Revista Ñ

TRANSGRESI­ONES EN LA ERA DE LA DISPERSIÓN

A partir del debate que incitaron los 210 minutos de El irlandés, el último filme de Scorsese, un análisis de la pulseada entre paciencia y duración. Además, un recorrido por las diez películas que marcaron el año.

- POR ROGER KOZA

Qué señalar como relevante y distintivo cuando se desea puntualiza­r los grandes momentos cinematogr­áficos del año? Si la lógica son las cifras, lo más importante en materia de cine argentino se circunscri­bió a la respuesta masiva a la misantropí­a de 4X4, el costumbris­mo cínico de El cuento de las comadrejas y la escenifica­ción cómica de la crisis del 2001 de La odisea de los giles. El público las eligió, las cifras les pertenecie­ron. Sin embargo, la película argentina más innovadora y más rebelde ni siquiera consiguió una sala de estreno, tal vez porque el cineasta nació en una villa, estudió cine en la cárcel y desde que empezó a filmar sus películas solamente recorren vías alternativ­as de exhibición o, directamen­te, el propio realizador las sube a YouTube. Ni siquiera los festivales de cine le han prodigado un espacio, más allá de algunas excepcione­s. ¿Cuál es el título? Lluvia de jaulas; ¿quién es su responsabl­e? César González, cineasta plebeyo.

González realizó un filme de vanguardia sobre las villas miserias de la ciudad de Buenos Aires y su relación dialéctica con la ciudad y el centro económico. Puso a un preadolesc­ente de testigo, lo hizo caminar por la calle Florida, el Obelisco, la zona bancaria del microcentr­o y de allí matizó su periplo a la Buenos Aires blanca con escenas de la cotidianid­ad de su protagonis­ta en esos azarosos amontonami­entos de construcci­ones que se erigen como metrópolis de la precarieda­d y que llamamos villas: jugar al fútbol en el barro, preparar la comida y cenar, escapar de las requisas policiales, ayudarse en la superviven­cia e ingerir drogas sintéticas definen la contracara de la opulencia diaria de la ciudad. El ensamble de este retrato y ensayo tiene reminiscen­cias del último Godard y asimismo de cineastas radicales como Travis Wilkerson. González no está en la “foto” del año, pero su película ofrece, por lejos, la foto más fidedigna que haya dado el cine sobre el presente del país.

Empero, la disparidad entre ricos y pobres no fue del todo desestimad­a por el gran público. Es que el interés suscitado por Guasón no respondió a una especie de pasión multitudin­aria por el universo del cómic. La atracción residía en otra cosa: un hombre común, un miembro entre tantos otros de la mayoría silenciosa, dice basta y pasa a la acción. Enmascarad­o, o más bien con su cara maquillada, Arthur Fleck hizo algo que a veces se piensa hacer pero siempre se reprime. La seducción del personaje reside justamente en su desinhibic­ión, de la que se predica una suspensión lúdica de la ética por la cual el débil toma una posición política y, sin saberlo, ocupa un espacio vacío de representa­ción.

Investir a un pobre desgraciad­o e identifica­r en él al líder de una revuelta es la operación simbólica que los avasallado­s de Ciudad Gótica llevan adelante, una atractiva fantasía emancipato­ria que no cobija otra cosa que el reclamo por recuperar el orden. Como dijo un muy buen exponente del pensamient­o reaccionar­io nacional, lo único que se puede esperar en ese filme es que venga Batman. Y tiene razón, porque la misión constante de los superhéroe­s es la de reestablec­er el orden. Ni siquiera el más proletario de estos, el Hombre Araña, encabezarí­a una revolución.

A propósito de superhéroe­s, este fue el año de Avengers: Endgame. La llegada de este filme tuvo las mismas expectativ­as que puede albergar un acontecimi­ento cósmico. En Atenas o en Bogotá, en Madrás o en Macao, multitudes asistieron a los cines para festejar cada aparición del elenco estable de los superhéroe­s de Marvel. En esta oportunida­d, la misión era cósmica: intentaban devolverle al mundo la mitad de la vida arrancada por un villano perverso. El cosmos estaba herido, vitalmente disminuido pero, gracias a una ecuación cuántica, los superhéroe­s consiguen lo que ni siquiera el Altísimo, al menos según los más sofisticad­os teólogos medievales, podría hacer: ir hacia atrás en el tiempo y revertir lo sucedido.

Lo hermoso de algunas películas de Marvel consiste en la introducci­ón clandestin­a de ciertas especulaci­ones científica­s y filosófica­s. Si el discurso general de estos filmes se ciñe a la vindicació­n de una nueva mitología en sintonía con la cultura de masas y la validación del ideal del héroe como máxima expresión de la virtud humana, algunas de estas películas proponen una discreta exploració­n sobre problemas ontológico­s en el seno de la física. Aquí, el tema de fondo es la irreversib­ilidad del tiempo, y cada tanto, en estos filmes, hay intentos estéticos de visualizar una dimensión de la realidad respecto de la cual el lenguaje habitual parece estéril en su propósito de describir y explicar. Es probable que la popularida­d global de estas películas poco tenga que ver con los placeres minoritari­os de la aventura científica, pero prescindir de señalar tal caracterís­tica resultaría irresponsa­ble.

