Esa pulseada por la Historia
Hebe Uhart. La publicación de la obra completa de la gran narradora argentina culmina con el volumen de todas sus crónicas. Lo prologa Mariana Enriquez, reciente ganadora del Premio Herralde.
El nombre de la generala independentista Juana Azurduy recorre el territorio nacional pero nunca fue más poderoso que cuando, en una anacronía llena de tensión, se enfrentó al conquistador Cristobal Colón por el pedestal en una plaza. Durante sus dos presidencias Cristina Fernández de Kirchner reconoció en repetidas ocasiones a la militar. Finalmente dispuso que en el Parque Colón, sobre el lado trasero de la Casa Rosada, se ubicara un monumento en honor a Juana Azurduy, desalojando la figura del navegante que daba nombre al lugar. La pieza, de 16 metros de alto y 25 toneladas de peso, fue elaborada por Andrés Zerneri en bronce y donada por el gobierno de Bolivia. El 15 de julio de 2015 la mandataria argentina y su par boliviano Evo Morales dejaron inaugurado el monumento, pero el emplazamiento no duró mucho: el 16 de septiembre de 2017, por decisión del expresidente Mauricio Macri, la figura de Azurduy fue desplazada a la plaza del Correo, frente al Centro Cultural Kirchner. La explicación oficial argumentó que la mudanza respondía a la construcción del Paseo del Bajo.
Para Marcelo Valko, autor de Pedestales y prontuarios, el vencedor procura demostrar en cada momento su victoria y para eso enrostra sus símbolos al vencido, “apoderándose ostensiblemente de su espacio arquitectónico”, señala. Esta disputa se encontraría debajo de “la pulseada ColónAzurduy”,
afirma.
María del Carmen Magaz, autora de Monumentos y esculturas de Buenos Aires, sostiene que el desplazamiento de la escultura de Colón y su reemplazo por la de Juana Azurduy, “habla del no respeto a las leyes y a la consideración de la comunidad de residentes italianos que la donaron para el Centenario. Se tomó la imagen de Colón como genocida." Para la especialista, Colón debió haberse quedado en su lugar y “en todo caso, –piensa– podría haberse colocado a Juana Azurduy enfrentándolo y entablando un diálogo histórico como lo hacen la Torre de los Ingleses y el Memorial de Malvinas en la Plaza San Martín”. “Se trata de no cometer el mismo error de los siglos anteriores visibilizando a una figura en detrimento de invisibilizar otra. Debemos conserva ambas, sumar y no restar”, propone.
Una guía de turismo de un pueblo de la provincia de Buenos Aires guía a Hebe Uhart por las salas de una casa de campo. Describe el clima y la fauna de la zona; reparte un librito de historia local. Hebe anota con lápiz, el cuaderno cerca de la cara, la atención firme aunque su mirada parezca dispersa, porque es tan curiosa que quiere verlo todo. Una vez finalizado el recorrido, agradece efusiva. Cuando sale de la casa, tiene un solo comentario. “¿Escucharon cómo se refirió a los indígenas? Dijo que eran indios totalmente mansos”.
Esta escena, que ocurrió hacia 2004 durante un encuentro literario, resume el tipo de cronista que fue Hebe Uhart. Ella lo explica en su primer libro de no ficción, Viajera crónica (2011): “Nací en un pueblo: me gustan los pueblos. Me resulta más difícil trabajar una ciudad grande. Los pueblos chicos son abarcables, me parecen literarios y además van con mi personalidad... Como persona y como escritora, no soy campesina ni citadina ni conurbana: soy suburbana”. Y no solo suburbana: también está cargada de interés genuino y de la maravilla ante lo diferente y lo peculiar, por mínimo que sea.
Hebe solía fastidiarse con Roberto Arlt por una crónica sobre Río de Janeiro donde él se queja de que los cariocas se acuestan temprano por la noche; le parecía un aburrido, poco cosmopolita. “El típico ombliguismo del porteño”, rezongaba Hebe, que por lo demás era admiradora de Arlt. “¿Por qué le molestaba que la gente se acueste temprano? Nomás porque en Buenos Aires es distinto, entonces tiene que ser mejor”. Solía agregar que esa actitud es frecuente en los escritores argentinos, incluso en los buenos, porque les cuesta escuchar. “No levantan la cabeza, se miran todo el tiempo a sí mismos”, decía. La consecuencia de esta introspección, para ella, es que para el ensayo o la exposición de ideas los escritores locales son muy buenos, pero para los diálogos son más bien flojos, cuando no mediocres.
