Novela familiar en el Madrid de los años 70
Ficción. Reproches, ajustes de cuentas y catarsis entre padres e hijos presenta Lluvia fina, última novela de Luis Landero.
“Ahora ya sabe con certeza que los relatos no son inocentes, no del todo inocentes. Quizá tampoco lo sean las conversaciones de diario, los descuidos y equívocos verbales o el hablar por hablar. Quizá ni siquiera lo que se habla en sueños sea del todo inocente”. Así comienza Lluvia fina, casi con una presentación informal o vulgata de la teoría psicoanalítica. Su autor, Luis Landero (España, 1948), ha cultivado un realismo cercano a la crítica social costumbrista y fue un asiduo best-seller en los años 90, con novelas como Juegos de la edad tardía y El mágico aprendiz.
Esa novela puede leer como una aplicación literal de lo que Freud llamó “novela familiar”: el relato que permite que cada miembro de una familia logre articular como propio, para estructurar su desarrollo autónomo y adulto. Narrada casi exclusivamente a través de diálogos, cuenta de manera coral la historia de una familia madrileña entre los 70 y el presente. Un padre muerto, una madre, dos hijas, Sonia y Andrea, y un hijo, Gabriel. A partir de allí se distribuirán los roles según las instrucciones o determinaciones de la madre, mujer dura a la que se llama siempre “mamá”.
La depositaria de todas las historias es Aurora, la mujer de Gabriel. Cuando Gabriel intenta organizar el festejo de los ochenta años de la madre, se desencadena una catarsis colectiva –veneno que se vierte en el oído, como en Hamlet– en la cual cada quien le da su versión de lo que ocurrió con su vida a partir de sus vínculos familiares.
Por otra parte, Landero da a estos temas un tratamiento que, sin esquematismos, evita caer en la confesión verista o el testimonio. Los diálogos son realistas; lo que se cuenta, no tanto. Predomina más bien lo fantasmal –que podría hacerse colectivo– en los roles que desempeñan los personajes. Estos están exagerados, y cada cual porta ciertos epítetos: la madre, con su moño, rígida, es una estilización, un arquetipo de la sequedad llevado al extremo. Lo mismo con los hijos: la mayor, entregada al matrimonio con un monstruo; la segunda, abandonada; el menor es el protegido, “filósofo” –en la realidad de la ficción y en su actitud “contemplativa” y estereotipada–, autocomplaciente y egoísta.
Todo puesto en perspectiva por un anacronismo deliberado, ya que el reparto de roles y las determinaciones de la madre –manda a casar a su hija a los 15 años; la otra quiere hacerse monja, y así sucesivamente– parecen más propias de las primeras décadas del siglo XX –o incluso del XIX– y no de los años 80 y 90.
Es no obstante gracias a este desfasaje que Lluvia fina consigue ser una buena novela. Al trabajar sobre generalizaciones se ocupa de los conflictos, miserias e ilusiones de más de una generación.
La continua conversación, las catarsis, las acusaciones cruzadas, los reproches y ajustes de cuentas sólo se sostienen merced a la prosa intimista y funcional de Luis Landero.