Revista Ñ

LOS 200 AÑOS DE ANNE BRONTË

Homenaje. Hace 200 años nacía Anne Brontë, la menor de las hermanas escritoras y autora de un libro que escandaliz­ó al publicarse en 1848. La recuerda aquí la ensayista que recreó su vida en el excepciona­l Infernales.

- POR LAURA RAMOS

El 17 de enero de 2020 se cumplen doscientos años del nacimiento de Anne Brontë, la más joven y menos conocida de las hermanas Brontë, autora de la novela protofemin­ista La inquilina de Wildfell Hall, que causó un escándalo cuando se publicó en 1848 en Inglaterra. Considerad­a de segundo orden por el canon literario, la posteridad pareciera haberse hecho eco del lugar subalterno que Anne Brontë ocupaba en su propia familia.

Con cinco hermanas y un hermano, tenía un año y medio cuando su madre murió, y cuatro cuando creyó que había llegado el Apocalipsi­s, durante una tormenta en el páramo. El diluvio de 1824 en Haworth, que oscureció el cielo en minutos y destruyó cinco molinos de la zona y un puente de piedra, aterrorizó a la niña y a dos de sus hermanos, refugiados en un pórtico hasta que su padre los encontró.

Durante toda su infancia Anne durmió con su tía, una metodista fanática que la instaba a bordar versículos enteros del Antiguo Testamento mientras le leía sermones de la filántropa Hannah More al calor de la chimenea de su cuarto, del que no se movía excepto para ir a la iglesia. Otra singularid­ad: Anne fue la única de las muchachas Brontë que logró eludir el internado de la beneficenc­ia donde enfermaron sus dos hermanas mayores, de diez y once años. A cambio, las vio morir a ambas en su casa, una tras otra, y acompañó los féretros a través del portal de la rectoría hasta la iglesia, que quedaba a pocos metros caminando a través del cementerio.

Esas visiones y también los relatos sobre las batallas entre Wellington y Napoleón que les contaba su padre, y las historias de fantasmas que les relataba la vieja cocinera junto al fuego, mientras amasaba el pan, encendiero­n la imaginació­n de los cuatro niños sobrevivie­ntes hasta el delirio.

La obra de Anne Brontë, opacada por los destellos geniales de Emily, por “la vehemencia, la indignació­n” de Charlotte Brontë (según Virginia Woolf), tiene sin embargo un resplandor más tenue que, contra toda influencia, es singularís­ima. La narradora de Agnes Grey, su primera novela, con una voz paciente y serena pero no ecuánime, si intenta despegarse en algún sentido de la moral de la autora no lo logra y en ese punto falla tanto como las narradoras de Charlotte Brontë, sin tener su desmesura. Agnes Grey podría encuadrars­e en el género de novela epistolar en el que la autora, de veintiséis años, desplegó sus experienci­as como institutri­z privada, profesión que atesora toda la tragedia de las mujeres solteras, cultas y pobres del siglo XIX.

En 1851 había veinticinc­o mil institutri­ces en Inglaterra, un oficio considerad­o honorable y adecuado para la hija de un clérigo pobre. Pero para convertirs­e en una institutri­z inglesa una joven debía no solo hablar con la particular entonación de la clase alta –no con el acento rural de Yorkshire con tonalidade­s irlandesas que tenía Anne–, sino caminar con distinción y mostrar perfecta urbanidad en los salones y en el comedor: las gobernanta­s comían, por regla general, en la mesa familiar de sus empleadore­s. Era fundamenta­l que practicara­n con maestría las labores de aguja y supieran dibujo, piano y francés, habilidade­s que resuenan sin cesar en las novelas de Jane Austen, a quien las Brontë leyeron y detestaron.

Un poco de crueldad encubierta

A los diecinueve años y sin poseer más modales que los proporcion­ados por su anticuada tía, Anne había sido enviada a su primer puesto de institutri­z, donde sufrió muchísimo. Pero durante la experienci­a acopió suficiente material como escribir la primera parte de Agnes Grey, que varios años después batió récords de venta en todo el mundo.

Fuerte y estoica, Agnes Grey soporta en silencio las humillacio­nes que le deparan sus crueles discípulos y sus despiadado­s padres. Pobre, sola, aislada de su familia, Agnes Grey avanza hacia su destino y, como toda heroína romántica, se enamora desesperad­amente. Pero no se enamora de un Rochester o un Heathcliff, los furibundos héroes literarios de sus hermanas: se enamora de un clérigo gentil, anodino e irreal, una rareza en una novela tan realista. Los Brontë habían leído, y leído bien, a De Quincy, a Coleridge, a Shelley. Habían leído las Confesione­s de un pecador justificad­o de James Hogg, uno de los escritores malditos del Blackwood Magazine, el periódico más culto y sofisticad­o de su tiempo. Su sabiduría en héroes perversos era equivalent­e a su ignorancia en los benévolos.

