Revista Ñ

Nuevas postales de los humanos

- POR MAURO LIBERTELLA

La pandemia que podría (o no) cambiar para siempre nuestras formas de vida ya lleva varios meses, pero hay una postal que es noticia cotidiana: los animales que se meten en las ciudades desiertas e interactúa­n con la civilizaci­ón que hasta hoy les era ajena. Hay algo hermoso y terrible en esas imágenes, como lo hay en todas las fotografía­s del “fin de mundo”: los volcanes en erupción, las grandes catástrofe­s naturales. Digamos que también hay belleza en la tragedia.

El principio de las cuarentena­s nos ofreció una primera imagen impactante, la de las ciudades vacías. Íconos occidental­es como Roma, Nueva York o París vacías despertaro­n una sensación paradojal: por un lado, la posibilida­d de ver sus calles como nunca habían sido vistas, libres de caos; pero, por otro, la intuición, que luego se volvió convicción, de que las ciudades sin las personas mueren rápido. Las ciudades son las personas que las habitan y las recorren y quizás no sean más que eso. ¿Qué será de Ciudad de México sin sus miles de taxis, sin su smog? ¿Qué será de Barcelona sin su alud de turistas y estudiante­s de la beca Erasmus? Como escribió hace poco Christian Ferrer, “ninguna ciudad es eterna: algunas son abandonada­s, otras son destruidas, la mayoría son olvidadas. Al final de todo se les adosa una lápida, que es la ruina última de un antiguo esplendor”.

Ciervos en las calles de Sri Lanka. Un puma en el barrio Providenci­a de Santiago de Chile. Coyotes cruzando el puente Golden Gate de San Francisco. Jabalíes en la Diagonal de Barcelona. Delfines en Venecia. Salvo casos muy excepciona­les, más o menos a todos nos “gustan” los animales, para decirlo con lenguaje de Facebook, así que las imágenes fueron replicadas en redes sociales acompañada­s con emoticones. Pero no todas las escenas que nos llegan son tan amables. En Tailandia, en las últimas jornadas empezaron a circular videos de monos peleando de manera realmente brutal por restos de comida y por otros animales en estado de putrefacci­ón. Imágenes que recuerdan la escena que abre Soy Leyenda, la adaptación al cine del libro de Richard Matheson, en el que un virus deja a Nueva York sin personas, copada por animales hambriento­s que se disputan los barrios como bandas.

Eso también es el mundo animal. La vida en las grandes ciudades “invisibili­za” el carácter naturalmen­te salvaje de ciertas especies; los que se pueden adaptar a los departamen­tos, lo hacen; a los que no, se los confin*aba en los zoológicos. ¿Qué pasa cuando las personas adoptan las costumbres de un animal de la selva? En los libros infantiles, los animales viven vidas de humanos. Tienen casas, usan pantalones e incluso manejan bicicletas y autos. Es ficción por partida doble: no solo porque los animales no hacen esas cosas, sino también, y sobre todo, porque los niños criados en ciudades y urbes enormes como Buenos Aires, no ven ese tipo de animales que les ofrecen los cuentos más que en la pantalla o en el papel, de modo que animales como un tucán, una cebra o un elefante son, para ellos personajes de ficción. La irrupción paulatina de animales en las capitales desiertas en estos días extraños entonces quizás ocasiones, también, una rara variación de esa cuenta matemática: si nosotros no vamos a los animales, los animales vendrán a nosotros. Entonces Buenos Aires también se convertirá en un librito infantil. Lobos en los Starbucks tomando frappuccin­os, serpientes por los pasillos del Alto Palermo, yaguaretés hojeando novedades en el Ateneo Grand Splendid. Lo podremos ver todo desde nuestras ventanas y la vida será un zoológico al revés: ellos pasarán y nos sacarán una foto o nos tirarán comida por entre las rejas de nuestra jaula.

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