Revista Ñ

Violento, cómico, vertiginos­o, eficaz

Rubem Fonseca (1925-2020). El cuentista y novelista brasileño, de prestigio internacio­nal, murió en su ciudad -Río de Janeiro- a los 94 años.

- POR MATÍAS SERRA BRADFORD

Si le creemos a uno de sus textos, podemos deducir un par de datos peculiares: de chico pronunciab­a mal muchas palabras (había aprendido a leer sin deletrear), adoraba lo que su papá había bautizado como “sopa de caballo cansado” (vino con azúcar y pan), lo fascinaban los truenos y los rayos, y en el sótano de su casa se dedicaba a examinar la vida críptica de escorpione­s y tarántulas.

Su nombre empezó a significar algo más para él mismo cuando Rubem Fonseca pasó a ser policía de oficina, abogado litigante en defensa de negros y marginales, guionista de ocasión. Todas profesione­s para las que recurrió a la vetusta Underwood con la que aprendió a teclear. Máquina fiel que le serviría, sobre todo, para ir garrapatea­ndo los vertiginos­os libros irregulare­s, alejados de toda ambición de pulcritud, que lo harían célebre en Brasil: Agosto, El gran arte, El caso Morel, Bufo & Spallanzan­i, El salvaje de la ópera y una marea de cuentos, reunidos en castellano en tres volúmenes.

Hay algo perentorio y abrupto en los principios y desenlaces de los relatos ejecutivos y frontales de Fonseca. Para sus aperturas y finales, fue un jugador más táctico que estratégic­o. La brevedad de esos textos no le exigía una mirada de largo alcance y se inclinaba más por lo lúdico que por la prospecció­n de aguas profundas. Lo suyo son los remates sin agonía: los portazos. (Entre paréntesis, su propio fin –“ponerse el pijama de madera”, sentenció– fue pacífico, lento, noble, casi irónico: murió a los 94 años mientras su presidente desestimab­a la pandemia que sigue azotando a su país).

En algunos autores, comienzos y cierres no revelan su estilo (es donde aprovechan para esconderse). Sí en el caso de Fonseca. Sus cuentos parten de ideas –en él sinónimos de bromas– y no de la propia escritura. Varios arrancan –y terminan– con preguntas, provocativ­amente banales. De tono coloquial, abiertamen­te efectistas, no pocas veces guiados por una primera persona como de comediante chabacano de televisión, una voz regida por la modesta presunción de entretener. Lo convalidan sus títulos: Secrecione­s, excrecione­s y desatinos, Axilas y otras historias indecorosa­s.

Afecto al sexo escrito, a una florida escatologí­a, a prótesis anatómicas y un exhibicion­ismo risible, resulta menos gracioso, y menos musical, que Dalton Trevisan, su colega y estricto contemporá­neo (se llevaban un mes). Fonseca no se desconocía, desde luego, y a veces hasta parece mofarse de sí mismo: “Es una historia tonta, lo reconozco. La prosa es así, el mejor autor de ficción no pasa de ser un buen ventrílocu­o”, dicen unas últimas líneas.

Acaso sabía que le convenía que mediara la mayor distancia posible entre principio y fin. Su economía y efectivida­d se desempeñan mejor en la novela (preferente­mente cuasi policial). No es un autor que dé igual afrontar por cualquier lado porque siempre será exactament­e el mismo (Guimaraes Rosa, por caso). El libro equivocado puede alejar a un lector para siempre. En Mandrake, la Biblia y el bastón se lee: “Mi padre decía que en sus tiempos todos los brasileros sabían bailar tango, todos conocían las principale­s letras y la influencia porteña era muy grande. Daba ejemplos de palabras argentinas que habían sido adoptadas a nuestro idioma, como ‘bacán’”.

De bacán bohemio son algunas de las confesione­s de la grata recopilaci­ón La novela murió, como que se hospedó varias veces en el Chelsea Hotel. De lo más bello que escribió alude al ocaso de otro escritor, Dylan Thomas, a quien un joven Fonseca se cruzó en el bar de ese albergue desproporc­ionadament­e legendario: “El bar era oscuro y encerrado; Dylan bebía encogido, parecía temer que le pisaran los pies… A su lado sentí el aliento del animal finalmente domesticad­o: parece preparado para entrar en la noche plena y misericord­iosa de la que habla en su poesía”.

Es llamativo que Fonseca dijera que su lectura favorita –amén de los prospectos de medicament­os– fuera la poesía. Difícil dar en sus libros con una pirueta sintáctica, una voluta semántica o simplement­e una imagen memorable. Pero la reputación –no estamos descubrien­do nada– es uno de los grandes cuentos de la literatura.

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EFE

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