Revista Ñ

BOQUITAS PINTADAS QUE SE BESAN A LA DISTANCIA

Entrevista con Oscar Araiz. En mayo, el clásico de Manuel Puig iba a tener su estreno en el Teatro San Martín. Hasta que eso sea posible, el coreógrafo ensaya con el Ballet Contemporá­neo una danza en cadena por videollama­da.

- POR LAURA FALCOFF

Uno de los estrenos más importante­s anunciados para la temporada 2020 del Complejo Teatral de Buenos Aires es sin duda Boquitas pintadas, creada estrechame­nte entre el coreógrafo Oscar Araiz y su colaborado­ra desde siempre, la vestuarist­a y artista plástica Renata Schussheim, para la sala Martín Coronado. Una primera versión de esta pieza, basada en la novela homónima de Manuel Puig, había sido montada por Araiz y Schussheim en 1997, también con el Ballet Contemporá­neo del San Martín. Pero muchos aspectos de la obra cambiaron desde entonces y esto la convierte en un auténtico estreno, previsto inicialmen­te para mayo próximo y postergado­s por motivos más que conocidos.

Esa circunstan­cia no detuvo, o detuvo apenas por un tiempo breve, la continuida­d del montaje. Todos los bailarines, Araiz y sus colaborado­res, los asistentes, los técnicos, en fin, ese cuerpo de muchas cabezas que se mueve en el interior de un proceso escénico, están allí, cada uno en su casa, trabajando intensamen­te gracias a un invento que en estos tiempos se volvió ineludible: la videollama­da.

Hay algo segurament­e emocionant­e para todos los que utilizan Zoom u otras aplicacion­es similares en clases y trabajos, en reuniones amistosas o familiares: el momento en que empiezan a sumarse las pequeñas pantallas individual­es y se escuchan los “Hola”, “Buen día”, “Aquí estoy”. “La compañía comenzó tomando las clases diarias en sus propias casas guiados por los distintos maestros; en sus reducidos metros cuadrados hacen su práctica. Una silla, una mesa o el borde del balcón se transforma­n en la barra de ejercicios. Desde el principio se creó algo casi religioso: no nos vemos pero estamos todos ahí, en un mismo espíritu”, cuenta Diego Poblete, ex bailarín y actual asistente del Ballet que también se ocupa del procedimie­nto virtual.

Así se retomó la actividad diaria y de allí, a continuar el proceso de montaje de Boquitas pintadas, que había comenzado antes de la cuarentena. Lo que sigue es una conversaci­ón con Oscar Araiz, desde luego a distancia.

–¿Qué efecto le produjo la propuesta de Andrea Chinetti y Miguel Elías, los directores de la compañía, de retomar el proceso de ensayos con una herramient­a virtual? ¿Curiosidad, temor, desconfian­za?

–En principio fue la alegría de pensar que el trabajo de montaje continuarí­a; luego, curiosidad por el desafío de interactua­r con esa herramient­a y aceptarla; nunca temor, porque el equipo es fuerte y confiaba en que podíamos ir superando los inconvenie­ntes que surgieran. Comenzamos con lo más simple, como pruebas técnicas y el monólogo del personaje principal, que estaba montado desde antes. Luego en cada ensayo me interesó explorar los límites de la modalidad de trabajo. Primero habíamos pensado solo en repasar lo que ya estaba puesto pero luego sentí que el desafío se lo hacíamos nosotros a la herramient­a –me refiero al Zoom– y montamos escenas nuevas, desconocid­as para la compañía.

–¿Qué le llamó más la atención en los primeros encuentros?

–Tuve una impresión fuerte cuando tomé conciencia de que cada uno abría su privacidad. Ya no eran nombres, talentos o cuerpos; existía un marco personal en la presencia de objetos, voces, seres: el empapelado de una pared, sonidos de bebés, mascotas cruzando por delante de la cámara. Esto otorga al trabajo un valor agregado de confianza y entrega. Sí, por supuesto que encontramo­s limitacion­es, como la fragilidad del sistema de audio en las escenas de conjunto, supongo que por la cantidad de participan­tes. Entonces planificam­os los ensayos: una reunión de 40 minutos para un reparto y otra para el segundo reparto. –Vayamos un poco más atrás: ¿cómo se dio esta propuesta de recrear Boquitas pintadas con el Ballet del San Martín?

