Un bestiario propio de cada latitud
Fieras del mito y la literatura. Dos antologías coinciden para reunir a los animales fabulados por grandes autores y por la leyenda de tradición oral.
En el bestiario reunido en su Zoografías, Mariano García observa que los animales “son cada vez más imaginarios para nosotros”, porque están ausentes del contacto cotidiano, y así “su presencia fantasmática se intensifica y requiere de exorcismos culturales, de rituales de redención”. Allí está la colección admirable de José E. Burucúa, en su Historia natural y mítica de los elefantes, para comprobar todo lo que les hacemos hacer en nuestra fantasía.
En el principio, el animal fue presa. William Henry Hudson cuenta, en su Días de ocio en la Patagonia, que tras una larga búsqueda encontró un lechuzón magallánico posado en una rama, a la hora del crepúsculo. Parecido al águila, pero con el aspecto de un monstruo, le provocó una mezcla de fascinación y horror. “La naturaleza reserva muchas sorpresas a los que creen en ella”, escribe el naturalista, pero acto seguido mata al lechuzón de un escopetazo. El sacrificio, alega, tiene su compensación trascendente: “Le di la inmortalidad de que goza ahora, embalsamado en un museo”. Como expone Hudson, el deslumbramiento y el temor, la belleza y lo extraño, están asociados en la percepción humana de las criaturas de la naturaleza y hay una distancia insalvable. Sin embargo, “al siempre enigmático mutismo animal”, dice García en su prólogo, la literatura ha opuesto históricamente “un universo hecho de palabras” para darle voz al misterio animal.
Con traducciones del compilador, Zoografías compendia esa tradición en 122 autores de la literatura universal. Si en las antologías comunes lo primero que salta a la vista es lo que falta, en la de Mariano García lo notable, una y otra vez, es el hallazgo: los registros de Elian J. Finbert sobre insectos melómanos, las observaciones de Rémy de Gourmont sobre la mantis religiosa y la crónica de Gustave Loisel sobre el traslado de una pareja de elefantes de un zoo de Holanda a otro de París, en el siglo XIX, son algunas de las perlas del libro.
La bibliografía tiene una referencia especial en El libro de los seres imaginarios, el volumen que Borges preparó con Margarita Guerrero. No solo por el carácter precursor de la recopilación en castellano sino por sus proposiciones en torno al género anómalo que constituye esta clase de libros: cada nueva edición multiplica sus posibilidades, al infinito; como miscelánea, no requieren una lectura consecutiva sino que más bien deben ser recorridos “como quien juega con las formas cambiantes que revela un calidoscopio”; su poética puede ser la de Claudio Eliano, el autor de Historia de los animales (siglo II), a quien “nada pudieron importarle los géneros que se ramifican en especies, nada la anatomía de los animales o su prolija descripción” sino las historias, los sueños y las digresiones que habilitaba la presencia animal.
Son libros con criterios particulares, que aspiran a una totalidad pero no constituyen enciclopedias. “Un diccionario temático puede darse el lujo del capricho y del antojo; puede cifrar sus propias leyes y establecer patrones y medidas”, dice Salvador Gargiulo en las “claves bibliográficas” que prologan el Diccionario universal de criaturas fantásticas compilado por Luciano Hernández. Con base en una exhaustiva investigación sobre la mitología, el folclore, la literatura y diversas supersticiones, la colección “bien podría oficiar como catálogo de ostentos, una galería de abyecciones zoológicas”.
Borges dijo que la categoría de seres imaginarios justificaría también “la inclusión del príncipe Hamlet, del punto y la línea, la superficie y el hipercubo, de todas las palabras genéricas y, tal vez, de cada uno de nosotros y de la divinidad”. Sin embargo, como demuestra Zoografías, esa presencia atraviesa el tiempo, la geografía y los géneros literarios. Y también la frontera entre ficción y no ficción, porque las criaturas imaginarias –el ave fénix, el basilisco y la anfisbena, la serpiente con dos cabezas, entre otros- se mezclan con las reales en las antiguas descripciones de naturalistas y en los bestiarios canónicos.
El orden de la recopilación puede ser alfabético, como el del Diccionario universal de criaturas fantásticas, o evocar la estructura de reinos y tópicos, como en Zoografías, donde los textos están dispuestos según la clasificación de Linneo y los usos asignados por la literatura a los animales.
