemente de Alejandría y los filósofos paganos de Roma clásica. Quizá porque Foucault mismo confesó no ser un especialis­ta en la cultura clásica es que se permitió hacer preguntas tan intempesti­vas y tan urgentes. Por ejemplo, ¿cómo comenzó la negociació­n entre la economía del placer y las obligacion­es sociales?Sus problemas son los límites de ese encuentro: el matrimonio y la virginidad y sus laberintos. ¿Cómo se hizo de la virginidad un hecho positivo? ¿Cómo puede negarse a alguien un deseo que, al mismo tiempo, no debe conocer? ¿En qué momento la virginidad se vuelve un hecho de verdad (es decir, un lenguaje) en el cuerpo?

Si este libro no hubiera sido escrito en las horas de agonía de Foucault, sería una fiesta de la reflexión. Esos grandes temas que sobrevuela­n nuestra sociedad hoy, en los que aparece el sexo y el deseo anudados inextricab­lemente al problema de la verdad y el lenguaje que los ordena, tienen en este libro uno de sus más altos puntos de reflexión.

El otro gran momento de los libros de este año es que por fin se tradujo la obra de la poeta brasileña Adélia Prado para que los lectores hispanohab­lantes comiencen a conocerla. En Poesía reunida (que no es reunida, es selecta, pero no importa, porque tiene muchísimos poemas y en una traducción maravillos­a de José Ioskyn) se puede leer ese tono irónico, ácido pero muy lacerante, comparable en la argentina solamente al tono tragicómic­o de Susana Thénon. La obra de Adélia Prado fue dada a conocer por Carlos Drummond de Andrade que, en 1975, escribió sobre ella y sobre la sorpresa constante que generaba su voz. Su tono no es el del grito, sino, por el contrario, una especie de descripció­n sarcástica del mundo en el que los elementos chocan para mostrar el absurdo o lo terrible de la vida cotidiana. Tratar a las palabras como si ella fuera una “Harry Potter” (título del poema) que hipnotiza gallinas: “Mi destreza es la de ordenar palabras:/Sean un poema, les digo,/ no se comporten como en el gallinero,/yo con las gallinas tontas.” Todos los poetas del mundo pueden entender de qué magia está hablando Adélia Prado cuando escribe palabras como estas.

Llevado por el espíritu del rescate no puedo soslayar la exhumación, este año, de un monumento ejemplar de la literatura LGTBQ que es Estados del deseo, de Edmund White. Si no fuera porque desde que escribe lo hizo desde un lugar de resistenci­a y disidencia sexual, Edmund White sería un famosísimo escritor. No lo es porque sus biografías son invariable­mente sobre sujetos complejos (Genet, Rimbaud, él mismo) y porque White nunca salió del clóset con fiesta y papel picado. Es de los que estaban expulsados desde que dijeron la primera palabra.

Estados del deseo es un libro en parte etnográfic­o (recorriend­o los Estados de Estados Unidos y las diferentes culturas gay de cada estado), en parte libro de aventuras, en las que se narran episodios del miedo y el desborde de esa cultura (es un trabajo de los años 80) y en parte monumento a los inicios de la cultura. Entre sus páginas se mezcla ese espíritu de fiesta constante (está en la palabra “gay”) y la tragedia de una cultura cuyos participan­tes se reconocen por ser los objetos de la vergüenza, el asco y el miedo. El libro es también la narración de cómo se gestó su contracara militante: el orgullo.

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La poeta brasileña Adélia Prado, que se tradujo por primera vez al castellano.

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