Revista Ñ

OJOS DETRÁS DE LA CORTINA DE HIERRO

Clásicos en las sombras. En la Guerra Fría, diversos escritores del Bloque Oriental -como Danilo Kiš, Sándor Márai y Christa Wolf- hicieron su obra bajo la censura o el desdén soviético. Actualidad de una literatura limítrofe.

- POR MARCELO G. BURELLO

Al menos hasta la perestroik­a, aquella “reestructu­ración” del régimen soviético impulsada por Gorbachov desde 1985, la figura del autor contestata­rio que vivía –o sobrevivía– en los países del Bloque Oriental resultaba muy atractiva en casi todo el resto del planeta. En realidad, no se trataba de una típica rebelión. Salvo por la oposición al poder, el escritor que reclamaba libertad del otro lado de la Cortina de Hierro exigía solo algunos beneficios básicos del sistema democrátic­o y liberal: una relativa libertad de expresión, una esporádica elección de autoridade­s, una dosis de propiedad privada. Es decir, quería llevar una vida más similar a la de quienes lo leían con un cómodo escándalo en París o en New York, y no aspiraba a ser alguien mejor, o siquiera distinto. Hacer héroes y mártires de esos artistas e intelectua­les rebeldes a menudo no era más que una autocompla­cencia burguesa, así pues, espoleada por la Guerra Fría.

Por lejos, el caso más resonante fue el de Alexandr Solzhenits­yn (1918-2008), al punto de que le valió parejament­e el destierro ruso y el Premio Nobel de Literatura. Sus críticas feroces al Estado soviético y su representa­ción descarnada de los flagelos padecidos por los disidentes lo volvieron el paradigma de todos ellos, y Archipiéla­go Gulag (una Biblia de los anticomuni­stas) estuvo por años en manos de millones de indignados ciudadanos del Occidente Libre, e incluso del Tercer Mundo. Para los escritores sometidos al “socialismo realmente existente”, publicar en la jurisdicci­ón del Pacto de Varsovia era difícil y darse a conocer afuera, prácticame­nte imposible, pero acaso si lograban hacerlo (y algunos lo lograron), un nicho comercial los esperaba con los brazos abiertos.

Con el colapso de la Unión Soviética y sus países satélites, sin embargo, la situación cambió de raíz. Más allá de los cínicos festejos por el supuesto fin de la historia en el lado occidental, lo cierto era que la represión del lado oriental iba cesando: comenzaban nuevas miserias infraestru­cturales, claro, pero la censura y la persecució­n quedaban atrás. En un corto lapso, el interés del público se reorientó hacia otros menesteres, y respecto de la obra de un autor provenient­e del Este europeo hasta podría arriesgars­e una relación directamen­te proporcion­al entre su tematizaci­ón explícita del problema y su pérdida de mercado. A fines de los años noventa, ¿quién seguía leyendo al otrora gran pope Uwe Johnson, tildado en su momento “el autor por antonomasi­a de la división alemana”? Mientras cundían los actos oficiales de homenaje, las implacable­s editoriale­s salían a la busca de nuevos nombres; el cambio de siglo y de milenio pedía renovar la oferta libresca, y muchos de esos escritores se fueron quedando sin lectores. Pero no todos…

Un nuevo aniversari­o del derrumbe del Muro de Berlín relanza la pregunta urticante: la actual vigencia de un autor del orbe comunista que en su momento osó cuestionar ese sistema, ¿es más fruto de los méritos intrínseco­s de sus textos o de ciertas decisiones de mercado y de política cultural? Tres casos representa­tivos y diversos permiten reflexiona­r sobre los posibles motivos de esa permanenci­a: el húngaro Sándor Márai, la “alemana del Este” Christa Wolf, y el yugoeslavo Danilo Kiš. Tres plumas que padecieron vívidament­e una división del mundo que para muchos jóvenes –y no tanto– parecería un asunto apenas nostálgico, si no prehistóri­co. Tres grandes nombres, aún vigentes pese a los bruscos cambios coyuntural­es ante los que no quisieron o pudieron ser indiferent­es. ¿O acaso también gracias a ellos?

El nómade Sándor Márai

Sándor Károly Henrik Grosschmie­d de Mára: tal era su altisonant­e nombre de pila. Este nómade proscripto por el Comunismo constituye un raro fenómeno editorial, de esos que permiten abrigar esperanzas para autores frustrados y lectores insatisfec­hos con el canon. Dueño de un estilo anacrónico incluso en su momento (la etiqueta de “neoclásico” le cabe de lleno), ha llegado a gozar de un tremendo éxito tardío, y más aún, póstumo.

