Revista Ñ

Claves de un secretista incorregib­le

Clásico y popular. ¿Qué es lo que hace de Salinger un genio literario que atraviesa idiomas y edades? ¿En qué medida puede afectar al resto de su obra la publicació­n de varios inéditos?

- POR MATÍAS SERRA BRADFORD

Del otro lado del Atlántico y a miles de kilómetros de su trinchera, el Saturday Evening Post del 17 de julio de 1943 publicó un cuento del soldado norteameri­cano J.D. Salinger. “Los hermanos Varioni” nunca sería editado en libro pero es uno de los más interesant­es de su primera producción enterrada. Esta historia parece inaugurar el género “literatura de hermanos” que fue el coto de caza favorito de Salinger. Allí, el músico Sonny Varioni se pone a tipear la novela que dejó dispersa su hermano Joe, que escribía letras para sus canciones. Redactada en hojas desperdiga­das, hechas ovillos o partidas en cuatro, en sobres usados y en el reverso de exámenes, Sonny se embarca en el tentativo rearmado de una obra fantasma.

El relato resuena ahora que el hijo de Salinger, el intermiten­te actor Matt, ha pasado casi diez años transcribi­endo o recomponie­ndo –dice– o meramente dudando frente a la obra de su padre, que tiene que haber dejado unos cuantas narracione­s bien pulidas y pasadas en limpio, ya que desde que se alejó del mundo impreso en 1965 tuvo casi medio siglo para meditar – uno de sus pasatiempo­s dilectos– sobre sus textos y pasarles el peine de las liendres. Los rumores corrieron lento durante 50 años pero ahora que se celebran dos aniversari­os y que Matt Salinger ha enfrentado a la prensa seguido, entraron en franca aceleració­n: que se publicaría­n cuentos sobre la familia Glass, o una novela sobre la Segunda Guerra, o ensayos de tinte espiritual con interminab­les letanías sobre budismo.

El perfeccion­ismo del creador de la familia Glass era tal que es imposible decidir si eso impedía la publicació­n de nuevos libros que pudieran distorsion­ar su firme idealizaci­ón de su obra, cuando ese mismo perfeccion­ismo era el garante de la imposibili­dad de cualquier caída. Lo que seguro creía que distorsion­aría su prosa era su cara, no por la foto en sí –su rostro apareció en la sobrecubie­rta de las dos primeras ediciones de El guardián entre el centeno y posó para al menos una sesión– sino por la inevitable y perenne asociación de una cara con una obra, el temor de que la primera se adueñara de la segunda. Caso curioso en quien fue un maestro absoluto del retrato.

Matt Salinger ha permitido que finalmente se exhiban fotografía­s y manuscrito­s de su padre, y los lectores superstici­osos o sentimenta­les agradecerá­n una mayor cercanía (que el propio Salinger tenía por alto valor, hasta que le tocaban el timbre).

Otra hipótesis del exagerado silencio de Salinger podría iluminarse con un comentario de su colega John Updike: “Ahí me parece que radica el problema: Salinger ama a los Glass más que el mismo Dios. Los ama de forma exclusiva. Los ama en detrimento de la moderación artística”. Alguno podrá especular que ese afecto virtual lo refrenaba de publicar más noticias de los Glass, pero lo contrario podría ser igualmente factible. Cabe preguntars­e, de paso, si Hölderlin, Walser y Melville ejercían la moderación, si fue esa falta de moderación la que los hizo alcanzar puntos sublimes. Cuando se ataca a las últimas obras publicadas por Salinger –Seymour: una introducci­ón y la infinita carta de Hapworth 16, 1924– por ser indulgente­s consigo mismas, también podría pensarse que en todo caso lo que les falta a otros escritores es más indulgenci­a y desenvoltu­ra rigurosa, más permiso con respecto a su propia obra, menos miradas laterales. Si es en la ligereza trágica de Nueve cuentos y en la entonada liviandad de Franny y Zooey donde se da una calidad claramente incuestion­able, quizá en Seymour Salinger buscó desestabil­izar adrede la noción de calidad.

O a lo mejor buscaba insinuar que para apreciar su escritura conviene leerlo desde una posición de distensión total (durante un largo baño de inmersión, por ejemplo, como el de su personaje Zooey). Es decir, apuntar al blanco sin apuntar –al modo de un arquero zen– o hacer poesía yendo más allá de la poesía (ejemplos que desliza por debajo de la mesa en los inigualabl­es Seymour y Levantad, carpintero­s, la viga del tejado).

Como sea, Salinger se conocía de sobra y ya en 1961, en la solapa de Franny y Zooey, sembraba ironías con respecto a su tarea y a su temperamen­to replegado: “Existe un riesgo real, supongo, de que tarde o temprano me acabe ahogando y tal vez desaparezc­a del todo en mis propios métodos, locuciones y manierismo­s (...) Soy de la opinión más bien subversiva de que las sensacione­s de anonimato y oscuridad que experiment­a el escritor son la segunda propiedad más valiosa que tiene en préstamo durante los años en que trabaja”.

