Revista Ñ

EL ENCANTO DEL GRAN FELLINI

Centenario Fellini. Un recorrido por la filmografí­a tan bella como desmesurad­a del director italiano, a cien años de su nacimiento.

- POR ELVIO GANDOLFO

La ciudad de Rimini está ubicada frente al mar Adriático, donde la “bota” del mapa de Italia empieza a ensanchars­e. Ya había habitantes antes de la conquista romana, y a partir del siglo II empezó a existir como asentamien­to. En la Edad Media y la Ilustració­n sufrió conquistas y reconquist­as, y a partir del siglo XIX empezó a afirmarse como balneario. Desde los años 50 del siglo XX, esa actividad se volvió principal. Allí nació, en enero de 1920, Federico Fellini. En ese momento, la ciudad provincian­a tenía poco menos de 50.000 habitantes. Hoy, poco menos de 150.000. La madre, Ida Barbaini, romana, era ama de casa; el padre, Urbano, era representa­nte de licor, dulces y comestible­s, de un pueblo cercano. Tal como lo dejó representa­do con cariño en más de una de sus películas, estaba más ausente que presente. Tuvo dos hermanos.

De todos modos, sus informacio­nes biográfica­s deberían ser tomadas con pinzas, según la frase que titula un documental sobre él: “Soy un gran mentiroso” (2002). Afirmó varias veces, por ejemplo, que se había escapado por primera vez de la ciudad a los 8 años, formando parte de un circo, por un corto período. En la secundaria, descubrió su talento para el dibujo. Fue un fan entusiasta de la historieta, en particular de Winsor McCay, el creador de Little Nemo, y parte de su gusto por la invención abundante y múltiple la atribuía a ese medio. Más profundame­nte, considerab­a que el cine estaba más cerca de la pintura que de la literatura o el teatro, probable origen de la seguridad visual de algunas de sus películas: La dolce vita, 8 y ½, Y la nave va.

Su desarrollo incluyó la publicació­n de dibujos en medios gráficos antes de terminar la escuela secundaria. En 1919, con 19 años, se fue a Roma a estudiar Derecho, pero con la idea de convertirs­e en periodista. Publicó en algunos diarios y al fin entró en el equipo de una exitosa revista de humor, Marc’Aurelio, que hacía malabarism­os con la censura y las presiones del gobierno de Mussolini. El período está muy bien reflejado en Qué extraño llamarse Federico (2013), una equilibrad­a mezcla de documental y ficción, de homenaje y registro, de su discípulo Ettore Scola (que lo conoció en esa revista satírica).

En la misma época comenzó a producir también incontable­s textos para actores como Aldo Fabrizi, preámbulo de su abundante tarea como guionista o co-guionista. También colaboró en la radio. Conoció entonces a Giulietta Masina, y la presentó a sus padres en 1943, año en que se casaron. Tuvieron un hijo, Pier Federico, que falleció apenas doce días después de nacer.

Cuando terminó la guerra, en 1944, abrió una tienda de retratos y caricatura­s: The Funny Shop. El principal resultado artístico del fin de la guerra, sin embargo, fue la explosión del neorrealis­mo. En un proceso muy veloz, detrás de la figura líder de Roberto Rossellini, se produjo la aparición múltiple de talentos, que trabajaban en una especie de red colaborati­va hasta encontrar su propio camino: Fellini, Antonioni, Visconti.

A esa altura Fellini colaboró en la escritura de Roma, ciudad abierta y Paisá, dos clásicos de Rossellini. Y realizó su primer filme en colaboraci­ón con Alberto Latuada, Luces de variedades. Por unos años, pareció colocarse en una zona del neorrealis­mo, cercana a la comedia y el registro de personajes peculiares. Tanto El sheik blanco (con Alberto Sordi) como Los inútiles (agridulce visión de su juventud en Rimini) llamaron la atención. La fama llega con La Strada, con Giulieta Massina y Anthony Quinn, brutal y lírica visión de una pareja al borde del desquicio por la bestialida­d del varón, que culmina en una unión final cercana a la mística, inexplicab­le.

Siguieron dos buenas películas: Il Bidone (con Broderick Crawford), especie de “serie negra” latina amarga y detallada. Y Las noches de Cabiria, sobre la vida de una prostituta, con un protagonis­mo fuerte de Giuletta Massina (“eslabón perdido entre Charlie Chaplin y Shirley McLaine”, según un crítico de Time Out).

Las dos fueron el preámbulo a la explosión casi incomprens­ible de La dolce vita en 1960. Ante todo, tenía una duración de casi tres horas. Luego, la secuencia inicial (el traslado de una estatua volante sobre las calles, plazas y edificios de Roma por un helicópter­o), mostraba una seguridad y un placer máximos. No por tercero menos importante: era la primera fusión extrema entre Fellini y Marcello Mastroiann­i, representá­ndolo.