Y a Hebe Uhart le interesaban, sobre todo, los modos de decir. Cómo habla la gente. En sus crónicas, mucho más que el paisaje o la historia –que están presentes, de maneras particulares– lo que se registra es el habla. En “A orillas del Paraná”, la crónica que abre Viajera crónica, viaja desde Victoria, Entre Ríos, hasta Diamante. De ese pueblo dijo Sarmiento: “Es uno de los sitios más bellos del mundo”. Hebe coincide: el cambio del color del río, que se vuelve verde, la sorprende. Y también la noche que, cuando es clara, permite ver las luces de Coronda y Santa Fe. Lo que más le gusta, sin embargo, es lo que le dice una vecina: “¡Se ve un lucerío! Viera cómo andan loqueando las luces del lao de allá”. En otras crónicas, posteriores, lo recordará varias veces: esas luces loqueando. No brillan: loquean. A Hebe le parece el verbo más adecuado y más hermoso posible para describir el horizonte de la noche junto al río.
No hay ninguna crónica que no sea sobre el lenguaje. Estos viajes, en general cercanos aunque también recorre Nápoles, Guadalajara o La Habana –eventos raros: ella se denomina cronista “de cabotaje” –son una búsqueda de formas de decir, y en cada lugar esa búsqueda toma el relieve del lugar visitado. El trabajo de Hebe Uhart como recolectora de giros y de formas es feliz e importante, porque no es una coleccionista de curiosidades la que escucha, sino una escritora.
A veces aprende. En “Montevideo”, escribe sobre los hablantes de la capital del Uruguay: “Hay palabras diferentes de las de Buenos Aires: dicen la moña por el moño, la quincha por el quincho, el guardapolvo es la túnica, publicidad se dice reclame y la lavandina es aguajane”. Otras veces, reflexiona sobre el modo de hablar como modo de ser. En “Vamos a México” recorre Guadalajara para tratar de comprender “mil cosas que había leído y no entendía como por ejemplo ‘ni madres’, que quiere decir de ninguna manera, ‘ese viejo se las truena’ (está drogado) o ‘vete a la chingada’ y ahí lo envían a un espacio lejano, indeterminado”. En la crónica “Río de Janeiro” apunta: “El carioca no parece amante de las definiciones tajantes, ni deseoso de señalar la diferencia entre lo que es y lo que debería ser. Mis diálogos eran más o menos así: ‘En esa esquina debería haber un semáforo, es un cruce peligroso’. Interlocutor: ‘Deberia, si, mas nao existe’”.
Su fascinación por el lenguaje no se limita al hablado: recorre las ciudades y los pueblos tomando nota de los nombres de los comercios, los anuncios y los grafitis, una rutina que se repite en casi todos los textos. En “Córdoba da para todo”, escribe: “Sigo mi camino por la techada y leo: ‘Concierto de cuencos artesanales de cristal en el bello Hotel Terrazas del Uritorco’. Otro anuncio: ‘Geometría sagrada’, organiza e invita ‘Cielos profundos’”. En “La Tierra Formosa”, el diario la ayuda a comprender el humor del lugar: “Alcanzo a leer un suplemento literario con la colaboración de los lectores. Uno de ellos escribe una oda a sus anteojos por lo útiles que son. Termina: ‘Anteojito, ¡yo te amo!’. Prima un espíritu celebratorio y agradecido”. En “Montevideo”, reflexiona sobre los nombres de los comercios: “Hay en esta ciudad un contraste entre los nombres de comercio de tono familiar (Los Hermanos, Los Nietitos) con otros de corte abstracto: panadería La Perfección, otro La Verdad. Un pensionado para estudiantes de Pocitos se llama Estilo de Vida. Una marca de colchones, El Deseo”. También se preocupa por las formas de la oralidad cercanas a la literatu
ra: los refranes y las payadas en la provincia de Buenos Aires, por ejemplo; en su búsqueda recorre Azul y Tapalqué. Otra fuente importantísima es la televisión. Si algo caracterizaba a Hebe Uhart era su falta total de pretensión e impostura, la incomodidad extrema cuando se le pedía actuar los rituales del escritor consagrado. Jamás se le hubiese ocurrido despreciar a la televisión: semejante actitud la asombraba. En Asunción, un día de lluvia, escribe en el hotel: “Otra vez está el locutor del canal bilingüe hablando en guaraní; mezcla con castellano, dice ‘Satélite intersat’. Es vivo como él solo y se mueve como si fuera una anguila o como si tuviera hormigas en el culo”.
