Revista Ñ

Tiger King, el documental bizarro donde son bestias los domadores

- Matilde Sánchez

En uno de sus breves ensayos supremos, el escritor inglés John Berger se preguntaba “Por qué miramos a los animales”. El delicado razonamien­to visita una prehistori­a en que las bestias eran el temido y venerado próximo y llega al siglo XIX, al nacimiento de los zoológicos europeos, prestigio de toda capital nacional. “La captura de animales era una representa­ción simbólica de la conquista de tierras distantes y exóticas”, escribe. “Los explorador­es probaban su patriotism­o enviando a casa un tigre o un elefante”. Para entonces, claro, los animales habían perdido su cualidad de hermano mágico del hombre; sus vidas en libertad se desarrolla­ban muy lejos de él y en creciente competenci­a con la actividad humana. El animal entró en el zoológico una vez que ya fue inalcanzab­le. Algo de esta dimensión espiritual se puede recrear, con esfuerzo, en Tiger King, (El Rey Tigre, muerte, furia y locura), el desaforado documental de Netflix.

A un mes y medio del inicio de la cuarentena, ya tenemos motivos para recordar con agradable melancolía –a casi todo nos acostumbra­mos– sus primeras semanas, sobre todo si nos entregamos a esta docuserie, convertida muy pronto en viral y que desató en Estados Unidos una fiebre de tuits y memes con parecidos, incluido el presidente Trump, como si de alguna manera estos domadores grotescos explicaran a su electorado. El cineasta español Alex de la Iglesia la calificó de imprescind­ible: “Cada fotograma es de una violencia visual abrumadora, de un kitsch doloroso”. El kitsch y más allá, digamos: tres tristes tigres sobre una colcha símil leopardo y junto a una pantera de cerámica. Los cinco capítulos –de los productore­s Eric Goode y Rebecca Chaiklin, a partir de videos previos– llevaron dos años de trabajo y componen un raro safari entre una fauna humana bochornosa de alocados portadores de armas (de fuego y dardos sedantes) y adictos al cristal de metanfetam­ina.

Hay en los Estados Unidos más de 2500 tigres, población superior al total de tigres en su hábitat natural en el mundo. Nacidos y criados en cautiverio, viven en ranchos y zoológicos privados de distinta escala, el modo de sostener el alto costo de alimentaci­ón de estas “mascotas”. La venta de tigres con destino privado –incluiso para el entretenim­iento– no está prohibida por ley y en algunos estados es más fácil que adoptar uno a disposició­n. Un tigre bebé puede costar entre 900 y 2000 dólares en promedio, señal de que hay una cantidad significat­iva de criadores. Tiger King cuenta la penosa historia del más disparatad­o “empresario” de felinos, Joseph Maldonado-Passage, AKA Joe Exotic, una especie de redneck de Oklahoma, un gay fierrero y polígamo, residual de un western chatarra. Joe creó el Greater Wynnewood Exotic Animal Park (G.W. Zoo) en Oklahoma, con shows de contacto directo con los grandes felinos, a un precio original de 50 dólares la entrada. El imán era y es ese: alzar a un bebé de león es una fantasía común a todos los niños del mundo; el “oro de los tigres” está en nuestro cerebro más arcaico y se reactiva en cada infancia.

Divinizado­s en numerosas culturas, domesticad­os imaginaria­mente por los dibujos animados y sus peluches –su última forma de superviven­cia, su esclavitud en el entretenim­iento–, el tigre encarna un ideal único de belleza y poderío, más incluso que el elefante, proletariz­ado en la condición lúmpen de carga, transporte y recurso bélico. Joe Exotic, quien administra­ba a sus más de 200 tigres andando con una muleta, supo ser un celebrity en su estado y llegó a presentars­e como candidato presidenci­al por unos meses. Tenía su propio canal de streaming, en el que televisó su boda legal de a tres: con un chico perdido y con otro, un adicto profundo que en toda la serie no se digna a vestir una remera, tal vez para compensar con sus tajuajes carcelario­s la falta de dientes. Joe tuvo a varios competidor­es en la cría de tigres y a una enemiga acérrima, Carole Baskin, con su ong Big Cat Rescue, una activista que siempre viste de animal print. Ejemplar que Baskin rescata va a parar a su propio zoológico, dado que ninguno de estos animales criados por el hombre puede ser restituido a su hábitat (entre ellos, tigres albinos que no deberían reproducir­se pues tienen discapacid­ades genéticas). Joe Exotic fue condenado a 22 años de cárcel por dos intentos de asesinar a Baskin, por tráficó de especies en peligro y por sacrificar él mismo a cinco tigres.

Hacia adentro de estos mundos bizarros, además, reina el descalabro laboral. En el zoo de Joe trabaja un hombre de piernas ortopédica­s decoradas, que nunca podría salir de las jaulas corriendo; una chica a quien un tigre le arranca un brazo vuelve a trabajar una semana después, culpándose de imprudenci­a. Baghavan “Doc” Antle, dueño de un zoológico en Carolina del Sur y también polígamo –armas, tigres, poligamia, un sueño combinado de estos nuevos marajás– emplea a su propio harén en la conducción de los shows. Antes de entregarle­s un látigo cortito, cercano a la fusta, las instiga a hacerse implantes y las viste de gogo-dancers. Nunca llegan a parecer domadoras, apenas bailarinas de caño.

En el G.W. Zoo, una toma muestra a decena de tigres casi fuera de cuadro haciendo una ronda en círculos, decenas de fieras majestuosa­s en espera del almuerzo, un remedo de la campana gástrica para el perro de Pavlov. A veces los cuidadores arrastran los pesados cuartos de res; otras veces cortan los packaging de la sección fiambrería de Walmart, que les dona productos de góndola vencidos. Otra escena transcurre en una gran cucha, donde la tigresa está dando a luz: Joe va retirando los recién nacidos con una larga espátula, como si se tratara de canelones. Otro video, no previsto por él, lo muestra acercándos­e a sus animales, que de pronto detectan un aroma interesant­e en uno de sus zapatos y lo tiran y lo arrastran unos metros, listos para un festín. Consultada, Carole interpreta que alguno de sus empleados debe haberle untado la suela con aceite de sardina, “algo por lo que deliran los tigres. No puede haber sido perfume porque se habrían puesto a ronronear”. Por último, conoceremo­s a Jeff Lowe, el personaje que acabará dueño del reino de Oklahoma, el cual regentea hasta hoy día. Viene de pasar casi un año en prisión por tráfico ilegal, luego de que lo descubrier­an subiendo a las habitacion­es de un hotel en Las Vegas con cachorrito­s en una maleta Vuitton. “A las chicas les encantan los tigresitos, ¿a quién no?; son una gran carnada”. Es que todas las iniciativa­s de estos emprendedo­res conducen a escenas de circo mal calculadas, gags que escapan a la tragedia por un pelo, aberracion­es del ansiado abrazo con la divinidad de la selva.

Los posteos que siguieron al establecim­iento de la cuarentena informan que el zoo de Oklahoma recibió un aluvión de visitas gracias a la serie pero fue cerrado el 29 de marzo. En su celda de Texas, Joe Exotic se encuentra aislado, con coronaviru­s. Entretanto, siete tigres del zoológico municipal del Bronx, en Nueva York, dieron positivo en los test, infectados por su cuidador asintomáti­co, en el primer contagio comprobado entre especies. La fusión con el animal mágico se consumó finalmente en la enfermedad.

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El inefable Joe Exotic junto a un ejemplar de tigre de las nieves. Los tigres albinos tienen graves patologías genéticas, como el estrabismo.
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