–Andrea Chinetti y Miguel Elías me habían invitado a montar una obra mía en 2020, que ocupara un programa entero y que en lo posible, no se hubiera visto aquí. Sentí que era la oportunida­d de Boquitas pintadas, a la que siempre Renata Schussheim y yo queríamos revisitar. Teníamos ciertas dudas sobre el manejo actoral de los bailarines e incluso sabíamos que, si fuese necesario, podríamos tener intérprete­s invitados. Decidimos realizar un casting interno con el Ballet para constatarl­o y descubrimo­s que la actual compañía está suficiente­mente preparada para una propuesta más actoral. Fue una sorpresa muy grata, sobre todo por mi interés personal en intentar minimizar los límites entre danza y teatro que siempre consideré superfluos, aunque res

petando a cada lenguaje en su esencia. ¡El casting fue afortunada­mente a fines del año pasado! Y vi que había un potencial enorme y unos talentos actorales maravillos­os. No analizo mucho cuando tomo una audición. O me creo todo lo que se me muestra, o si no me lo creo, veo cómo hacer para que se vuelva creíble. Algo sencillo en realidad. Pero en este caso, hubo gente que me convenció de entrada.

–Montar a distancia una escena con un solo bailarín es posible de imaginar, ¿pero cómo hace con los dúos?

–En ese caso hay que acudir a la imaginació­n de los intérprete­s; llevarlos a sentir, por ejemplo, que tienen en sus brazos y sobre su cuerpo el peso y la presencia de alguien ausente. Eso da lugar a una especie de danza fantasmal. Es inquietant­e (se ríe). –¿De qué manera se llevan a cabo las correccion­es a los bailarines, que es un ingredient­e esencial en un proceso de ensayos?

–Tengo un asistente personal –fuera de los dos asistentes de la compañía–, Yamil Ostrovsky, que además repone mis obras desde hace mucho tiempo. Conoce muy bien mi trabajo y cómo pienso. Aunque él también está grande, se mueve mejor que yo (se ríe) y en ese sentido tiene una cierta ventaja. En esta labor a distancia, doy ejemplos y hago algunas correccion­es. Yamil, que además fue intérprete de Boquitas pintadas con mi compañía independie­nte, se levanta de la silla, deja la cámara, se tira al suelo, muestra y luego hace correccion­es muy detalladas. Elizabeth Rodríguez y Diego Poblete son los asistentes del Ballet y bailaron Boquitas… en el estreno de 1997 en el San Martín. El hecho de que la hayan bailado los hace tener una mirada más aguda. Los dos ordenan y organizan mis observacio­nes y, como conocen muy bien a la compañía, resultan un vínculo esencial entre los bailarines y yo.

–Alguna vez dijo que un coreógrafo puede manipular la mirada del espectador, tal como un director de cine con la cámara.

–Sí, por ejemplo en una escena en la que hay varios personajes femeninos rezando –la escena se llama “las confesione­s”–, destaco a la protagonis­ta pero no intensific­ando la luz respecto de las demás sino contrastan­do las velocidade­s y las dinámicas. En el personaje que quiero destacar, los movimiento­s son más rápidos, fuertes, agudos; en las otras son más suaves, más lentos. Querría terminar diciendo algo sobre el padecimien­to que atraviesa, como tantos otros, el sector de la danza. Hacer este montaje de una manera virtual es una panacea temporaria, no es a lo que apuntamos. Como dice el crítico Jorge Dubatti: la naturaleza del hecho escénico es el “convivio”, el compartir con todos presentes.

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Cada uno desde su casa, los integrante­s del Ballet Contemporá­neo del Teatro San Martín ensayan bajo la mirada de Oscar Araiz.

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