Como viajera y como cronista, Hebe Uhart tiene sus rutinas. Al hotel lo considera su refugio. Si se va a una ciudad cercana, por ejemplo, para ella volver a casa es volver al hotel. El café es el otro sitio infaltable, que busca con desesperación si no lo encuentra fácil: se conforma con un parador de ruta siempre que pueda encender un cigarrillo, hojear el diario, observar a los parroquianos y a los que pasan caminando, del otro lado del vidrio o cerca de su mesa si se ubica fuera del local. Es furtiva, además: se queda poco tiempo, necesita absorber mucho, aprovechar al máximo. Sin embargo, no hay urgencia en sus crónicas. La relación con el lugar que visita y su gente es leve: sabe que su presencia es una curiosidad, pero se cuida bien de no ser una intrusa. En “Un viaje desusado”, extraordinariacrónica sobre un viaje con alumnos de escuela
a Embalse Río Tercero, Córdoba, explica este dejarse llevar: “Era el primer día, en el que uno mira, pero no procesa todo, no comprende qué debe hacer con todo eso. Y después, es como si con sólo estar nomás, el tiempo amansara el espacio”. Siempre que puede visita una casa particular, una escuela, la biblioteca; habla con artistas e historiadores locales y busca libros que la ayuden a comprender el lugar. La lista deautores citados y mencionados sería interminable; es, también, extremadamente ecléctica: Charles Darwin y Domingo FaustinoSarmiento son referentes habituales; Alejandra Costamagna, Diego Zúñiga y Alejandro Zambra, escritores jóvenes chilenos y amigos personales, aparecen en Santiago; los peruanos Alfredo Bryce Echenique y Julio Ramón Ribeyro suelen tener cameos sólo por ser favoritos. En Asunción del Paraguay la ayudan Rafael Barrett y el enorme poeta Elvio Romero; en Bariloche las escritoras locales Luisa Peluffo y Graciela Cros; en Minas, Uruguay, su admirado Juan José Morosoli; en Guadalajara, el Popol Vuh. Apenas nombra, Apenas nombra, sin embargo, a Fray Mocho, su mayor influencia, el periodista y narrador de la segunda mitad del siglo XIX y primeros años del XX que registró el habla popular porteña y los cambios en las costumbres dados por la explosión demográfica; el fundador de la revistaCaras y Caretas que, con gracia y enorme popularidad, observó con agudeza y sin pretensiones a la sociedad que lo fascinaba.
En las bibliotecas y en las entrevistas, Hebe Uhart consulta a los historiadores locales, esos grandes olvidados o despreciados, con los que se identifica. Compra sus libros y también se documenta con cronistas pioneros o especialistas, desde Clifton Kroeber, autor de La navegación de los ríos en la historia argentina hasta Ecuador, identidad o esquizofrenia de Miguel Donoso Pareja. Son cientos los libros de este tipo consultados, tanto contemporáneos como de académicos o cronistas de los siglos XVIII o XIX.
Hebe Uhart es voraz pero ofrece toda esta información con gran amabilidad porque no quiere abrumar a los lectores sino compartirles aquello que, de tan cercano, tal vez nunca les haya llamado la atención. Cada una de estas crónicas, desde los recorridos por pequeños pueblos del interior del Uruguay hasta el vuelo rasante por Arequipa o las repetidas visitas a su adorada Asunción, quizá su ciudad favorita, son llamados de atención con algo de melancolía, un saludo leve desde una estación de la llanura, la mano que invita y dice que nuestras historias cuentan, son complicadas, son hermosas, sólo necesitamos quien las escuche.