LAS RUINAS DE UNA HISTORIA SIN PALABRAS
Dispersas en el piso de la galería durante los pocos días en que estuvo abierta, las pinturas sobre adoquín de Max Gómez Canle parecían fragmentos de un mural antiguo cuyo tema principal se perdió.
Justo en el inicio de temporada 2020, el corte radical que impuso la cuarentena obligó a las galerías y espacios de arte a generar alternativas con las estrategias que tuvieron más a mano. Así proliferaron las visitas virtuales a espacios de arte en general. Pero como es sabido, esto –que es lo mejor que puede ofrecerse en los tiempos que corren– implica un cambio radical en la percepción de las obras con relación al ámbito que las contiene. Y muy especialmente, en aquellas que han sido concebidas en función de la participación física del espectador. Pongamos por caso la obra de Max Gómez Canle que pudo visitarse por apenas unos días antes del cierre de la galería Ruth Benzacar y ahora solo puede verse por Internet.
El impacto de la blanca sala de la galería, prácticamente vacía con una serie de piedras dispersas por el piso como si hubiera caído allí una lluvia de meteoritos, claramente no es el mismo en la visita virtual. Tampoco es el mismo recorrido de avances y retrocesos propuestos al espectador que puede detenerse en detalles como la pequeña montaña de adoquines que lo interpela con una leyenda inscripta en la piedra más elevada de una dudosa materialidad: VIVIR ASÍ SIN PALABRAS. ¿Reflexión del artista?, ¿consecuencia de momentos de meditación, o solo una sugerencia para que cada quien organice su propio derrotero de sentido sin mayores indicaciones? Todo esto se ve modificado en la visita virtual a la que hoy podemos tener acceso.
Las piedras dispersas en el fondo, pintadas con la sutileza de los motivos a los que nos tiene acostumbrados Gómez Canle, adquieren una rara cualidad de fragmentos murales y nos transportan velozmente a un pasado remoto. Aquí las sucesivas aproximaciones que permite la cámara plantean otra diferencia con el esfuerzo físico que requiere el recorrido real. Un león estirado sobre una roca, otro con la mirada atenta, un lobo despanzurrando un cordero, una vaca silenciosa, el hueco de una roca, el cielo encendido de un atardecer, el mar y a la distancia el horizonte sugerido por unas palmeras o la típica serie de pinos que marcan la profundidad en la distancia. Todas escenas marginales de un modelo para armar.
Como si cada pieza fuera parte de una composición mayor, semejante a las que articulaban las grandes narraciones religiosas o políticas del 1300 y el 400. Solo que aquí se ha perdido el tema central.
Tenemos solo los fragmentos secundarios y esa dispersión nos remite entonces a una suerte de arqueología de la pintura. Una arqueología que en el tiempo va más allá de la pintura sobre tela o sobre tabla, tal como la desplegó el artista en la muestra que presentó en el Museo Moderno en 2018. Entonces expuso una larga y compleja indagación del formato cuadro y su relación con el soporte en el vasto territorio histórico de la representación espacial.
Aquí es el soporte piedra lo que entra en escena a través de los adoquines de granito, pintados en una de sus caras, la más pulida por el uso como para recibir las capas de pintura que por siglos nos han permitido sumergirnos en mundos fantásticos. Solo que entre la superficie rústica del soporte de adoquín y la pintura misma asoma una interesante tensión que deriva del encuentro y superposición de temporalidades distintas. Por un lado, un pasado remoto que hace visible el espíritu de transición entre la pintura del 300 al 400 y por otro, irrupción de la urbe moderna con la tipología del pavimento del adoquín.
Esa actitud arqueológica que conocíamos del artista se dirige ahora a las raíces de los modelos pictóricos rescatados de los ciclos murales romanos, como los que salieron a la luz tras las excavaciones de Pompeya en el siglo XVIII. De hecho, el artista reconoce que este cambio radical en su producción de algún modo tiene que ver con el impacto que ejerció en él la pintura de Pompeya, donde estuvo el año pasado. Justo en un momento en que sus reflexiones sobre las cuestiones de la pintura y el soporte habían llegado al punto de un giro que sería necesario emprender.
Ese giro aparece en esta muestra a través de varios aspectos: el más notable tiene que ver con el desarrollo de la obra en el espacio. Hasta ahora la mayor parte de la obra de Gómez Canle se presentaba adosada a la pared y, de algún modo, muchos de sus planteos tenían que ver con esa posición que tiene una historia y hasta el momento el artista había juzgado conveniente no alterar o hacerlo en escasas oportunidades.
Si para definir lo que ahora presenta acudiéramos al listado de formatos del arte contemporáneo, seguramente la respuesta sería que se trata de una instalación. Se la puede recorrer, atravesar de lado a lado y lo más importante es que la obra involucra al cuerpo del espectador de un modo como no lo había hecho antes. Es preciso agacharse para apreciar los sutiles detalles de las imágenes dispersas por el suelo. Los animales, la piedra, los cielos y la roca real o representada invitan a recrear nuevos órdenes a partir del desorden de las imágenes pintadas en los adoquines. Cada una puede disparar un relato que invita a recuperar algo de la imaginación lúdica que todos hemos tenido al fabular con la forma de los botones, las manchas en la pared o las nubes.
Son relatos marginales, como dice el artista. Pequeños ordenes fantásticos que difieren de los grandes relatos murales que conocemos y sirvieron a los mitos de la religión. ¿Los únicos relatos posibles del mundo de hoy?. ¿Microrrelatos? Solo fragmentos de imágenes pasadas que se apoyan en un soporte relativamente actual, con una historia relativamente próxima que sin embargo contiene una larga memoria material. La memoria del granito y la forma del adoquín con sus irregularidades, y superficies modeladas por el uso. Fragmentos dispersos que imponen cambios de posición física y mental a medida que se va recorriendo la obra y emerge el sentido de la leyenda en el túmulo de la entrada.