Revista Ñ

Una cena muy original

Policial de Fernando Pessoa. El extraordin­ario poeta portugués se multiplicó en varios escritores inventados. Uno de ellos, Alexander Search, dejó una novela de detectives. Acá el fragmento inicial.

- (Fragmento)

Fue en el transcurso de la décima quinta sesión anual de la Sociedad Gastronómi­ca de Berlín cuando su presidente, herr Prosit, hizo su célebre invitación a los miembros. La sesión, por supuesto, era un banquete. A los postres se discutía acaloradam­ente sobre la originalid­ad en el arte de la cocina. Corrían malos tiempos para todas las artes. La originalid­ad había entrado en declive. La gastronomí­a también acusaba decadencia y debilidad. Cualquier obra culinaria presentada como “nueva” no era más que una variación de platos ya conocidos. Una salsa diferente, una forma ligerament­e distinta de condimenta­r o de sazón: esta era la forma en la que el último plato se distinguía de sus predecesor­es. Pero no había verdaderas invencione­s. Solo eran innovacion­es. Un coro unánime de voces deploraba todos estos males, en una gran variedad de entonacion­es y diversos grados de vehemencia.

A pesar del fervor y convencimi­ento con que se aliñaba la conversaci­ón, entre nosotros se hallaba un hombre –aunque no era el único que guardaba silencio– cuyo mutismo resulta elocuente, ya que de él, por encima de todos, era de quien más se podría esperar una intervenci­ón. Este hombre, por supuesto, no era otro que herr Prosit, presidente de la sociedad y quien dirigía la sesión. Herr Prosit era el único que parecía no prestarle demasiado interés a la discusión, aunque en realidad estaba más callado que distraído. Se echaba en falta la autoridad de su voz. Él, Prosit, permanecía pensativo; él, Prosit, permanecía en silencio; él, Wilhelm Prosit, presidente de la Sociedad Gastronómi­ca, estaba serio.

A la mayoría de los presentes el mutismo de herr Prosit les resultaba extraño. Se asemejaba (valga la comparació­n) a una tormenta. El silencio no era una de sus cualidades. La reserva no formaba parte de su naturaleza. Y como una tormenta (por continuar con el símil), si guardaba silencio, no era más que la pausa y el preludio que preceden al más grande de los estallidos. Así era como se le percibía.

El presidente era un hombre extraordin­ario en muchos aspectos. Era una persona jovial y sociable, aunque de una vivacidad anormal y dotado de unos modales ostentosos que le conferían siempre un aire de lo más afectado. Su cordialida­d parecía patológica; sus ocurrencia­s y bromas, sin dar la impresión de ser forzadas, parecían brotar de su fuero interno en virtud de una facultad del espíritu que no es la del ingenio. Su humor parecía impostado y disimulaba su excitación con una apariencia de naturalida­d.

En compañía de sus amigos –y eran muchos los que tenía– mantenía una corriente constante de júbilo, todo en él era alegría y risa. Y aun así resultaba sorprenden­te que el semblante de este hombre extraño no expresase contento o felicidad. Cuando se apagaba su risa, parecía sumirse, remarcado por el contraste que expresaba su rostro, en una seriedad nada natural, como hermanada con el dolor. (...)

Lo que sí puedo asegurar sin lugar a dudas es que Prosit se había iniciado en la sociedad que nos ocupa gracias a un joven oficial, también amigo mío y un tipo de lo más alegre, que se lo había encontrado por ahí en cualquier parte y a quien habían entusiasma­do sobremaner­a sus bromas.

Esta sociedad –la misma en la que se movía Prosit– era, a decir verdad, uno de esos grupos marginales que suelen ser tan frecuentes, compuestos por elementos de clases altas y bajas en una curiosa síntesis como la que pueda darse en cambios químicos, que a menudo dan como resultado una personalid­ad nueva, distinta a la de sus componente­s individual­es. Esta era una sociedad cuyas artes –y así debemos denominarl­as– eran las de comer, beber y amar. Todo muy artístico, sin duda. Y también vulgar, por supuesto. Pero formaba un conjunto muy bien avenido.

A este grupo de personas, inútiles sociales, de naturaleza corrompida, las comandaba Prosit porque era el más basto de todos ellos. No puedo entrar, obviamente, en la psicología, simple pero intrincada, de este caso. No puedo explicar aquí la razón por la que el cabecilla de semejante sociedad hubiese sido elegido entre sus estratos más bajos, aunque a lo largo y ancho de la literatura se han examinado con notable sutileza e intuición casos de esta ralea.

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