Abelardo Castillo, día tras día
Los argentinos tenemos fama de egocéntricos. Al recibir un premio en México, Roberto Fontanarrosa agradeció con estas palabras: “Con la humildad de un argentino, acepto este merecidísimo homenaje”. Sin embargo durante muchos años las clásicas narrativas del yo (las memorias y el diario personal) han estado casi ausentes de nuestra literatura.
Hace cinco años Abelardo Castillo sumó a ese conjunto el primer tomo de sus Diarios (1954-1991), que recogía los cuadernos que había llevado desde su juventud. Este segundo tomo, en cambio –como cuenta en el prólogo Sylvia Iparraguirre– fue escrito directamente en computadora. Castillo no alcanzó a ocuparse de la edición final (murió en 2017), pero sí llegó a disponer del orden y de la forma general del volumen.
Hay dos tipos básicos de diarios de escritores. El primero lo concibe como un escondite: el escritor cuenta a los demás para no contarse. El segundo es un espejo: el escritor cuenta lo que pasa y lo que no le pasa. Del primer modelo es buen ejemplo el Carnet de un escritor de William Somerset Maugham. El diario de Castillo pertenece a la segunda clase. Al terminar de leer el diario de Maugham, sabemos un poco más del mundo, y nada de Maugham. Al leer el diario de Castillo, seguimos sin saber nada del mundo, pero conocemos mejor a Castillo.
El libro esta magníficamente editado, con fotografías, oportunas notas al pie de página, índice onomástico y una cronología que trazó el propio Castillo. Al final del apartado dedicado a cada año aparecen artículos que publicó o entrevistas que le hicieron. Es un material muy valioso.