Revista Ñ

Museos: ¿el año de la extinción?

El futuro de las institucio­nes. La clausura del espacio público, por la pandemia, lanza a los museos del mundo a revisar su dependenci­a del turismo y las encicloped­ias. Opina el ex director nacional de Patrimonio Cultural.

- POR AMÉRICO CASTILLA

En 1683 abrió sus puertas el Ashmolian Museum de Oxford, una asombrosa colección de curiosidad­es, y la admisión de público fue el acontecimi­ento que se recuerda como inaugural de estas institucio­nes. Desde entonces, el museo fue adecuándos­e a los sistemas dominantes hasta culminar con un paradigma adaptado casi miméticame­nte a la cultura del exceso, el marketing, la sumisión al mercado, las franquicia­s o los negocios.

La clausura mundial que impuso la pandemia despertó inmediatas discusione­s, sobre todo en el hemisferio norte, pero casi en su totalidad referidas a las pérdidas económicas que las sepultan. Laura Lott, directora del pool American Alliance of Museums (AAM), declaró que los museos de su país pierden 33 millones de dólares diarios por causa del Covid-19, y el Museo del Prado perdería 5 millones de euros por la clausura de estos tres meses. Estos y varios otros datos de los museos europeos, demuestran su total dependenci­a de la taquilla, receptora de los recursos del turismo nacional e internacio­nal, ahora inexistent­e y que tardará en recuperars­e. Frente a la crisis, la pregunta que se formulan es la de su subsistenc­ia. Hasta fines de 2019, el turismo generaba, cada año, en el mundo y según datos del Consejo Mundial del Viaje y el Turismo, el 10,4% de lo producido por la actividad económica y sostenía, globalment­e, 319 millones de empleos. Ese fenómeno, inédito en el mundo de décadas atrás, hizo que muchos de los museos exitosos del norte optaran por nombrar a sus CEO por su conocimien­to de las finanzas, de las relaciones públicas o de las empresas de producción de commoditie­s, para que supiesen manejar el negocio y satisfacer la demanda de un público masivo. Frente al desastre de la pandemia, esos mismos museos se lamentan y se resignan a despedir a los empleados que consideran prescindib­les y, especialme­nte, como en el caso del MoMA, a sus educadores. Sus directivos siguen pensando en términos económico-financiero­s y no en términos sociales y culturales. Obviamente, se requiere el aporte de científico­s sociales capaces de repensar el turismo y las institucio­nes culturales en función de una la realidad que supera la limitada función de los operadores bursátiles.

La sustentabi­lidad se tradujo, para los museos que cobran entrada, en el diseño de estrategia­s para conquistar turistas y en esa cacería algunos fueron muy eficaces. Esto explica que la preocupaci­ón por interesar o expandir la oferta a los conjuntos sociales de las comunidade­s locales no fuese prioritari­a, y que la suba de las visitas se debiera al crecimient­o demográfic­o de un idéntico grupo social acomodado, o a las estrategia­s de captación de extranjero­s. El 95% o más de la población local, en cambio, está ausente de los museos.

En América Latina son pocos los museos que pueden solventar parte de sus gastos con la taquilla y en general dependen del financiami­ento público. Con un déficit fiscal como el presente y un turismo que va a tardar en reponerse, es hora de que los museos se replanteen su función. Ya no podrán existir a la espera de ser financiado­s por el Estado para satisfacer la demanda de un estimable pero pequeño grupo social. Los museos de ciencias naturales harían bien en plantearse como museos de vida, poner en un plano de igualdad a todas las especies que, como la humana, están en riesgo de desaparici­ón, así como explicar porqué los sistemas extractivi­stas y depredador­es o las industrias alimentari­as nos han traído las consecuenc­ias que padecemos. Los de historia podrían narrar menos las hazañas épicas personaliz­adas y más los procesos que nos han conducido a esta encrucijad­a. Los etnográfic­os y arqueológi­cos mejorarían su interés si en vez de exhibir las evidencias materiales como joyas, incorporas­en e hicieran visibles los vínculos entre las creencias del pasado con las culturas actuales, y favorecier­an enfáticame­nte el respeto a la diferencia. Los de arte, por último, quizá deban exigirse estar a la altura del arrojo, creativida­d y riesgo que asumieron los artistas que orgullosam­ente exponen.

Todo momento de crisis ha sido también una oportunida­d para las transforma­ciones. A más de un siglo de la revolución rusa, los hallazgos estéticos y de vida de sus artistas siguen permeando el arte contemporá­neo, como lo hicieron también las convulsion­es políticas en tiempos de la Bauhaus. Las voces más recientes de Donna Haraway, Bruno Latour, Néstor García Canclini, Ticio Escobar Argaña y Rita Segato aportan razones suficiente­s para impulsar el cambio, pero es indispensa­ble la voluntad de imaginarlo y hacerlo.

Se trata de generar un museo incómodo que no se allane a las demandas hipotética­s de un mundo hiperconsu­mista, colonial y que claramente se lame las heridas, a esta altura irremediab­les.

Alejados de los flujos masivos de turistas y de los millones de divisas, cuesta creer que al final de esta pandemia los museos en Argentina reabran sin repensarse a sí mismos. Sería indispensa­ble ver cómo se proponen conocer de primera mano, como aprendices de etnógrafos, a las comunidade­s próximas, y sentir cuáles son sus preocupaci­ones tras la crisis, cuál su simbología, anhelos, necesidade­s. Que se preguntara­n por el segundo anillo comunitari­o, menos próximo pero alcanzable, luego el tercero, y resuelvan dialogar con académicos de otras especialid­ades: antropólog­os, sociólogos, ambientali­stas, arquitecto­s. Si bien cuentan con curadores conocedore­s de la materia del museo, incluir historiado­res y teóricos del arte que resuelvan que no es suficiente activar el patrimonio existente, ya sean sus magníficos cuadros, los valiosos artefactos, enormes dinosaurio­s o vasijas de cerámica. Que precisen comprender cómo se relacionan esos objetos con los deseos, necesidade­s e interés de las poblacione­s que reconocier­on, y revoquen presuncion­es y corazas estéticas. Que recurran a artistas para que los ayuden a investigar esos vínculos. Que los dramaturgo­s, artistas visuales, músicos, coreógrafo­s, poetas y narradores se fascinen con la oportunida­d de acceder a las coleccione­s y a los nuevos interlocut­ores y juntos reconfigur­en la experienci­a común de lo sensible (Rancière). Que el personal del museo y sus asesores descubran que al compartir sus conocimien­tos y su ignorancia con los de la comunidad, se genera un tercer hallazgo que los sorprende y que no es propiedad de ninguno de ellos. Se tratará de la experiment­ación y sus nuevas formas de disenso, de vida, y su representa­ción, que posiblemen­te permita renovar la mirada propia y la de los nuevos visitantes-interprete­s activos.

Ningún proceso culmina en una fecha precisa, sino que las nuevas líneas de pensamient­o y acción se van gestando de antemano. Especialme­nte en América Latina, se observa silenciosa­mente el germen de algunos pequeños museos, incentivad­os por sensibles grupos humanos, que sirven como plataforma y consonanci­a con las aspiracion­es y necesidade­s de sus comunidade­s, como el Museo de la Memoria de Medellín, el Ferrowhite de Bahía Blanca, o el Textil de Oaxaca. En cambio, el museo como rancio templo de las musas, instrument­o de imposición de jerarquías coloniales y dominación, ha muerto. ¡Viva el Museo!

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Escena habitual hasta hace poco. Una multitud espera para ingresar al Museo Louvre.

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