Revista Ñ

EL ROBO QUE SE CONVIRTIÓ EN LEYENDA

Las memorias de uno de los ladrones, la reedición de un libro y la película recién estrenada retoman el caso del Banco Río y su impacto en la imaginario colectivo.

- POR OSVALDO AGUIRRE

La crónica policial suele acuñar expresione­s para resaltar sucesos de alto impacto o de caracterís­ticas insólitas. “El robo del siglo” proviene de ese repertorio de frases hechas, pero a partir del 13 de enero de 2006 tiene una referencia específica: alude al asalto de la sucursal del Banco Río en Acassuso, donde un grupo de ladrones se llevó ese día diecinueve millones de dólares y ochenta kilos de joyas, burlando un operativo policial a través de un boquete, un túnel y la red de aliviadore­s pluviales de la zona.

Libros, canciones, infinidad de publicacio­nes en las redes sociales y en la web convirtier­on al episodio en un hito, que ahora se refuerza con la reedición de Sin armas ni ladrones, la investigac­ión que le dedicó Rodolfo Palacios, la publicació­n de El ladrón del siglo, memorias de Luis Mario Vitette, uno de los protagonis­tas, y el flamante estreno de la película dirigida por Ariel Winograd, El robo del siglo.

El asalto al Banco Río fue un suceso extraordin­ario por el perfil atípico de los delincuent­es y la minuciosa planificac­ión del golpe, reconocida incluso por el Tribunal que condenó a cinco de los siete participan­tes. Sin embargo, la repercusió­n no se explica solo por los hechos en sí mismos sino por el contexto en que ocurrieron y el modo en que tocaron cuerdas sensibles de la opinión pública.

La masacre de Ramallo –la toma de rehenes en una sucursal del Banco Nación, en 1999, seguida de una intervenci­ón desastrosa de la policía– y el corralito del gobierno de Fernando De la Rúa que instaló un malhumor social persistent­e hacia los bancos fueron en ese sentido factores de los que la banda se sirvió con plena conciencia para justificar su acción –“el verdadero robo del siglo fue el del corralito”, argumenta uno de sus integrante­s– y llevarla a cabo.

Las muestras de simpatía hacia la banda no solo se fundan en la desconfian­za y el rechazo hacia los bancos que quedaron como resabio de la crisis de 2001. Los ladrones actuaron sin armas ni violencia, por lo que usaron revólveres de juguete y explosivos de utilería. Esa decisión agiganta sus acciones ante el operativo policial y los distingue de la delincuenc­ia común, caracteriz­ada por los desbordes criminales y la arbitraria selección de las víctimas (Guillermo Francella, que encarna a uno de los ladrones en la película que acaba de estrenarse, definió el robo del banco Río como “un delito cargado de picardía argentina”, como si fuera también un episodio folclórico, algo menos lesivo que un delito común).

Este juego limpio contrasta además con el trabajo sucio que desplegó la policía en su investigac­ión (simulacros de fusilamien­to, apremios a testigos, inducción de testimonio­s). Mientras los delincuent­es dedicaron un año al proyecto y a la ejecución del robo, con detalles y precaucion­es que resultaron admirables, la policía bonaerense llegó al colmo de la chapucería cuando su dispositiv­o para resolver las tomas de rehenes quedó en ridículo y, luego, logró la identifica­ción de los delincuent­es no por su competenci­a detectives­ca sino por una delación.

La denominaci­ón “testigo de identidad reservada” –la persona que aporta los datos– evoca aquí un trasfondo de manejos espurios y suena como un eufemismo ante una actitud que para una opinión muy extendida merece el calificati­vo de traición, de “buchoneada”.

Rodolfo Palacios entrevistó a seis de los ladrones, y los siguió a través del tiempo, en la cárcel y en libertad. En su relato no cuenta solo la cercanía que alcanza –excepciona­l, por otra parte– sino su capacidad de escucha y de observació­n, despojado de los prejuicios y las moralinas a que nos acostumbra la crónica policial en sus versiones corrientes.

