Revista Ñ

Frutos, odios, princesas y sapos

Prosas breves. Sutil y filosa a la vez, en “Matemática­s íntimas” la canadiense Lori Saint-Martin se adentra en las relaciones personales, sus tensiones y coloratura. Un viaje a la ciencia inexacta y vertiginos­a del deseo.

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Frutos

I.

Mi amante no conoce mi lengua, pero yo conozco la suya. La mía es antigua, ceremonios­a, la lengua suave, triste y amable de la diplomacia y del amor. La lengua de él resuena, golpea, el poder y la ciencia, las tropas en el desierto, el puño cerrado. Su lengua es internacio­nal; la mía, ya no. Yo aprendí; él, no. Necesariam­ente.

Mi amante es profesor, especialis­ta en mi país. Quiere enseñarme de memoria, lección tierna. Yo solo quiero el placer que nos damos, quemadura, fiesta, lujo, un puñado de cerezas perfectas en lo más amargo del invierno.

Presenté una conferenci­a en mi lengua, en su ciudad. Me escuchó sin comprender. Apenas ritmos, una mirada. Cuando uno no entiende nada -dice-, lo que queda es la voz.

Mi amante no conoce mi lengua, pero yo conozco la suya. Trató, por mí -dice-, de aprenderla. Esfuerzo inútil: masacra cada sílaba, incluso las de mi nombre. Ha cambiado mi nombre, lo ha absorbido a su lengua. Me ha absorbido, cambiado.

Por él, estoy dispuesta a cambiar. Me vuelvo fluida, móvil, voz-camaleón. A veces, nos esperan cuartos en su país, en el mío. Cuando me despierto entre sus brazos, en el momento más oscuro de la noche, siempre sé dónde estoy. Sé que palabras pronunciar, en qué lengua de amor y de sueño abrigado.

Odios

III.

Implacable luz de la madrugada, cómo envejeció, se dice ella, el cabello escaso y la silueta panzona, cómo pudo dejarse estar así, mientras que ella ha conservado su línea y el cutis terso, por qué contentars­e con tan poco, se pregunta, mirando con desdén a quien no la mira, maquillada como una puta, incluso de madrugada, se dice él, y ese principio de tonsura que tiene en la parte de arriba de la cabeza y yo, que todavía podría con todas las coqueta, el diario en la mesa, dos tazas de café y las manos de ambos, con las mismas manchas, bajo la luz implacable.

Princesas y sapos

II.

De cuando yo era príncipe, retengo sobre todo la angustia. Yo tenía que ser el primero en todo: el mejor jinete del reino, el mejor cazador. Tenía que dominar a lo halcones y la cortesía, decir “Qué perezca” y “Gentil dama, soy vuestro esclavo”, con un tono que mostrara igual convencimi­ento. Agazapado detrás de un biombo, el rey, mi padre, no se perdía ni una palabra. Yo nunca estaba a la altura.

Hijo único, temía el veneno, los complots, la gran mirada sombría de mi madre. Hasta las palabras espada, dragón y torneo me aterraban. Cuando finalmente conocí a la hechicera, comprendí aliviado lo que quería de mí. No resistí.

Siempre me gustó el agua. No hay necesidad de nada ni de nadie. Al primer ruido de pasos, me sumerjo. Por suerte para mí, las princesas le temen al barro.

Fotos de París

III.

Tengo diecisiete años y paso por París por primera vez, cambio sin cesar de ciudad para dormir en el tren y economizar una noche de hotel. Y ahí, en la Gare du Nord, siento que se me cae del bolsillo la moneda de diez francos que tenía para gastar durante el resto del día. Rueda, rueda sobre el piso, derecha, la veo brillar y girar, y por más que ruede muy rápido, casi inclinada hasta estar en diagonal, le toma una eternidad desaparece­r entre las manos ágiles de una joven punk que, con su banda, se ríe y estalla de júbilo, con el puño alzado encima de la cabeza. Y hete aquí una foto de mí en la que no figuro: esa chica joven y delgada como yo, pero más apata para sobrevivir, con su ovejero alemán a sus pies, la cabeza dada vuelta, el puño alzado. Y de todas las pérdidas de mi vida, me pregunto si ésa no es la más pesada o, al menos, la más clara: tener el porvenir entre las manos y, al instante siguiente, nada.

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