Ascenso y caída de la belleza dental
Jane Smiley. En su última novela, un matrimonio de exitosos odontólogos presenta una falsa familia Ingalls moderna.
Aunque Jack London la exaltó en La ley de la vida (uno de sus gloriosos cuentos de esquimales) es infrecuente encontrarse con la cuestión dental en el contexto de un drama. Pero sabemos que una buena dentadura, además de proyectar belleza y juventud, expresa vigor, respeto social, prosperidad, tanto como su deterioro es preámbulo de deterioro, abandono y decadencia. En un registro muy distinto al de London, La edad del desconsuelo evoca el asunto y, a su vez, se vale de un profuso caudal metafórico-odontológico en los distintos niveles de esta historia.
Jane Smiley pone en escena a un matrimonio de dentistas exitosos, afincado en un barrio próspero, con sus hijitas de siete, cinco y tres años de edad: una suerte de moderna y amorosa familia Ingalls que, sin embargo, no lo es tanto. Aunque parece haber alcanzado el mismo cenit burde gués de la clase media estadounidense, al clan le llegan días oscuros cuando comienza a asomar el desmoronamiento: el deterioro de la pareja gastada, el sexo insípido y lejano, la infidelidad, la somatización de los problemas.
El derrumbe subrepticio y la lenta extinción de todo lo construido, avanza narrado por Dave Hurst, marido de Dana. Ellos, que creían haber formado un hogar perfecto, sienten esa infección penetrando el esmalte de sus voluntades, tocando las raíces, expandiéndose por la casa, reverberando sintomáticamente en sus hijas; llegando hasta el hueso. A su vez, mientras que las alegorías apelan a la más pura y dura materialidad, La edad del desconsuelo confirma que casi todo lo doloroso se constituye espectralmente, y así se articula en sus páginas, donde los mayores monstruos son fantasmas; imprecisiones, especulaciones, zonas grises.
A través del prisma de los detalles, Dave observa y recuerda, contrasta su presente hostil con los días universitarios, los años luminosos en que conoció a su esposa y eran puro futuro. Esa juventud perdida es parte sustancial de su soliloquio –casi un epitafio de la relación conyugal– y su mirada melancólica crece por oposición frente a la artificialidad exterior de la familia modelo que ha formado, forzada hasta la maníaca perfección de un aviso publicitario. La casa enorme y primorosa, merced a la alta hipoteca adquirida para cumplir con las exigencias de su clase, se integra también a la debacle, acusando recibo en los golpes de ausencia, en camas vacías, en enfermedades.
“Para un dentista, la naturaleza social de su oficio es la parte más dura” dice Dave por allí, con el humor sombrío que reaparecerá, incluyendo ironías en la cuestión de género al recordar épocas de estudiante: “El profesor Perl, que impartía Bioquímica I, abandonó la costumbre de preguntarle a la única chica de la clase ‘Señorita Magnus ¿lo ha comprendido?’ asumiendo que si Dana era capaz de entenderlo, todos los demás (hombres), también”.
Jane Smiley logra, además de una típica voz masculina de su tiempo (es decir, de un varón “no deconstruido” nacido en la década del 40, como ella) el despliegue de todo un abanico metafórico que abreva en el universo dental. Desde allí acierta, también, en la fatalidad: “Los dientes sobreviven a todo. La muerte no es nada para un diente. Cientos de años bajo suelo ácido sólo sirven para mantener el diente limpio. Un fuego que consume el pelo, la carne, e incluso el hueso, deja los dientes intactos, brillando como margaritas entre cenizas. Es la vida lo que acaba con los dientes”.