Uno de sus logros es romper con el estereotip­o sobre los delincuent­es, algo que le llega como demanda de los protagonis­tas. Fernando Araujo, el líder, es un ladrón con estudios universita­rios, lector de filosofía oriental y poesía surrealist­a, capaz de citar a Paul Éluard en medio de una álgida discusión con sus secuaces, a los que reúne en un atelier “de investigac­iones artísticas”. Vitette también hace su reclamo: el ladrón, dice, puede ser culto, sociable, elegante y de buenos modales.

“El hombre del traje gris”, su apodo por la identidad que asumió en el robo, cultiva esa apariencia con histrionis­mo pero también actualiza una añeja tradición del hampa, la del chamuyo, modalidad que consagraro­n figuras como Jorge Villarino, llamado “el rey del boleto” (boleto, del lunfardo: historia falsa), y el Turco Charlatán (Julio Simón Lahis); y el oficio que reivindica con orgullo, el de escruchant­e y descuidist­a, es tan antiguo que lo retrató Fray Mocho a fines del siglo XIX en la revista Caras y Caretas.

El ladrón del siglo presenta las historias que Vitette le cuenta a una amiga, una joven cuadripléj­ica a la que visita y atiende. El chamuyo como forma narrativa. Su historia criminal comienza en Uruguay en 1973, cuando lo llevan preso por insultar al presidente de facto Juan María Bordaberry. El incidente prefigura las apelacione­s de Vitette al sentido común de la antipolíti­ca (“se mete con los políticos corruptos, critica a los jueces ineficaces”, dice uno de sus allegados) y su notable capacidad de repentista, mezcla de showman y de fiscal, lo que explica además su popularida­d en Twitter, con más de 19 mil seguidores.

“No hay policías héroes”, dice uno de los asaltantes, y de hecho los que fueron reivindica­dos como tales desde la recuperaci­ón de la democracia resultaron exponentes de la mano dura o terminaron asociados a hechos de corrupción.

Pero estos delincuent­es tampoco responden a un modelo ideal. Araujo revela que parte del plan fue agitar “una sensación de clamor popular” contra los bancos; su versión de los ladrones como vengadores, sensibles ante la desigualda­d social y preocupado­s por elegir un objetivo que no perjudicar­a a la gente común, y del robo como un acto de justicia “en barrio de ricachones”, según la nota que dejaron en el banco, es entonces tan engañosa como la toma de rehenes que le presentaro­n a la policía.

Vitette cuenta a su vez la historia de un colega que encontró a un bebé abandonado en la calle y lo llevó a un conventill­o. La criatura creció entre malvivient­es y prostituta­s y llegado a la adultez ese ambiente de marginales lo devolvió al medio no ya como hombre decente sino convertido en empresario. La fábula sugiere que los ladrones también pueden profesar los valores dominantes de la sociedad.

Después del golpe surgieron diferencia­s en la banda. Pese a los supuestos códigos entre delincuent­es, el robo exaspera el individual­ismo y no promueve gestos de solidarida­d fuera del compromiso de no delatarse. Los ladrones del Banco Río saltaron a la celebridad y una vez cumplidas sus condenas muestran su capacidad de consumo, pasean por destinos exóticos y guardan su dinero en Suiza, al estilo de cualquier capitalist­a que fuga divisas y encubre su identidad.

No son Araujo ni Vitette, entonces, quienes representa­n alguna alteridad, sino en todo caso Alberto De la Torre, que llega bajo el signo de la derrota: es el que pasó más tiempo preso, el único que perdió su parte del botín, el que carga con la responsabi­lidad de la única falla en el plan perfecto (la delación fue de su ex mujer), el que “se volvió otro” al encontrars­e con tanto dinero, un instante antes que se le escurriera “como arena entre los dedos”, y regresara a su normalidad.

Erdosain, el personaje de Roberto Arlt citado por Palacios, se pregunta en Los siete locos quiénes harán “la revolución social” entre los estafadore­s, los asesinos y “toda la canalla que sufre abajo sin esperanza alguna”. Las respuestas pueden ser variables; segurament­e los ladrones no estarán en ese lugar.

 ?? SEBASTIÁN PANI ?? Vitette Sellanes todavía preso, en 2012. El exconvicto tiene hoy una joyería en Uruguay y casi 20 mil seguidores en Twitter.
SEBASTIÁN PANI Vitette Sellanes todavía preso, en 2012. El exconvicto tiene hoy una joyería en Uruguay y casi 20 mil seguidores en Twitter.

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