Las ilustraciones no son meramente decorativas, según demuestra una tradición en la que se inscribe de modo particular El libro de los seres alados (2008), compilación de Daniel Samoilovich con imágenes seleccionadas por Samoilovich y E. Stupía.
La ballena de Herman Melville, las diversas criaturas de Franz Kafka, el tiburón hembra que se acopla con Maldoror y el pulpo con “mirada de seda” en Lautreámont, son obras maestras de la literatura animal. Y los dibujos de John Tenniel para los libros de Lewis Carroll, los bocetos de Edward Lear o las ilustraciones de Louis Le Breton en el Diccionario infernal de Jacques Collin de Plancy (edición de 1863), entre otras imágenes recolectadas en El libro de los seres alados, dan cuenta del impacto del mismo motivo en la iconografía.
Uno de los aportes del Diccionario universal de criaturas fantásticas consiste en incorporar referencias que rara vez aparecen, como las provenientes de las mitologías americanas y africanas. La creación de estas figuras, plantea Luciano Hernández, busca comprender lo que resulta desconocido y provoca un temor “más atávico, más profundo, más de las entrañas”.
La representación mítica tendría entonces algo de conjuro, en la medida en que permite dominar ese temor. H. P. Lovecraft tuvo tal conciencia al respecto, que en Los mitos de Cthulhu –incorporados tanto al Diccionario como a Zoografías– los shoggoths nunca aparecen de cuerpo entero sino por fragmentos que realimentan el terror: “aquellas cosas de cabeza estrellada”, atravesaron el espacio cósmico gracias a sus alas membranosas, permanecieron en abismos marinos y están provistas de “brazos laterales crinoideos”, tentáculos y “seudopiés”. Son monstruos en el sentido pleno de la expresión, y el summum del espanto se produce porque también incluyen algún rasgo humano.
A diferencia de la literatura, el mito permite establecer generalizaciones. La alteración del orden natural es una constante en sus representaciones, según un conjunto de lugares comunes: el tamaño (predominio de gigantes y de criaturas diminutas, como los duendes), la conformación (las combinaciones imposibles son de rigor, desde el grifo, cruza de león y águila, hasta el mirmicoleón, mezcla de león y hormiga), las actitudes hacia el hombre (benéficas o perjudiciales, no suele haber término medio) y los poderes que se les atribuyen. Las similitudes entre mitologías distantes, como es el caso de la iroquesa y la mapuche en torno a un ave de mal agüero, pueden explicarse en ese marco y también, como dice Borges, porque “ignoramos el sentido del dragón, como ignoramos el sentido del universo, pero algo hay en su imagen que concuerda con la imaginación de los hombres y así el dragón surge en distintas latitudes y edades”.
Nunca nos hemos sentido cómodos con los datos y sus interpretaciones. Para la mayoría, interpretar estadísticas revive los peores fantasmas de la escolaridad: la aridez de la matemática se confabula con la generalidad de las cuestiones conceptuales, para aterrorizar tanto a los que se dedicaron al derecho para evitar “los números” como a la ingeniería para huir de “las letras”.
Solo es cuestión de recordar las álgidas discusiones que se dieron en los medios durante los últimos 10 años cada vez que aparecía un nuevo dato de pobreza, y desataba un vendaval de debates acerca de si había aumentado en relación a cierto período, o si la cifra era comparable con Chile o Alemania, discusión que abarca desde cuestiones matemáticas o computacionales, hasta culturales o políticas. Y para colmo, en los últimos años, la ubicuidad de las estadísticas se vio alimentada por un fenómeno de producción de datos masivos y algoritmos, producto de interactuar con dispositivos interconectados, que ha recibido el nombre de big data. Fenómeno que, como la lluvia, tiene tanto de bendición como de plaga.
Y mientras nos estábamos empezando a acomodar a este nuevo paradigma de datos y algoritmos, apareció la pandemia. Que es algo así como la tormenta perfecta de los datos y sus interpretaciones: se hunde el Titanic cuando solo habíamos aprendido a flotar en la piscina del barrio. Y así es que, casi de un día para otro, cualquiera con un televisor o acceso a las redes sociales se ve invadido por un vendaval de gráficos, tablas y frases otrora relegadas a expertos de la epidemiología, como “achatar la curva” o “pico de contagio”, ahora en boca del cualquier vecino, máxime a través de grupos de whatsapp o las redes sociales en general.
