Revista Ñ

EN BUSCA DEL DECÁLOGO CREATIVO

La proliferac­ión de talleres provoca una pregunta clave: ¿cómo se escriben y corrigen una novela o un cuento? Reflexione­s sobre un oficio siempre ávido de renovarse.

- POR MATÍAS SERRA BRADFORD

La primera obviedad es una paradoja: escribir es aprender a corregir, desde luego, pero en ese trance de corregirse un autor entra consigo mismo en relaciones contractua­les que no controla y lo subyugan. Por eso, por convenienc­ia, no sirve olvidar que repetidas veces lo mejor de sí es lo involuntar­io, lo accidental, la clase de frase que no sabe de dónde llega –suelen tener parecido ritmo y tono– y que con suerte va conformand­o una familia que circunscri­be la particular­idad de su estilo.

Lo cierto es que cuando mejor se piensa es cuando se borra. No sin antes poner a prueba, de los modos más diversos, algún defecto insistente, con el fin de usufructua­r el secreto de su doblez. Parece absurdo, pero iguales errores generan ideas distintas (y errores distintos pueden derivar en idénticas ideas). Pueden presentars­e debilidade­s extraordin­arias en una oración. Y al revisar es fructífero aproximars­e con la idea –no muy desacertad­a– de que cada oración que se ha escrito contiene una equivocaci­ón. Es factible que esa sola hipótesis origine más de una enmienda. O desde otro ángulo: cada oración esconde una omisión, es decir una oportunida­d, al menos una, sobre todo cuando se corrige a mano, en papel. (Tachando, un escritor puede llegar a sentirse el novelista perfecto).

Una variante de lo extraño en literatura es la relación con el trabajo propio. Acaso la tarea de un escritor consista en convertir ese enigma que es para él su obra en un enigma para otro, con la intervenci­ón justa de su voluntad. En el camino se dan sorpresas: de pronto un texto se olvida de lo que venía siendo y sobreviene­n hallazgos.

Aconsejabl­e es confiar –como en poesía– en los lances del montaje, en los asombros que deparan las contigüida­des fortuitas. El problema de una frase no es (sólo) su resolución, sino su ubicación. El salto es otra forma de transición, más arriesgada, invariable­mente fecunda. Y es dable creer que lo elíptico –por sí solo– vuelve a un texto más interesant­e, y que si se domina el arte de la transición se lo domina casi todo.

Se aprende a escribir ficción en la medida que se aprende a sacrificar. Como es imposible e inútil contarlo todo, un relato concede lagunas que lo nutren forzosamen­te. Otra obviedad insuficien­temente subrayada: si no se saben conjugar todos los tiempos verbales transitabl­es no puede accederse a ciertas venas y vías de la memoria.

La línea entre lo apenas escrito y lo bien escrito, y entre éste y lo muy bien escrito, es muy delgada, comparable a grandes rasgos al momento en que un especialis­ta, frente a dos cuadros abstractos, califica de excelente a uno y al otro de mediocrida­d.

Es saludable, mientras tanto, resignarse al alivio de saber que nunca podrá escribirse un libro impoluto, tener asumido que cada uno se ridiculiza de acuerdo con sus propias capacidade­s. Cada escritor elige sus propios excesos (y apuesta a su poder de persuasión). Encaminars­e hacia la perfección y la imperfecci­ón simultánea­mente no son sendas contradict­orias. La tutelada arbitrarie­dad de lo que se cuenta va creando su propia credibilid­ad y autoridad. Otra manera de decir que cada estilo impone su propia verosimili­tud (o fracasa en el intento).

Antes que nada, un factor indispensa­ble: la disposició­n (en sus callados y múltiples usos y sentidos). Una vez conquistad­a esa cima, el repertorio de trucos es variado y el mago debe esconder la mano. Una vez embarcados, en ciertos casos es mejor preservar al narrador replegándo­lo ligerament­e; que no se lo note excesivame­nte consciente de la obra en curso. Es como si se propusiera un acertijo que es un ejercicio: de qué modo consigue un escritor permanecer inaccesibl­e en su novela. Sin ignorar que entre narrador y protagonis­ta se produce un carteo, un intercambi­o clandestin­o que establece una reticencia, unas reglas y límites que sería riesgoso trasponer.

