UN ARTE SIN FAROS NI CANON GLOBAL
Entrevista con Andrea Giunta. Latinoamérica no fue mero espejo de los centros culturales del siglo XX, como París y Nueva York, sostiene la ensayista. “Ha sido una periferia creativa e innovadora”, asegura.
Desde la ventana del departamento de Andrea Giunta se ven vecinos que corren por las veredas de la avenida Santa Fe con bolsas repletas de alimentos: faltan pocas horas para que arranque la cuarentena. En ese contexto, la ensayista publicó el libro Contra el canon. El arte contemporáneo en un mundo sin centro (Siglo XXI), un ensayo que, enfocado en el arte latinoamericano, consolida una trayectoria intelectual en la que ella combinó arte, historia y política. Giunta cuestiona en este libro la idea afincada durante décadas de que la inspiración latinoamericana era mero reflejo de los grandes faros culturales del mundo. En particular los del arte, que dominaron la atracción desde París y Nueva York. Giunta destaca el papel creativo e innovador que tuvieron las capitales latinoamericanas para desarrollar un arte propio, singular y talentoso sin necesidad de mirar más allá del océano.
- En tu libro hablás puntualmente de cómo se fue deslizando el centro cultural del mundo en el siglo XX: de París a Nueva York. ¿Qué es lo que más identidad dio a ese desplazamiento? –El cambio de centro, motivado por el contexto de la Segunda Guerra, tuvo dos fotos muy importantes que lo explican: una es la del ejército alemán desfilando bajo el Arco del Triunfo y la otra, la de Hitler ante la Torre Eiffel. Son imágenes donde el poder se hace presente y cambia radicalmente un estado de situación. París era la metrópoli de la modernidad, el lugar que acogía a artistas de todo el mundo y que por solo vivir en París se convertían en artistas franceses, impulsores de algo que se entendía como un movimiento común de la historia del arte moderno. El pase político y simbólico de la continuidad del arte moderno a Nueva York comienza en 1940. El famoso artículo de Harold Rosenberg, “La caída de París”, termina preguntando dónde se encenderá la antorcha del arte moderno; lo escribe ese 1940, cuando entran los alemanes a París. –¿Y por qué se van a Nueva York?
–Una gran cantidad de artistas emigra, no sólo a Nueva York, también a México, por ejemplo. Entre 1930 y 1937 se dan una serie de hechos clave: hay un frente de la abstracción discutiendo con el surrealismo, la exposición de arte degenerado, el cierre de la Bauhaus… Se está demarcando un período en la historia afirmado por el Museo de Arte Moderno de Nueva York, cuyo primer director fue Alfred Barr. Él va consolidando qué es lo que hay que comprar, cómo está representado el arte moderno en momentos en que surge el muralismo mexicano, la escuela americana y su discurso triunfalista, también. Planteo que al mismo tiempo que se fortalece ese relato, la idea de continuidad y de futuro que sugiere esa narrativa, comienza a ser asumida en todas partes. Todas las ciudades con comunidades artísticas se sienten portadoras también de esa misión: continuar el arte moderno en el contexto de la guerra. Siempre se afirma que todo el arte que se produce en el mundo es una copia mimética, dependiente de lo que se hace en los centros, que son unas pocas ciudades europeas y una estadounidense. Creo que, después de la guerra, la pulsión de vanguardia e innovación estaba presente en distintas partes del mundo. Un hecho que representaría el cambio de eje podría ser el viaje del “Guernica” de Picasso, en 1939, organizado por la resistencia republicana. También llegan artistas emigrados que escapan de la guerra que tienen la capacidad de establecer nexos, posiciones para conformar una escena.
–Joaquín Torres García, en Montevideo; Atilio
Rossi, Lucio Fontana, en Buenos Aires redefinen vanguardias en concepto y en práctica más que como puentes. ¿Había un plan cultural? –Atilio Rossi está vinculado a la fundación y editorial Losada, que marcó una red de traducciones para todo el mundo hispano. No hablamos de una periferia. Fontana fundó movimientos aquí. Y no hubiera sido él si no hubiera tenido la experiencia de la vanguardia abstracta en Buenos Aires. Fontana estaba desclasado generacionalmente, porque era mayor que los jóvenes abstractos como Gyula Kosice y Tomás Maldonado. Pero Fontana había hecho monumentos para el fascismo en Italia. Redefine su programa estético en Buenos Aires, en la coexistencia con las agrupaciones de la vanguardia abstracta, que por otra parte se producen todas durante el peronismo: una gran paradoja.
–¿Cuándo se habla de modernidad periférica? –El concepto lo puso en la escena y lo fundamentó de una manera extraordinaria
Beatriz Sarlo. Yo analizo hasta qué punto funciona cuando se utiliza para pensar los movimientos artísticos, de la posguerra en adelante. El arte se vincula a una dinámica sustitutiva, de reemplazo y progreso, fuerte en la articulación de los estilos artísticos. La noción de periferia termina funcionando como un descalificativo. Los artistas se auto representaron como innovadores. Kosice siempre se sintió expresión de una innovación, también Kenneth Kemble, Luis Felipe Noé, Lidy Prati: ellos estaban pensando desde la idea de crear un arte que tenía un valor universal. Torres García no está haciendo un arte que él hubiese calificado como periférico. Hace una escuela nueva de arte, forma un taller, da vuelta un mapa, elabora toda una teoría que es una teoría plástica, con conceptos muy específicos. Nombran lo que están haciendo: universalismo constructivo, coplanar, muralismo, hay una terminología muy específica con la que ellos están pensando, no como periferia sino como innovadores. Y esa pulsión que no neutraliza la relación con las vanguardias históricas, o no la elimina, es lo que me interesa volver visible con más énfasis, para no perderlo.