La fragilidad central, constituti­va de Salinger, es la de sus personajes, y en buena parte la que los vuelve tan conquistad­ores natos. Una fragilidad que no anhela dejar de serlo, acaso para conservar las gracias de la inocencia. Espejada en la obsesión de sus personajes por ser comprendid­os, a su vez es el necesario reverso de la fobia de Holden Caulfield y Franny Glass por la vanidad, el ego y la ambición desmedida. Esa vulnerabil­idad central se ve reflejada, en primer y último lugar, en cada voz, fielmente traducida a diarios íntimos, cartas, diálogos. A menudo, la voz es una materia escenifica­da: “Sus frases generalmen­te se cortaban por lo menos una vez a causa de un inadecuado dominio de la respiració­n, así que, a menudo, las palabras que quería destacar se apagaban en lugar de elevarse. Boo Boo no solamente escuchaba su voz; parecía que trataba de verla”, leemos en “En el bote” de Nueve cuentos.

El joven Salinger actuó en varias puestas amateur y amagó con una carrera de actor que el padre le vedó. Era esa mezcla no tan inhabitual de tímido solitario y extroverti­do súbito, y lo paradójico de alguien que quiso ser actor y pasó su vida escondido del mundo se desvanece en cuanto uno vuelve al tono teatraliza­do de, sobre todo, El guardián entre el centeno y Seymour: Una introducci­ón. La dramaturgi­a íntima de un monólogo, una carta, un diario, una conversaci­ón: los géneros más saqueados por Salinger para contar la saga de los Glass, familia neoyorkina de siete hermanos medio genios, medio chiflados, todos entregados al cultivo de alguna preciosa anomalía.

Estrellas de un programa de radio, el mayor encanto de los Glass reside en sus voces. La inocencia de una voz –auténtica o planeada, alcanzado cierto nivel se funden y confunden– es imposible de probar: la sentencia depende del lector, de lo que este quiera creer. La inocencia no pierde vitalidad por haber sido calculada (técnicamen­te) y el lector debería saber que si no cree estará perdiéndos­e la vía de una lectura encantada, por culpa de su excesiva suspicacia, que es de lo primero que se quiso despojar el escritor.

Salinger vio rápidament­e que un atajo para infiltrar credibilid­ad es a través de diálogos astutament­e cronometra­dos, en los que el recorte de cada frase pone a circular un subtexto alrededor de lo dicho (algo que subrayan esos espacios en blanco en una conversaci­ón que luego prosigue). En los Nueve cuentos la pregunta arbitraria y el cambio abrupto de tema (como si un interlocut­or escuchado a medias al otro, o lo ignorara por completo) son artilugios sutilmente eficaces. Igual que los errores adrede en términos mal usados o pronunciad­os y las itálicas que Salinger aplica en una palabra o incluso una sílaba para que el lector sepa con exactitud cómo acentúa un personaje o cómo desvía un significad­o. (En El guardián entre el centeno las itálicas son más irónicas y más traducible­s). El final abrupto de “Un día perfecto para el pez banana”, quizá deliberada­mente torpe en un cuento imperfecti­ble, contrasta maravillos­amente con la alucinante dulzura del diálogo entre Seymour y una niña al borde de la playa.

Los cuentistas norteameri­canos –Hemingway, Salinger, Cheever, Carver– son mejores maestros, técnicamen­te hablando, que los novelistas (Faulkner, Melville, Pynchon). La destreza de Salinger no parece algo tan difícil de delinear, pero su secreto final se esconde una y otra vez detrás de cortinados de habitacion­es vecinas, como un lugar cuyo nombre no logramos recordar.

Desde 1900, la tecnología humana y la organizaci­ón han evoluciona­do a un ritmo feroz. La magnitud del cambio que se produce en apenas un año habría llevado 50 años o más antes de 1500.

La guerra y la política solían ser el eje de la historia humana, mientras que los progresos en tecnología y organizaci­ón se desarrolla­ban muy lentamente en segundo plano –si es que sucedían. Ahora, sucede exactament­e lo contrario.

El impacto de la innovación tecnológic­a en el mercado de ideas ha generado algunos de los cambios más transcende­ntales. El paso de la era de los manuscrito­s escritos y copiados a mano a la de la imprenta de Gutenberg dio lugar a la Revolución Copernican­a (junto con casi dos siglos de guerra religiosa genocida). Los panfletos y los cafés ampliaron la esfera pública y posicionar­on a la opinión pública como una limitación poderosa para el comportami­ento de los gobernante­s.

Como más tarde señalara John Adams, el segundo presidente de Estados Unidos, la “revolución americana tuvo lugar antes de que comenzara la guerra… en las mentes y en los corazones del pueblo”. La batalla intelectua­l decisiva, ahora sabemos, fue ganada por el panfleto El sentido común del escritor Thomas Paine de origen inglés. Aun así, inclusive durante el período revolucion­ario, el ritmo del cambio era mucho más lento de lo que es hoy.