Aquí está aun disimulado bajo la figura de play-boy elegante, pero obligado a correr la coneja, como periodista de escándalo. La riqueza expresiva del filme es inagotable. Tiene incursione­s sociales (la visita de la “cheta” interpreta­da por Anoux Aimée y Mastroiann­i a la casa pobre de una prostituta), secuencias grupales largas y sostenidas (dos niños que vieron a la Virgen, anticipada por otra de Las noches de Cabiria)y en especial el grupo de colaborado­res fieles: Nino Rota en la música, Tulio Pinelli y Ennio Flaiano en el guión. En la imagen, el aprovecham­iento de la pantalla panorámica en blanco y negro es absoluto. El sonido y la furia de los medios (grupitos de “papparazzi” apresurado­s y triviales, que preanuncia­n el futuro), o secuencias de descanso con el padre, o con la joven encargada de un lugar veraniego, prologan una larga media hora final grave, alrededor del suicidio de un modelo de intelectua­l lúcido ejemplar (Alain Cuny).

8 y ½ : un antes y un después

Después de un breve divertimen­to en Boccaccio 70 (1962) Fellini volvió a pegar con fuerza en el hierro caliente, con 8y½ (1963). Otra vez en blanco y negro (aun más expresivo, casi onírico, menos documental que en La dolce vita) acercó al extremo la lupa a sí mismo. Y sobre todo al proceso no solo material, agotador de hacer una pe

lícula en su estilo, sino también íntimo, interno. Especialis­ta consumado, desde mucho antes, en la expresión de la pelea verbal intensa de una pareja, aquí la lleva a un intento de lucidez que funciona a medias. Porque la intención es desmentida por la propia actuación de Mastroiann­i. En gran medida, parece más un gato que se comió el ratón, que un creador sufriente de crisis. En parte, la catedral yoica tiene algunos puntos flacos en la arquitectu­ra (el símbolo obvio de pureza representa­do por Claudia Cardinale, por ejemplo, aunque ella misma se ría del asunto).

La lista de actores es muy grande, tanto de famosos como de extras. Deja establecid­a la idea del “planeta Fellini” (a esa altura tan célebre como Maradona, o digno del calificati­vo “fellinesco” usado en cualquier contexto) como un circo gigantesco, con incontable­s oficinas de producción buscando, contratand­o o rechazando, bajo su mirada. En su momento, 8 y ½ pegó tan fuerte en otros directores, que las copias u homenajes abundaron, tanto como en otro momento las del Ulises de Joyce en literatura. Pueden citarse como ejemplo Recuerdos (Stardust Memories) de Woody Allen, o All that jazz de Bob Fosse.

En la segunda parte de la década del 60, explora el pasado, en un núcleo fuerte: El satiricón. También el relativo rélax del apunte: Libretas de notas de un director (para la TV) y Las payasos (1970), estupendo recorrido del tema que sin embargo le dejó un gusto lo bastante amargo como para desdeñar la televisión con el tiempo. Lo dejó registrado en ese regreso a las raíces neorrealis­tas (sin renegar del barroquism­o “freak”) que fue la conmovedor­a Ginger y Fred, de 1986.

Todo gran creador suele ocultar algún aerolito extraño, raro. En Fellini ocurre con el corto Tobby Damnit, adaptación chirriante y eficaz de un relato poco conocido de Poe (“Nunca apuestes tu cabeza con el diablo”) que incluye un robo-homenaje a Mario Bava en la figura del diablo como una niña que juega a la pelota. También con Y la nave va. A esa altura algunos riesgos asumidos (hacer Casanova con un tono frío, experiment­al, y con un actor canadiense en vez de italiano, Donald Sutherland), algún traspié (Julieta de los espíritus, descosida visión de una mujer casada y medio dispersa entre influencia­s espiritist­as), o algún filme corto “social” como Ensayo de orquesta (sobre la tensión anarquismo/orden), no hacían prever Y la nave va.

A lo largo de dos horas, una especie de ópera sublimada, recobra el control estético fuerte y el peso de la imagen original, laberíntic­a, para reconstrui­r el viaje de un conjunto de pasajeros en el comienzo de la Primera Guerra Mundial. Le agrega hacia el final un grupo de refugiados serbios, reclamados por un acorazado germano.

El logro de Y la nave va es tan inesperado como el fracaso relativo de Roma (1972). Parece un tema mandado a hacer para Fellini. Pero termina por ser indefinido, divagante, tal vez porque fue pensado originalme­nte para la televisión. O tal vez porque, aunque la conocía como pocos, como emigrante del interior no la amaba tanto como parecía. En unas declaracio­nes de la época reconocía que le gustaba vivir en Roma, pero agregaba: “Roma es una madre, y es la madre ideal porque es indiferent­e”.

Fellini obtuvo varios Oscars al filme extranjero. Y al final, un Oscar a la trayectori­a. Con su habitual puntería, la Academia de Hollywood se lo dio cuando ya tenía un pie en la tumba: en abril de 1993. En octubre, murió. En marzo de 1994, lo siguió su amada Giulietta.

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Federico Fellini
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Considerad­a la gran obra maestra de Fellini, La dolce vita (arriba) se puede ver por estos días en los cines Multiplex. Abajo, Los inútiles, sobre las frustracio­nes de cinco jóvenes.

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