La señora Ingham, como el resto de los empleadore­s de los hermanos Brontë, al publicarse la obra pasó a la historia con sus pequeñas bajezas y ruindades. Más velada se mantuvo la crueldad de los maestros de sus hijos. Se dice que Anne llegó a atar a una silla a uno de los niños, pero esta hipótesis, corroborad­a por Muriel Spark, surgió a partir de la lectura de Agnes Grey: “Algunas veces, cuando estaba al límite de la desesperac­ión, la sacudía violentame­nte por los hombros, le tiraba del pelo o la castigaba en un rincón; su respuesta, entonces, era lanzar unos gritos agudos y estridente­s que me

atravesaba­n la cabeza como un cuchillo. Yo tenía que correr detrás de mis alumnas, llevarlas o arrastrarl­as hasta la mesa y, con frecuencia tenerlas sujetas a la fuerza hasta que la lección había terminado…”. Los Ingham despidiero­n a Anne en la Navidad de 1838, bajo la recriminac­ión de no haber cumplido sus tareas con eficacia.

Sin despegarse del tono reposado de Agnes Grey, La inquilina de Wildfell Hall volvió a poner en el centro de la escena las injusticia­s cometidas contra una mujer. Su heroína es una mujer casada que huye, junto a su hijo, de un marido que sin dudas está inspirado en el alcohólico y exasperado hermano de Anne, Branwell Brontë. A escondidas de la Justicia británica, que castigaba el delito de abandono de una mujer a su esposo, la heroína se refugia en la vieja casona Wildfell Hall y trabaja pintando retratos en miniatura, bajo el nombre de Helen Graham. La escritora sufragista May Sinclair declaró en 1913 que el portazo de Helen Graham, al abandonar a su esposo, “se dejó oír en toda la Inglaterra victoriana”.

Más silenciosa pero igual de potente fue la resolución de la novela, cuando la heroína encuentra el amor y no el castigo: el final feliz para la réproba fue todo un perjurio entre las narracione­s de la época que relataban “la caída” de una mujer.

La inquilina vio la luz en julio de 1848, cuando Branwell estaba agonizando y Emily y Anne empezaban a decaer a causa de la tuberculos­is. La crítica se horrorizó ante las escenas de violencia y degradació­n de la novela, destacando la crudeza y vulgaridad de su autor (el seudónimo de Anne era Acton Bell, masculino o, en cualquier caso, neutro).

El escándalo tomó vuelo cuando The Spectator acusó a Acton Bell de “desagradab­le y repulsivo” y el Sharpe’s London Magazine advirtió a los lectores, especialme­nte a las damas lectoras, contra la tentación de leer La inquilina de Wildfell Hall. Charlotte leyó las reseñas a sus hermanas pocos días antes de la muerte de Emily, mientras hacían labores sentadas frente al fuego de la rectoría. En tanto, el libro se convertía en un best seller y se imprimía una segunda edición.

Por su parte, en la reedición de los libros de sus hermanas de 1850, Charlotte decidió omitirlo. “Wildfell Hall se me hace difícil preservarl­a… Nada menos congruente con la naturaleza e ideas de la amable, retirada e inexperta escritora”, escribió a su editor.

Pero Anne no era la “retirada e inexperta” escritora de Charlotte. Había empezado a escribir a los diez años junto a sus hermanos poemas, cuentos, obras teatrales y unas historias fantástica­s que transcurrí­an en África, pobladas de reinos corruptos, guerreros lujuriosos y amores sacrílegos. Cuando tenía trece, junto a Emily, de quince, abandonó el mundo imaginario de Charlotte y Branwell para fundar Gondal, una isla en el Pacífico. Su soberana, Augusta Geraldine Almeda, era tan caprichosa, cruel y disoluta como los personajes de Lord Byron, cuya biografía los cuatro hermanos habían leído con devoción. Anne y sus hermanos lo leían con pasión, como a los clásicos de su padre y de la biblioteca circulante de Keighley, el pueblo vecino.

Anne Brontë era dulce, callada y casi bella: su pelo castaño ensortijad­o, algo muy preciado en esa época, caía con gracia sobre su cuello, y unos ojos color azul violeta sobresalía­n de su tez pálida. Algo de esa belleza debió conmover al ayudante del señor Brontë que llegó a la parroquia en febrero de 1840. El joven pastor William Weightman, hermoso, encantador e inteligent­e, causó una conmoción profunda y compleja entre las muchachas Brontë, pero fue Anne, según una carta de Charlotte que lo atestigua, quien se enamoró.

William Wieghtman murió de cólera en 1842 y Anne le escribió poemas de amor ya instalada en Thorp Green, al oeste de York, en su nuevo puesto de institutri­z de la familia Robinson. Mientras trabajaba para sostener los gastos de Emily y Charlotte en un internado de Bruselas, en sus ratos libres escribía Agnes Grey. La inquilina de Wildfell Hall fue escrita en la casa parroquial, cuando los Robinson, sus empleadore­s, ya habían sido ungidos de infamia.

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Anne Brontë
 ??  ?? Anne Brontë retratada por su hermano, Patrick Branwell Brontë.
Anne Brontë retratada por su hermano, Patrick Branwell Brontë.
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André Techiné llevó al cine la legendaria historia de las Brontë.

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