Comedia light para disfrutar sin culpa
Mi nombre es Dolemite. Eddie Murphy vuelve a la pantalla, ahora a través de Netlfix, para recuperar la memoria de un antihéroe adorable.
En más de un sentido, Mi nombre es Dolemite significa una noble reivindicación para sus hacedores, el actor Eddie Murphy y el director Craig Brewer. A Murphy, el siglo XXI lo encontró muy lejos del éxito, sumido, más bien, en fracasos de taquilla estrepitosos que casi sepultaron su bien ganado prestigio en los años 80, cuando protagonizó clásicos inoxidables como De mendigo a millonario (1983) y Un detective suelto en Hollywood (1984). Brewer es casi un ignoto para el público argentino, que no pudo ver Hustle & Flow (2005), se perdió su serie de culto Empire y casi padeció su espantosa remake de uno de los grandes placeres culpables de todos los tiempos, Footlose, en 2011. El rescate de Murphy y Brewer tiene como coartada la recuperación de la mítica figura de Rudy Ray Moore, precursor de la comedia stand-up afroamericana y cineasta de culto en la línea de John Waters, a quien Scott Alexander y Larry Karazewski (guionistas del Ed Wood de Tim Burton) elevan a la categoría de figura pop y emblema racial/generacional, a tono con esos salvatajes que la cultura norteamericana de masas se permite de vez en cuando.
No es que Moore estuviera completamente olvidado, pero lo cierto es que convenía sacudirle cierta capa de polvo. Empleado de una disquería, presentador en clubes de comedia del circuito under en los primeros años 70, desarrolló su propia rutina humorística a través de la recuperación de una forma de vaudeville basada en rimas de doble sentido, que Moore rastreó en las leyendas urbanas tejidas alrededor de Dolemite, mítico proxeneta y outsider cuyas “hazañas” vivían en el imaginario popular pura y exclusivamente a través de la tradición oral.
Moore lo tomó como su alterego, adoptó el vestuario chillón y estridente del estilo pimp y alcanzó la fama mediante la grabación de actos de comedia. Cuando las compañías discográficas rechazaron el material por considerarlo obsceno, él comenzó a editarlo y distribuirlo por sus propios medios. Esto lo convierte en uno de los primeros artistas verdaderamente independientes de todos los tiempos.
Pero había más. En 1975, inspirado por la moda “blaxploitation” (ese subgénero de películas de acción, terror y comedia, producido para el consumo casi exclusivo del público afroamericano) que había alcanzado cierto éxito de taquilla gracias a productos como Shaft (1971) y Superfly (1972), y decepcionado, a la vez, por lo melifluo y acomodaticio –según la particular concepción de Moore, claro- de propuestas como la remake de The Front Page de Billy Wilder, Dolemite decide filmar una película, protagonizada por él mismo y producida gracias al ensamble de uno de los equipos de filmación más precarios e improvisados de la historia del cine.
La filmación de aquella Dolemite (1975) concentra lo mejor de la película de Murphy y Brewer. Si Jackie Brown (1997) de Quentin Tarantino había arrojado sobre el blaxploitation una mirada entre melancólica y reflexiva, Mi nombre es Dolemite comparte esa inclinación sentimental, pero desde un registro bien diferente. Ni Murphy ni Brewer pretenden descongestionar un género que fue muy criticado por la visión que ofrecía de la comunidad afroamericana, y según la cual los hombres eran todos proxenetas y las mujeres, todas prostitutas. Orgullosa de ser pura superficie –pero sin por ello ocultar algunas capas de inteligente reflexión estética e histórica– y sanamente libre como para no borrar o “modificar” con culpa el contexto que le dio sentido a la época que retrata, Mi nombre es Dolemite es cine adaptado a la dimensión emocional de espectadores específicos que no juzgan moralmente a los personajes y prefieren acompañarlos hasta el final, para ver qué les pasa. La recompensa vale la pena: el viaje en limusina de Moore y su troupe hacia el estreno de Dolemite, la película, es uno de esos momentos de pura alegría cinematográfica que, paradójicamente, el cine se permite cada vez menos.