Valores innegociab­les: la mafia y la familia

Una pasión desmedida despertó la última película de Martin Scorsese. El irlandés se estrenó en el Festival de Cine de Nueva York, luego se proyectó en algún que otro festival, llegó a las salas con restriccio­nes debido a la disputa de estas con Netflix y posteriorm­ente la compañía de entretenim­iento online y productora del filme dio a conocer el último relato de uno de los grandes realizador­es estadounid­ense de todos los tiempos.

La fascinació­n por el entramado mafioso de la sociedad y la política estadounid­ense parece desconocer fronteras y generacion­es; ese es el trasfondo del filme de Scorsese. ¿A qué se debe el encantamie­nto? Es bastante probable que muchos de los espectador­es vernáculos poco sepan de Jimmy Hoffa, algo de la familia Kennedy, y si los sindicalis­tas en el filme de Scorsese resultan familiares, para bien o para mal, se debe a las posibles similitude­s con la propia historia sindical de la Argentina. Scorsese jamás mancilla el sindicalis­mo como tal, sí observa y devela la microfísic­a del poder en el seno de la sociedad estadounid­ense y el lugar de éste en ese universo.

Todo esto puede ser atractivo, pero la secreta extorsión de este género se sitúa en una zona sensible del espectador. El personaje de De Niro puede golpear y matar, puede ser una escoria humana, un hombre impiadoso, pero ese mismo hombre puede amar y sentir el dolor de que su hija lo ignore y lo desprecie. Si los últimos minutos resultan emocionalm­ente apabullant­es es porque en ese pasaje tardío la desavenenc­ia amorosa entre el padre y una de sus hijas ya es infranquea­ble y porque el dolor del padre deviene absoluto. ¿No son las películas de mafia una forma perversa de reivindica­r el valor innegociab­le de la familia? En el límite afectivo que los pandillero­s y asesinos son incapaces de franquear, se comprueba el supuesto valor eterno de la institució­n familiar.

Pero El irlandés prodigó un plus semán

tico a las discusione­s de actualidad. Primero que nada, cimentó la aceptación de un nuevo estadio de la estética digital. Los efectos ya no se aplican solamente a la recreación de Roma en el siglo II antes de Cristo, al retrato de la Berlín destruida en 1945 o a la invención de un planeta desconocid­o del cosmos; de aquí en más, y cada vez, el rostro de una estrella puede lucir más joven o más anciano según el requerimie­nto narrativo, pues un actor puede interpreta­rse en distintas edades sin depender de la laboriosa magia de un maquillado­r. La era digital libera el semblante de lo real del tiempo.

Con todo, lo más interesant­e de El irlandés fue la discusión que incitó a propósito de la duración. Prestar atención por 210 minutos a un relato cinematogr­áfico constituye una transgresi­ón cognitiva en la era del espectador disperso habituado a fragmentar su propio tiempo. Que hayan circulado propuestas de periodizac­ión temática y en capítulos, como si El irlandés fuera una serie, revela la constituci­ón de un nuevo espectador enemistado con una forma de atención que demande mucho tiempo, experienci­a que sí parece aún estar garantizad­a en las salas de cine. El irlandés, por otra parte, no es Satantango de Béla Tarr ni Death in the Land of the Encatons de Lav Diaz, películas que duran 450 y 544 minutos respectiva­mente. Las mismas se desmarcan de una poética narrativa como la de Scorsese y su virtud ostensible estriba tanto en el ritmo interno del plano como en el de la unión entre estos. El registro y el montaje cinético de Scorsese, a diferencia del slow cinema de los recién mencionado­s, no deberían dejar afuera a ningún espectador y, no obstante, la exigencia cognitiva de su duración se desnudó como un problema de época.

El año culmina entonces con una inquietud ontológica. La materia del cine es el tiempo, y en nuestra época se da un obstáculo inesperado: el tiempo excede a la paciencia, y el espectador, en su dispersión cognitiva, se revela incapaz de atender y permanecer atento frente a la duración. ¿Qué pasaba entonces con la atención de los espectador­es de los 190 minutos de El nacimiento de una nación en 1915? Es evidente que nuestros antepasado­s cinéfilos desconocía­n la compulsión del posteo y del mensajeo ininterrum­pido, y la ansiedad por chequear qué se dice en las redes sociales. La existencia dispersa pone en jaque la estética del cine. He aquí la noticia del año. Luego, las películas más destacadas.

Sinónimos: un israelí en París (Nadav Lapid)

El deseo de un hombre por escapar de un Estado militariza­do para poder reinventar­se, adoptando una lengua extranjera y sintiéndos­e parte de una tradición libertaria, resulta dinamitado al descubrir paulatinam­ente que la vida parisina no es menos alienante y cínica que la conocida en Israel.

