Avasallar al otro en sus reliquias
“Descubra dos millones de años de historia y cultura de la humanidad”, anuncia el Bristish Museum en su web. El Louvre subraya sus “imperdibles”: el Escriba egipcio, la Victoria de Samotracia, el Funcionario sumerio, la Venus de Milo, la Gioconda. Entre tanto, el Pergamons Museum de Berlín ofrece “el Altar de Pérgamo, la Puerta de Ishtar y el Camino Procesional de Babilonia”. La antigüedad forma parte de los ¨must¨ del turismo masivo. Pero rara vez, quienes se sorprenden ante estas maravillas -Patrimonio de la Humanidad- se preguntan cómo llegaron hasta allí.
Los procesos coloniales contribuyeron al espolio de los pueblos colonizados: en América desde el siglo XVI y de manera creciente cuando el colonialismo fue acompañando la consolidación del capitalismo industrial a lo largo del siglo XIX. El interés por los estudios históricos y arqueológicos orientó, a la par, las campañas a los sitios del “origen de la civilización”: Egipto, “cercano oriente” (Siria, Líbano, Palestina, Irak), los actuales Irán, Afganistán y algunas zonas de Africa.
Lo que hoy consideramos “patrimonio cultural” ha sufrido a lo largo de los siglos alteraciones que hacen a su historia. Preservar supone, por lo tanto, no solo conservar sino, mejor, encarar la compleja labor de revisar e historizar las formas en que llegan a nuestro presente esos fragmentos de pasados diversos.
El Partenón, por ejemplo, construido para honrar a Atenea en el siglo V a.C., conservó durante siglos –aunque con variaciones– su destino de lugar de culto: de Atenea pasó a Cristo, al destinarse como iglesia, y finalmente devino mezquita. Ya en el siglo XVII, convertido por los turcos en depósito de pólvora y durante las disputas con la República de Venecia, literalmente explotó, y quedó en franco deterioro, lo que habría justificado que se vendieran, a comienzos del siglo XIX, “los mármoles del Partenón” al British Museum.
Casos como éste abren preguntas acerca de dónde, qué y cómo debería preservarse un legado. Sería lógico, quizás, pensar en restituir todas las piezas que alberga el British Museum y reconstruir el Partenón en la Acrópolis. Pero ¿cuál habría que reconstruir? ¿El del siglo V a.C.? El convertido en iglesia bizantina o el transformado en Meztorios quita? Cada una de esas capas hace a la historia del edificio, a la de la Acrópolis, a la de Grecia y a la de las disputas de intereses en el mundo Mediterráneo. Su presencia en el Museo Británico también habla de su historia y de la de las relaciones internacionales. No se trata de dar una respuesta única ahora a este u otros casos, sino de abrir el cuestionamiento: ¿de qué hablamos cuando hablamos de “patrimonio cultural”, qué lo amenaza y qué políticas de conservación deberían privilegiarse?
El problema del desarraigo del patrimonio no es, sin duda, exclusivo de Grecia. Irak registra una historia de saqueos desde el siglo XVIII: una combinación de fiebre arqueológica y mercantilización. Esto explica las piezas en Berlín, el Louvre, el British… Y los espolios continuaron.
Durante la Guerra del Golfo en 1990 fue violado el acervo cultural y se activaron las redes ilegales de venta. La destrucción por guerras es uno de las cuestiones a enfrentar.
El territorio europeo fue también escenario de tragedias patrimoniales. La Segunda Guerra acarreó lo que se definió como una “destrucción masiva del patrimonio cultural”, lo que llevo a elaborar en 1954, en La Haya, un protocolo de alcance mundial (ampliado en 1999), destinado a proteger los bienes culturales, en tiempos de paz y de guerra.
Sin embargo, los monumentales Budas de Afganistán (de 15 siglos de antigüedad) fueron destruidos por los Talibanes en 2001. En tanto, en 2003, Estados Unidos tomó Bagdad, desprotegió las zonas y reper
históricos y favoreció la destrucción y el saqueo. El petróleo, en cambio, fue salvaguardado.
Más allá de las buenas intenciones y los esfuerzos de instituciones transnacionales, la antigua práctica de humillar al enemigo destruyendo su cultura sigue vigente. Se avanza sobre el “otro” cultural, se toman sus bienes como botín de guerra y se busca someter a esos pueblos a una asimilación forzada violando, entre otros, el derecho a la cultura.
Pero las pérdidas patrimoniales no se deben solo a las guerras o al tráfico, aunque siguen siendo una amenaza a pesar de las convenciones internacionales. El desfinanciamiento de las áreas de cultura es otro de los factores que ponen en riesgo el patrimonio. Recordemos entre otros, el incendio en el Museo Nacional de Brasil, o las inundaciones en el Museo Udaondo de Luján. Esos accidentes podrían evitarse o atenuarse con las previsiones sabidas para cada caso, al igual que la “pérdida” de obras o documentos debida a la falta de presupuestos para catalogación o conservación.
La asunción de la cultura como uno de los derechos inalienables de la humanidad, así como el establecimiento de una política cultural como política de estado, son las únicas vías para avanzar sobre la formación de una conciencia cultural crítica: esa que será, además, la que haga de cada ciudadano un agente capaz de gozar y cuidar esos bienes.