–Esto demuestra el profundo y productivo cruce entre arte y política en la región. ¿Cómo caracterizarías ese escenario que incluía expresiones que ocurrían en Brasil, México, Argentina, Chile, por ejemplo?
–Hay que empezar eliminando esa idea de que las cosas pasan en otro lado y después acá. Hay formaciones muy específicas que se van articulando de maneras muy específicas. Un Museo de la Solidaridad Salvador Allende como el de Chile no existe en otras partes del mundo. Quiero introducir un concepto que cruza a muchos museos; es muy común que en un comité de museo se diga: “nuestra colección tiene muchos agujeros”. Y yo pregunto: “agujeros respecto de qué”, se habla de un relato que la colección debe espejar. Y por el contrario, yo
pienso que las colecciones tienen que volver productivas las inflexiones propias. Quizás la forma de pensar lo específico es cómo una colección se articula desde una misión que no es la de contar la historia del arte moderno sino, como el caso de este museo, contar la historia de la solidaridad hacia el pueblo de Chile. El desafío de los museos no es dar cuenta de lo que no tienen, el museo no debe, necesariamente, completar un relato. Porque entonces vas al MoMA, a TATE, y encontrás siempre obras de los mismos artistas. En cuanto a la relación del arte con la política, esta emerge en las coyunturas en las que existe la necesidad de producir esa alianza. Y ahí se gestan iniciativas productivas para que la agenda tome visibilidad. Esa relación es una lectura. Por otra parte, todo arte se relaciona con la política, depende desde qué punto de vista lo estás analizando.
–¿Cómo era la relación a mediados del siglo XX, entre los “centros” de Latinoamérica. ¿Qué pasaba entre Buenos Aires y San Pablo, o Santiago y Ciudad de México? ¿Hacia dónde miraban? –Hay redes regionales, sin duda. Torres García da una de sus conferencias en los años
30 en Buenos Aires. Escribía en La Nación, su libro Universalismo constructivo se publica aquí, tiene una lectura intensa por parte de los artistas. Y hay otra red importantísima que es la del muralismo. Es decir, Siqueiros viaja, está en Montevideo, pinta murales en Buenos Aires, en Chile. El movimiento replica informaciones artísticas locales. Tanto el Universalismo o el Constructivismo de Torres García, como el Muralismo mexicano. Hay investigadores como Cristina Rossi que trabaja muchísimo con las redes de abstracción en América Latina, que en los años 50 empieza a tomar otra dinámica. Aparece “Arturo”, en 1944, que se considera la revista que lanza el arte abstracto latinoamericano, concreto; es decir, se diferencian de Torres García. Pero estas poéticas se redefinen en los años 40, desde una abstracción que quiere eliminar todo residuo simbólico: lo que diferencia a los abstractos argentinos, respecto de la escuela de Uruguay, es que rechazan todo residuo simbólico, que en Torres es muy fuerte. Ellos están mucho más vinculados a un imaginario del desarrollo industrial y el diseño. Hay redes, focos regionales y sobre
eso se están desarrollando muchos estudios específicos, rompiendo con esa idea del centro y la periferia, Cristina Rossi trabaja sobre las redes de la abstracción y las del realismo (compartimos cátedra sobre arte latinoamericano), tiene una clase donde habla de todas esas redes de la abstracción. En su libro El arte abstracto, María Amalia García compara la abstracción en Brasil y en Argentina; su modelo trabaja las zonas de contacto o redes, es decir, las relaciones que se establecieron entre personas que efectivamente entraron en contacto, por medio de los viajes, las conferencias y correspondencia, o también las revistas. Y luego las simultaneidades; es decir, personas que nunca estuvieron en contacto pero están diciendo propuestas semejantes, que ocurren al mismo tiempo y rompen con esas cronologías que repetimos, que las cosas pasan primero en Europa y después en América latina o en África. Yo digo, de un modo un poco provocativo, que si aceptásemos la idea de las filiaciones y las influencias como determinantes para el análisis del arte, podríamos pensar que Europa es la periferia de África, porque el cubismo no
existiría sin la escultura africana. Picasso decía, “el arte africano, ¿qué es eso?”. Hace dos años se hizo una exposición en el museo Quai de Branly de París mostrando las fotografías que documentaban la gran colección que tenía Picasso de arte africano... –En relación al título de tu libro, ¿la región logró un canon o también hay que preguntarse si hace falta un contracanon?
–Es un título ambiguo, porque significa al menos dos cosas: contra el canon establecido, contra los artistas canónicos que constituyen esta narrativa del arte moderno que se impone, que sostiene que el arte moderno sucede en cinco ciudades del mundo, pero es el arte del mundo. Y es también contra la idea de canon, contra la idea de que tenemos que esforzarnos todo el tiempo en decir cuáles son las mejores diez obras. Estoy muy lejos de querer alimentar discursos que se basen en la idea de que hay diez o cien obras buenas, porque a cada paso encuentro obras que por distintas razones me producen el mismo interés, o la misma necesidad de explorar por qué se produce ese interés que aquellas que se reproducen en las tarjetas postales de los museos más importantes.