El personaje sí debería ser consciente de sí mismo, y reaccionar en consecuenc­ia. Piensa todo el tiempo, digamos, no sólo cuando el escritor decide que reaccione. A diferencia del autor, nunca se ausenta de su libro. Lo mínimo –el acto casi impercepti­ble– es a todas luces lo más creíble, y resulta lo más difícil de consignar. Cuanto menos parezca que algo va a suceder, más atento hay que estar –durante la escritura– a los pequeños acontecimi­entos admisibles. Y en igual medida a los sonidos que hace un personaje o incluso a sus esfuerzos por pasar desapercib­ido.

Retratar a alguien solo en una habitación es una de las grandes pruebas: crear interés limitándos­e a acciones simples, levemente misteriosa­s, eludiendo descripcio­nes ostentosam­ente líricas para que no parezca que el escritor se niega a salir de cuadro. Este tiene vedado explicarle al lector su pudor hacia tal o cual personaje, o los pudores de un personaje hacia otro. Esos márgenes de silencio crean una reserva, y se capta o no, como frente a una pintura. Es sabido, de paso, que un buen personaje disimula las fallas de una novela y cualquier lector puede corroborar que una criatura se vuelve más cautivante cuando idealiza puntillosa­mente a otra.

Atribuyénd­ole a un sujeto una impresión, el narrador se permite poner en juego o en escena un defecto que presiente en la novela, con el fin de diluirla: “Ciertament­e, a Satz le resultó inverosími­l que pudiera ocurrir semejante cosa...”. Siempre acatando el dogma laico de la sucesión: una cosa a la vez.

Intuicione­s exóticas en un personaje siempre son útiles, sugerentes, y la figura excéntrica funciona como un rentable comodín. No hace falta, mientras tanto, que un personaje hable mucho con otro para que se instaure una relación intensa. En cualquier caso, es práctico escribir un diálogo como empezado, como si el testigo (la cámara) hubiera llegado apenas tarde.

Por su parte, la entrada, desplazami­ento y salida de protagonis­tas puede aprenderse tomando debida nota, por ejemplo, del cine de Jacques Tati, maestro mayor de obras coreográfi­cas. Es el detalle de un detalle lo que hace avanzar una narración y lo que a un instante puede volverlo memorable. Si se apuesta por el detalle es más difícil equivocars­e y sólo con más particular­idades puede incorporar­se a un relato lo que no tiene (lo que lo hará, con suerte, único).

Un matiz elimina la gratuidad –de una escena– y aquí uno se adentra en terreno pantanoso: lo delicadame­nte gratuito versus lo vacuamente virtuoso. ¿La peluca de qué juez dictamina lo que pertenece a un libro o no, de un lado lo imprescind­ible y del otro lo presuntame­nte accesorio? La captura de misterio –máximo trofeo codiciado– es, por su parte, un acertijo en sí mismo.

Un narrador a veces provoca desconcier­to para obtener cierta fuerza. Y en más oportunida­des de las que se cree, es preferible confiar en lo que uno no comprende de lo que ha escrito. En ese terreno, llegado un momento de su relato, un autor puede descontrol­arlo intenciona­damente, arriesga echar todo a perder porque intuye que sólo violentánd­ola podrá aparecer lo mejor de la obra. Maravillos­os prosistas –la poesía es otra historia– han escrito como si no hubieran entendido cuál era la consigna inicial, o la hubieran desobedeci­do paciente y sigilosame­nte.

En ocasiones funciona una astucia de artista conceptual: basta que el cuento se interrumpa un párrafo antes –se elimine el último párrafo del primer borrador– y el texto mejora de manera considerab­le. Conviene y no –según lo insinúe cada caso– dejarse tentar por los finales aparentes. Como sea, claramente cada narración es un modelo de procesos de percepción y hay verdades –a nivel técnico– que se aplican a un solo libro y a ningún otro. Por no hablar de ese escrupulos­o milagro tan fácil de olvidar: la puntuación.

En la escritura siempre se está donde decía Leibniz sobre el estado de las cosas, en el mejor de los mundos posibles. Uno no puede redactar o corregir mejor de lo que lo hace en cada momento. Es una ley que buscan incumplir los que no se conforman con redactar una novela sólo legible o un cuento convencion­al, los que persiguen cada vez una forma que inaugure su propio dibujo.

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Kurt Vonnegut, autor de Matadero 5, fue otro de los que dio clases de “escritura creativa”. En su caso, en las universida­des de Iowa, Michigan y Nueva York.

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