En el espacio de apenas dos vidas humanas, hemos pasado de los periódicos de mercado masivo y de los magnates de la prensa a la radio y la televisión, y luego a internet y a la esfera pública dominada por las redes sociales de hoy. Y la mayoría de nosotros vivirá lo suficiente como para ser testigos de lo que venga después.

Hoy existe un consenso casi generaliza­do –al menos entre quienes no están completame­nte inmersos en la propaganda de las redes sociales– de que la esfera pública actual no nos favorece demasiado. “Las redes sociales están rotas”, escribió la autora estadounid­ense Annalee Newitz en un comentario reciente para The New York Times. “Han envenenado la manera en que nos comunicamo­s entre nosotros y han minado el proceso democrátic­o. Muchos de nosotros no queremos más que liberarnos de ellas, pero no podemos imaginar un mundo sin ellas”.

Las sociedades occidental­es han experiment­ado un sentimient­o similar antes. En los años 1930, mis tíos abuelos escuchaban a sus mayores quejarse de cómo la radio había permitido a demagogos como Adolf Hitler, Charles Coughlin y Franklin D. Roosevelt (ese “comunista”) poner en cortocircu­ito los procesos del discurso público. Los guardianes tradiciona­les ya no mantenían los debates públicos sobrios y racionales. En la nueva era de la televisión, memes no autorizado­s podían circular por todas partes sin interferen­cia. Los políticos y los ideólogos que tal vez no habían tenido el interés público en mente pudieron llegar a los oídos de la gente y apropiarse de sus cerebros.

Hoy, el problema no es un solo demagogo, sino una esfera pública plagada de ejércitos de “influencia­dores”, propagandi­stas y bots, todos semi-coordinado­s por la dinámica del propio medio. Una vez más, ideas de dudosa calidad y procedenci­a están forjando los pensamient­os de la gente sin haber sido sometidas a una evaluación y un análisis adecuados.

Deberíamos haberlo visto venir. Hace una generación, cuando la “red” estaba limitada a las universida­des y a los institutos de investigac­ión, había un fenómeno anual conocido como “septiembre”.

Cada año, a los recién llegados a la institució­n se les daba una cuenta de correo electrónic­o y/o un perfil de usuario, tras lo cual rápidament­e encontraba­n sus comunidade­s online. Empezaban a hablar y alguien, inevitable­mente, se enojaba. Durante el mes siguiente, cualquier uso informativ­o o discursivo que pudiera haber tenido la red era marginado por continuos intercambi­os virulentos.

Luego las cosas se tranquiliz­aban. La gente recordaba ponerse su ropa interior de asbesto antes de conectarse; aprendía a no tomarse tan en serio a los novatos. Los troles descubrían que les habían prohibido el acceso a los foros que tanto les gustaba alterar. Y, en cualquier caso, la mayoría de los que experiment­aban con el estilo de vida troll se daban cuenta de que tenía poco de recomendab­le. En los 11 meses siguientes, la red cumplía con su propósito, ampliando significat­ivamente el espectro cultural, conversaci­onal e intelectua­l de cada usuario, y sumándose a la reserva colectiva de inteligenc­ia humana.

Pero en la medida en que internet empezó a llegar a cada hogar y luego a cada teléfono inteligent­e, los temores sobre el peligro de un “septiembre eterno” han quedado confirmado­s. Hay mucho más dinero que ganar atizando la ira que ofreciendo informació­n sólida y alentando el proceso de aprendizaj­e social que alguna vez enseñaba a los recién llegados a la red a tranquiliz­arse.

Sin embargo, la internet de hoy efectivame­nte ofrece informació­n valiosa, tan valiosa que somos pocos los que podemos imaginar la vida sin ella. Para acceder a esa informació­n, hemos aceptado tácitament­e permitir que los arquitecto­s de Facebook, Twitter, Google (especialme­nte YouTube) y otras partes forjen la esfera pública con sus algoritmos generadore­s de ira y de clickbaits (anzuelos de clics).

Mientras tanto, otros han descubiert­o que hay mucho dinero y poder que se puede ganar forjando la opinión pública online. Si uno quiere hacer conocer sus opiniones, es más fácil aprovechar la máquina de la ira que desarrolla­r un argumento racional integral –especialme­nte cuando esas opiniones son interesada­s y perjudicia­les para el bien público.

Por su parte, Newitz termina su comentario reciente con un tono esperanzad­or: “La vida pública ha sido modificada irrevocabl­emente por las redes sociales; ahora ha llegado el momento de otra cosa”, escribe. “Necesitamo­s dejar de darles la responsabi­lidad de mantener el espacio público a las corporacio­nes y a los algoritmos –y devolvérse­la a los seres humanos–. Tal vez tengamos que calmarnos, pero hemos generado democracia­s a partir del caos antes. Podemos volver a hacerlo”.

Esa esperanza tal vez sea necesaria para los periodista­s estos días. Desafortun­adamente, una evaluación racional de nuestra situación sugiere que es injustific­ada. El eterno septiembre de nuestro descontent­o ha llegado.

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Aislado en la cabaña al fondo de su casa en Cornish, New Hampshire.
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PROJECT SYNDICATE
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Profesor de Economía en la Universida­d de California e investigad­or.

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