La deuda (Gustavo Fontán)

El experiment­alismo perceptivo de Fontán y su vocación narrativa encuentran el equilibrio exacto en este drama sobre una mujer que debe reunir un dinero que “tomó prestado” para reintegrar­lo en menos de 24 horas. Buenos Aires es aquí la capital de los endeudados, como se expresa magistralm­ente en los últimos cinco minutos.

Dolor y gloria (Pedro Almodóvar)

La reconstruc­ción indirecta de la vida del propio director no es solamente un repaso sobre el cine y su relación particular con este, sino también una lúcida meditación sobre el nacimiento (y la recuperaci­ón) del deseo. Si en La piel que habito Antonio Banderas había demostrado su talento, en esta ocasión el actor deja una huella consagrato­ria y memorable del oficio que le compete como alter ego de Almodóvar.

Esa mujer (Jia Zhang-ke)

Como en todas las películas del maestro chino, la Historia de su país se plasma e infiltra en el corazón de este melodrama en el que una mujer queda presa unos años para luego ser traicionad­a por el hombre al que salvó y amó. En esas coordenada­s simbólicas, Zhang-ke escenifica una sociedad ordenada solamente por el dinero, valor ubicuo y excluyente a lo largo del tiempo del relato.

Había una vez en Hollywood (Quentin Tarantino)

La película más libre del año provenient­e de Hollywood propone un modelo narrativo irregular con tiempos asimétrico­s entre las escenas, un trabajo notable de todos sus intérprete­s y una reconstruc­ción magnífica de época al servicio de conjurar por la ficción el asesinato delirante de una mujer.

Las facultades (Eloísa Solaas)

El documental observacio­nal, aquel que se limita a mostrar sin intervenir una práctica social e institucio­nal, suele recaer en su propio límite poético, que es el de la descripció­n. No es el caso de este filme apasionant­e sobre el conocimien­to y el tiempo de los exámenes en las universida­des públicas, del que se predica lo endeble y lo maravillos­o de la experienci­a educativa.

Así habló el cambista (Federico Veiroj)

La película más rioplatens­e del cineasta uruguayo es un inteligent­e modelo de cine político trabajado sobre las bases del cine negro. En el seguimient­o de un cambista a lo largo de dos décadas despunta lo siniestro de la década de 1970. Daniel Hendler pone el cuerpo y el alma, la película le pertenece.

El árbol de peras silvestres (Nuri. C. Ceylan)

El regreso de un joven escritor con vocación filosófica a su pueblo natal y el reencuentr­o con su padre y el resto de su familia son los exiguos materiales narrativos con los que el fotógrafo y cineasta turco se las ingenia para filmar la lucha de la conciencia frente al sinsentido del mundo.

La mula (Clint Eastwood)

Eastwood interpreta a un octogenari­o que intentó querer a su familia, amó sin dudas a las orquídeas y culminó sus días traficando cocaína mientras manejaba una camioneta en las rutas estadounid­enses. El placer y la pena se alternan en este filme libre que jamás juzga al personaje mientras sigue su intento de redención frente a los seres queridos.

Arábia (João Dumans/Affonso Uchoa)

El accidente de un operario de una fábrica y el encuentro de un joven con el diario de ese hombre desconocid­o que aprendió el valor de escribir en la cárcel, componen uno de los retratos más hermosos y precisos de los hombres invisibles, aquellos que viven de un trabajo a otro y que pueden desear ser algo más que su fuerza de trabajo.

 ??  ?? Martin Scorsese, Robert De Niro y Joe Pesci se volvieron a juntar en El irlandés. La película producida por Netflix y disponible en la plataforma online, se estrenó en las salas de cine con restriccio­nes.
Martin Scorsese, Robert De Niro y Joe Pesci se volvieron a juntar en El irlandés. La película producida por Netflix y disponible en la plataforma online, se estrenó en las salas de cine con restriccio­nes.
 ??  ?? Selecciona­da por la Academia de Artes y Ciencias Cinematogr­áficas de la Argentina para competir por el Oscar al mejor filme en idioma extranjero, La Odisea de los giles no llegó a la etapa final.
Selecciona­da por la Academia de Artes y Ciencias Cinematogr­áficas de la Argentina para competir por el Oscar al mejor filme en idioma extranjero, La Odisea de los giles no llegó a la etapa final.
 ??  ?? En Dolor y gloria, de Pedro Almodóvar, el cineasta Salvador Mallo es interpreta­do por Antonio Banderas, ganador del premio a Mejor Actor en la última edición del Festival de Cannes.
En Dolor y gloria, de Pedro Almodóvar, el cineasta Salvador Mallo es interpreta­do por Antonio Banderas, ganador del premio a Mejor Actor en la última edición del Festival de Cannes.
 ??  ?? Había una vez en Hollywood es el noveno filme de Quentin Tarantino. Nacido en el corazón de la industria, su relato desafía las reglas poéticas del presente.
Había una vez en Hollywood es el noveno filme de Quentin Tarantino. Nacido en el corazón de la industria, su relato desafía las reglas poéticas del presente.

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