El malestar según Houellebecq
Se puede entender buena parte de la cultura francesa y europea del siglo XIX como el combate –solapado, lateral, pero a la vez cierto– entre la literatura de tradición realista y las nacientes ciencias sociales por obtener legitimidad para definir lo social, para describir la realidad. A medida que la sociología “científica” se fue afirmando en sus métodos y en su lugar de autoridad, de Saint-Simon, Comte, Marx y, ya en los comienzos del siglo XX, Weber y Durkheim, por mencionar solo algunos nombres, la literatura fue perdiendo su sitio de descriptora de lo social, de narradora de la sociedad, y se fue desplazando hacia un afuera, al que, para abreviar, podemos llamar “vanguardia”.
Es habitual leer que las novelas de Houellebecq tienen buen ojo para describir, o incluso para anticipar la crisis social europea, y occidental en general. La habría pegado al predecir, supuestamente, la caída de las Torres Gemelas y el atentado contra Charlie Hebdo. Llegamos entonces a Serotonina, su más reciente novela. Texto que no agrega gran cosa a sus libros anteriores. A los que les gusta Houellebecq les va a gustar el libro. A los que no, no. Y a los que nos resulta intrascendente, nos seguirá resultando intrascendente. Serotonina está narrada por un varón de 46 años, ingeniero agrónomo que trabajó para Monsanto y luego para instituciones estatales francesas. Como resultado se obtiene una novela anodina, previsible, escrita a tropezones. No se puede resumir más la trama, porque la novela ella misma ya es un resumen.
Pues: seguramente generará debates, habrás altas pilas en las librerías y, por dos semanas, todos hablarán de ella.