En la redes de un genio glotón
La calle Darwin del barrio de Villa Crespo hace caso omiso de la resonancia de su nombre. En apariencia, no dice nada. Para que empiece a susurrar alguna pista, es preciso conectarla con una de sus vecinas, viajera como el científico inglés, curiosa y detallista como él. Es necesario acceder al interior de su arca, tímidamente pertrechada de exotismo. Estatuillas de Indonesia, cerámicas chinas, tallas de Tailandia, amuletos de Myanmar y leones laqueados; todas figuras tuteladas por dos gatos calcadamente siameses. Son las secuelas benéficas de las excursiones de una cronista que siempre se desinteresó de la especie en favor de ejemplares únicos, se llamen Nicanor Parra o Bruno Gelber, el sujeto de su último libro. Al igual que el teatral departamento de Gelber en el Once, el de Guerriero apostó por una cierta extravagancia para echar anclas fuera del tiempo y la geografía. Expatriados seriales, se han entendido bien: son dos desubicados que encuentran su centro en el margen, en la afición por desmarcarse. Para Opus Gelber, el pianista le ofrece una partitura no escrita –su vida– y ella oficia de intérprete, bajo la batuta correctiva de un tirano goloso que con su formidable rapidez verbal y su hilaridad le quita peso a la gesta. En un trabajo biográfico, generalmente uno se las ve con un muerto. En este caso, Gelber no sólo está vivo sino que está muy vivo, y muy vivo en el libro. Se tiene la impresión de estar leyendo una obra en colaboración, una ejecución a cuatro manos. Un libro bajo el auspicio de una frase de Richard Ellmann en su biografía de Oscar Wilde: “Todos somos dramaturgos”.