No existe forma de abstraerse de los datos de la pandemia. Porque los medios y las redes sociales nos invaden con ellos y porque la validación de muchas decisiones clave depende de cómo nos posicionamos en relación la dinámica de este episodio. En esta crucial circunstancia, los datos son un mal necesario.
Ahora, los datos de la pandemia, de infectados, de tratados, de muertos, de lo mismo en Brasil, Alemania, Italia o México, o en Argentina pero hace dos semanas o un mes, son casi una confabulación macabra de todas las complejidades que involucra a la ciencia de datos.
El “muestreo al azar” es algo así como el “movimiento rectilíneo uniforme” de la física del secundario: un ideal simple, que los alumnos estudian para luego enfrentar realidades más complejas. Los datos de una encuesta política o los que se usan para medir la pobreza provienen de esquemas que, si bien estrictamente no son un muestreo al azar, intentan imitarlo.
Muestreo al azar significa que si se dispone de una lista de toda la población: a) todos tienen las mismas chances de ser encuestados, b) del hecho de que uno sea encuestado no se puede deducir que otra persona lo será. Esto quiere decir “al azar”.
Los datos de la pandemia son casi todo lo contrario del muestreo al azar. A modo de ejemplo, el virus no se distribuye al azar en la población: el hecho de que una persona lo tenga en su cuerpo hace altamente probable que las personas cercanas, también. Para peor, cualquier “dato” sobre la pandemia está atravesado por un sinfín de decisiones y episodios operativos o logísticos que complican considerablemente el análisis.
Por ejemplo, en una encuesta simple, el dato de si una persona dice que vota o no a un político surge fundamentalmente de que la persona haya salido sorteada para que responda la encuesta y de que haya decidido contestarla. En el caso de la pandemia, un dato sobre un infectado está atravesado por otras variables: que la persona haya tenido síntomas, que se haya contactado con un centro de atención hospitalaria, la definición de cuáles son los síntomas que hacen que sea recibido en ese centro, que se le haya administrado un test, la mera definición de “infectado”, el tipo de de política (barrial, provincial, nacional, etc.) que regula los protocolos de tratamiento, la posibilidad de trasladarse, etcétera. Y para complicar la cuestión, el modelaje de estos datos requiere considerable experiencia a fines de “acomodar” este mar de interacciones y subjetividades implícitas en los datos disponibles.
Intentar entender los datos de la pandemia con herramientas estándar es como atacar una compleja enfermedad con aspirinas. Aun con las mejores intenciones, un aficionado con datos y algún curso online de data science es capaz de hacer estragos, como quien cree que está en condiciones de hacer una cirugía por el mero hecho de tener un bisturí y acceso a un tutorial en YouTube.
Entonces, los datos de la pandemia, de su evolución en el tiempo y en el espacio, requieren una enorme dosis de responsabilidad técnica y social.
Técnica porque, como discutiéramos, los datos obedecen a una estructura compleja, que es importante internalizar para sacar conclusiones válidas, para “ser parte de la señal y no del ruido”, como dijo recientemente un experto.
Social, porque la comunicación de esos datos requiere evitar simplificaciones peligrosas en pos del impacto o la inmediatez. La solución a este peligroso cocktail de datos, algoritmos, políticas e información es por el lado de una interacción honesta e intensa entre el sistema científico, los hacedores de política y los comunicadores. Es solo la mano experta de los epidemiólogos, infectólogos y expertos en estadística, entre otros, la que permite lidiar con la extrema complejidad de los datos de la pandemia.
Pero, por otro lado, la política pública no puede proceder pasivamente ante tecnicismos, tiene que ser capaz de representar correctamente a todos los sectores sociales, y de reflejarle a la comunidad científica las complejidades de la cosa pública, desde lo
político a lo comunicacional.
Y, finalmente, a los periodistas científicos les toca la dificilísima tarea de comunicar lo complejo, sin necesariamente ser expertos, y representando al ciudadano común y sus atávicas dificultades para con la manipulación de datos y estadísticas.
Las discusiones sobre el termómetro son peligrosas mientras el paciente tiene fiebre. Pero, en estos tiempos, la política social y sanitaria sin información fehaciente tal vez sea más dañina.