Penúltimas ideas de Sacks
Oliver Sacks nos enseñó a mirar la medicina sin cerrar un ojo al padecimiento humano. Atravesó las barreras del lenguaje críptico de la secta y la aversión de la ciencia por las historias personales. Supo, desde muy joven, que los datos y las personas son cosas distintas y que el deber primordial del médico es poner a los primeros al servicio de los segundos. Lo que en él parece natural, lo que fluye sin barreras entre la biología y la biografía, es una habilidad mutilada en la medicina de nuestros días. En su magnífico libro póstumo: El río de la conciencia, recuerda con nostalgia y admiración la época de las grandes narraciones clínicas. Aquel momento de esplendor de la palabra y de la observación rigurosa que no necesitaba aislar la experiencia de enfermar, de la información desnuda contenida en variables aritméticas del burócrata de laboratorio. Sacks nunca dudó de que la medicina es el oficio de escuchar y narrar historias, la única manera de comprender el esfuerzo y los costos que paga una persona por adaptarse a su circunstancia.
Sacks vuelve a poner en escena su insaciable curiosidad y su asombro ante el fenómeno de lo vivo. Desde las plantas a los gusanos, desde Darwin a Freud, desde la música a la neurociencia: nada le resultaba ajeno. Sus observaciones son apasionantes porque reúnen la descripción con la explicación. Hay historias. Sacks reivindica el relato como forma privilegiada de saber. Es su declaración de principios. Un gesto al mismo tiempo anacrónico y subversivo. Una manifestación tácita de su incomodidad ante la mutilación de la experiencia como fuente de conocimiento.