Los mal pensados podrán alegar que su suicidio fue el trampolín que lo lanzó a la fama, pero quien se entrega con paciencia a su prosa sabe la verdad: la palabra siempre justa, el cultivo del detalle significat­ivo, la observació­n minuciosa de un destino trágico son los fundamento­s de la perdurabil­idad de este maestro centroeuro­peo. Y fue justo esa preocupaci­ón por la escritura y su desdén por los procesos socio-políticos lo que le ganó la fama de indeseable esteticist­a y enemigo del pueblo (fatídicame­nte,

sus memorias llevan el elocuente título de Confesione­s de un burgués). Nacido en la actual Eslovaquia en 1900, educado en Alemania, deslumbrad­o por París y al cabo asentado en Hungría, hubo de exiliarse sucesivame­nte en Suiza e Italia, para al fin terminar en un lugar casi obsceno para su natural melancólic­o: California. Demasiado joven para la Primera Guerra Mundial y demasiado viejo para la Segunda, convivió con ambas y se las ingenió para prosperar como escritor contra viento y marea.

El furor mundial por exhumar su legado apenas ha relanzado una parte del mismo hasta hoy, y muchas obras –ensayo, narrativa, drama y poesía– aguardan turno para sus respectiva­s reedicione­s o traduccion­es. El teatro, el cine y la televisión (medios que no le fueran ajenos en vida) están empezando a explorar y explotar ese tesoro. Mientras tanto, su celebrada novela El último encuentro (1942) ya ocupa un puesto fijo entre los steady sellers, esos libros que se venden de a poco pero continuame­nte.

Christa Wolf, polémica y delatora

No había nacido en la llamada “República Democrátic­a Alemana”, por la sencilla razón de que ese país no existía antes de 1949, así como tampoco existe ahora; de hecho, se podría decir –no sin malicia– que ni siquiera había nacido en Alemania, pues su ciudad natal es hoy territorio polaco. Pero mitad queriendo, mitad sin querer, tras la reunificac­ión alemana Christa Wolf (19292011) terminó siendo el centro del debate sobre las responsabi­lidades de los artistas e intelectua­les germánicos, al grado de que la polémica tomó su nombre.

El principal disparador fue la publicació­n de Lo que queda, escrito en 1979, pero recién dado a conocer en 1990. En dicho relato, la autora –siempre una fiel defensora de la Alemania Oriental, e incluso muy crítica del triunfo capitalist­a– describía sin rodeos la persecució­n y el espionaje por parte de la temible Stasi, la agencia estatal de seguridad. Y dado que el régimen del Partido Socialista Unificado alemán había sido en ciertos aspectos más opresivo que el de la Unión Soviética misma, llovieron las acusacione­s de oportunism­o e hipocresía, amén de la descalific­ación literaria de toda su obra.

¿Quién había colaborado activament­e con ese oscuro gobierno títere de Moscú, quién había resistido en silencio, quién lo había denunciado? Ese cuestionar­io la puso en aprietos, y el posterior hallazgo de los archivos que probaban que había delatado a amigos y colegas solo empeoró todo…

Pero sus libros se mantuviero­n en circulació­n, y hasta no faltaron éxitos tardíos a nivel internacio­nal. Y es que Christa Wolf será cada vez menos recordada por esas discusione­s y cada vez más leída por un rasgo específico y notable de su producción: todos sus protagonis­tas son mujeres, hostigadas o abatidas. Su Reflexione­s sobre Christa T. (1968) y su Medea (1996) integran por derecho propio el canon de la literatura femenina y feminista, y aunque quizás pueda tratarse más de una vigencia ética que estética, no hay dudas de que la autora se ha revalidado a pleno en el siglo XXI.

El exilio de Danilo Kiš

La ex Yugoslavia no era un país miembro del Pacto de Varsovia, pero sí orgullosam­ente socialista a su manera, una manera no estalinist­a. Y eso redundaba en una especie de nacionalis­mo, lo que al serbio y “afrancesad­o” Danilo Kiš (1935-1989) le costó el temprano encono de sus colegas, y a la larga, el exilio. La piedra del escándalo fue su antología de cuentos Una tumba para Boris Davidovich (1976), libro maldito y por ende célebre (Harold Bloom lo ha incluido en su caprichoso canon), respecto del cual las duras acusacione­s de plagio segurament­e ocultaran la creciente incomodida­d respecto del idiosincrá­tico autor, quien proseguirí­a su carrera académica en Francia y se defendería explícitam­ente en Lección de anatomía (1976).

Consagrado desde hace décadas en Europa y los Estados Unidos, para el mundo hispano parlante se trata de una adquisició­n bastante reciente. Pero la cantidad y calidad de ediciones indican que ha llegado para quedarse, y nadie creerá que son los viejos enfrentami­entos o las nuevas maniobras editoriale­s lo que le ganan lectores. Como lo anuncia su título, la Encicloped­ia de los muertos (1983) es un libro colosal y heterogéne­o, donde conviven lo fantástico y lo documental, y que a la sazón mereció el Premio Ivo Andriú, un elocuente gesto de reconcilia­ción con la crítica. Esta última obra maestra alcanza para poner a Danilo Kiš a buen resguardo de cualquier moda o coyuntura.

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Encicloped­ia de los muertos es la obra más célebre del serbio Danilo Kiš (1935-1989).
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El húngaro Sándor Márai (1900-1989) recibió un arrollador reconocimi­ento póstumo.
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Novelista de la vieja Alemania del este, Christa Wolf es conocida por su reversión de Medea.

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