Revista Ñ

Mundos en plena desintegra­ción

Cine argentino y epidemias. De un documental de 1920 a la recién estrenada Tóxico, un recorrido por las películas que abordaron los contagios masivos.

- POR DIEGO MATÉ

Augusto va a hacer las compras con barbijo y en la cola del supermerca­do empiezan los problemas: que no hay débito, que el cliente no tiene efectivo, que el cajero no puede aceptarle la tarjeta, que otro cliente aprovecha para irse sin pagar. Augusto permanece impertérri­to ante el caos creciente: sigue en la fila y espera en silencio su lugar como un espectador impávido. Tóxico, de Ariel Martínez Herrera, fue pensada y filmada antes de la pandemia que nos toca en suerte. Ahora se estrena en la plataforma Cine.Ar y parece dirigida a una población mundial que ocupa el mismo lugar de Augusto: un observador pasivo de un derrumbe planetario. El derrumbe, justamente, es el gran tema del cine catástrofe y de sus variacione­s distópicas entre las que se cuentan las pandemias. Un cine que en la Argentina se hizo muy poco. Una rara avis, Tóxico se dedica a acompañar a su pareja protagonis­ta en su exilio hacia el campo. Augusto (Agustín Ritanno) y Laura (Jazmín Stuart) viajan en un motorhome hacia una casa que, como siempre en el género, es más una excusa para la fuga que un destino seguro. En la ruta, aprovision­ados con barbijos, comida y medicament­os, el director trata de replicar sin mucho éxito el nervio de los relatos de sobrevivie­ntes que se abren paso por un mundo en descomposi­ción. Un tema que, con salvedades, al cine argentino no parece haberle interesado mucho.

Una excepción es Fase 7 (2011), también con Jazmín Stuart, de la que ya se puede decir que es una especialis­ta en el género. En la película de Nicolás Goldbart, un virus circula globalment­e y fuerza a los gobiernos a decretar virtuales estados de sitio. En Buenos Aires, un edificio con dos infectados es puesto en cuarentena. La situación escala rápidament­e y los vecinos empiezan a complotars­e unos contra otros. Una tos leve o la mayoría de edad pueden transforma­r al prójimo en blanco inmediato de persecució­n o saqueo de víveres. Daniel Hendler compone a uno de sus tarambanas con suerte, de esos que se salvan el pellejo de milagro a cada rato, y el viejo amable que hace Federico Luppi se transforma de un momento a otro en un hábil tirador que ajusticia a sus enemigos con perdigonaz­os certeros. La sátira desbocada de Fase 7 puede verse hoy como un anticipo imprevisto de la ola de denuncias, amenazas y notas anónimas que en tiempos de Covid-19 se volvió el deporte predilecto de ciudadanos afines a la delación.

Pero el cine argentino imaginó cuarentena­s menos terribles, como la de La cigarra no es un bicho (1963). Después de tres meses de trabajar de noche, el personaje de Luis Sandrini lleva engañada a su esposa a un hotel alojamient­o diciéndole que van al velorio de un amigo. Cuando se entera de la artimaña, la mujer se enoja y está a punto de irse, pero entre una cosa y la otra todo se arregla. Justo en ese momento, los interrumpe una noticia inesperada: en otro cuarto hay un marinero contagiado de peste bubónica. Se avisa a las autoridade­s y cierran el hotel: la cuarentena sorprende a varias parejas que esperaban retirarse del lugar pronto y disimulada­mente. La peste y sus cuidados son el McGuffin que Daniel Tinayre emplea para dedicarse a la observació­n de costumbres: los amantes responden a caricatura­s sociales que el relato ubica con precisión en la brújula moral de la época.

A diferencia de la cigarra, la mosca sí es un bicho, que transmite enfermedad­es. La mosca y sus peligros, de Eduardo Martínez de la Pera y Ernesto Gunche, es un documental científico de 1920 que se ocupa de describir biológicam­ente al insecto, sus efectos nocivos y los métodos con los que se lo puede combatir. Rescatada por el Museo del Cine en 2009, se cree que fue encargada por el gobierno después de conocerse los estragos de la gripe española. Una rareza absoluta, sobre todo porque nos encontramo­s en la que segurament­e sea la etapa menos explorada por el cine argentino (o de cualquier parte) de una pandemia: la prevención. El celo del documental por los datos y la educación sanitaria lo conduce a toda clase de excesos que alejan a la película del terreno de la ciencia y la acercan más al terror clase B de décadas posteriore­s: las moscas observadas en el microscopi­o, ya sea que estén clavadas con alfileres, comiendo, poniendo huevos o emergiendo de la lupa son imágenes de un horror infrecuent­e que disipan cualquier posible empresa pedagógica. Los métodos sugeridos para matarlas están en la misma escala monstruosa: uno muy efectivo parece ser una mezcla de leche, azúcar y formol. De todas formas, varios carteles informan, con tipografía subrayada, que “para destruir moscas todo medio es bueno”.

Como ya lo sabía Jean Epstein, el cine produjo nuevos temblores cuando permitió filmar y mostrar los mundos infinitame­nte más grandes y más pequeños que nos rodean. El cine argentino supo retratar pandemias de un polo y de otro: los espantos microscópi­cos de La mosca y sus peligros son la cara (in)visible y necesaria de las ciudades diezmadas de Fase 7 o Tóxico.

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Filmada por Ariel Martínez Herrera antes de la aparición del Covid-19, las imágenes de Tóxico remiten a nuestro presente como una premonició­n.

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