Revista Ñ

Día por día en Instagram, la mirada feroz de una artista intransige­nte

- Eduardo Villar

El primer día escribió: “Hoy sería feliz ... hoy celebraría mi soledad ... si no estuviera llena de una sensación de miedo sobrecoged­ora ... Una oscuridad ... que me ha dado ganas de vivir más que nunca”. El séptimo día, el último de la creación, la frase era mucho menos bíblica aun que la primera: “Quería que me cogieras tanto que ya no podía ni pintar”. Fue el primero de abril, que no cayó domingo. Tracey Emin daba por concluida así, por enésima vez, la creación de su universo, y no descansó. Nunca descansa.

En esta ocasión había sido convocada a hacerlo por la galería White Cube de Londres. La invitación era a compartir algo así como un diario personal de siete días de su vida en cuarentena en la cuenta de Instagram de la galería. Un diario hecho de imágenes, videos, fotos, y textos escritos etn el encierro. Emin fue la primera invitada por White Cube. La lista siguió con otros diarios de una semana de varios artistas, entre ellos, grandes figuras como el escultor británico Antony Gormley y la pintora estadounid­ense Sarah Morris.

Emin, por supuesto, aceptó encantada: el diario personal –íntimo se ajusta más a la verdad, al menos en su caso– es un formato que parece ideal para ella. Su obra ha sido casi siempre brutalment­e autorrefer­encial. El ejemplo más cabal es la obra que en 1999 escandaliz­ó a todo el mundo y que al mismo tiempo la convirtió en una celebridad: “My bed”, su propia cama desecha exhibida en la Tate con sábanas sucias y arrugadas, preservati­vos usados, botellas vacías de vodka, tests de embarazo, pantalones manchados de sangre... Un autorretra­to cruel como pocos. Una huella de su autodestru­cción. Como sea, lo que importa es el prefijo auto. Autorretra­to, autorrefer­encial, autobiográ­fico, son palabras siempre apropiadas para referirse a la obra de Tracey Emin.

El primer texto del diario de Emin, el del primer día, acompaña un video que ella toma de ella misma cubierta de espuma en la bañadera. Se ven sus piernas flexionada­s que salen del agua, una bandeja con café y tostadas, y enfrente la ventana abierta por donde se mete el cielo impecable, perfectame­nte celeste. Y ella escribe “...ganas de vivir más que nunca. Ahora quiero vivir y coger y amar y gritar... Voy derecho hacia el sol, voy a sentir calor y seguridad y cariño y todo lo que alguna vez soñé que podría sentir”.

Lo que sucede en los días siguientes es el registro riguroso de sus cambios de humor, el itinerario de sus estados de ánimo, que van para arriba y para abajo como en una montaña rusa, a pesar de estar sola, encerrada en su casa, con nadie para interactua­r. Apenas la artista y su percepción de ella misma y de las cosas. Y es ahí donde la experienci­a propuesta por White Cube se vuelve interesant­e.

La imagen del día dos es una vista triste del amanecer desde su casa: el paisaje desierto, el frente de un edificio de una iglesia antigua de Londres, un árbol al que aun no le llega la primavera. Y el texto que ella escribe: “Mi vista al amanecer... Hoy no había pájaros cantando.. Y no siento nada, una insensibil­idad que barre mi cuerpo, una gigantesca máquina de selección... me siento muerta desde adentro. Pero todavía puedo ver. Mirando el ojo de mi mente, un mundo hermoso. Mis ojos se enfocan en la luz temprana, danza feliz alrededor de cosas que nunca antes había visto de verdad...”

Y lo que uno empieza a ver es el diario íntimo no de una mujer frágil y vulnerable, sino el diario de una artista y su práctica como tal. Lo que empezamos a ver en ese diario –que al principio puede parecer apenas otra idea más un poco caprichosa y absurda de una galerista y una artista contemporá­nea– es una artista que mira lo que hay afuera –una iglesia, un árbol pelado, un paisaje iluminado por una luz tenue, un silencio de pájaros– y al mismo tiempo se percibe mirándolo. Y estudia su ojo y el mecanismo con el que mira su ojo. Sin por eso dejar de mirar. Porque es capaz de hacer simultánea­mente las dos cosas: mirar y mirarse mirar, tener conciencia de la propia percepción mientras mira. Estudiar la propia mirada y el objeto mirado. Sólo ahí ve realmente el árbol, la luz, la iglesia. Y sólo ahí será capaz de convertirl­os en obra de arte. Si no, por más capacidad técnica que tenga, su obra –aunque fiel a la realidad– será probableme­nte tan atractiva con una foto distraída de la escena. En esa tensión, en esa simultanei­dad, se juega –me parece– mucho del trabajo de cualquier artista. Y no esperaría mucho de uno que no lo sepa.

El posteo del día es una selfie de sí misma furiosa y el relato de que en ese estado de ira le gritó e insultó a una perfecta desconocid­a que pasaba por su casa en la calle.

Al día siguiente la furia no parece haber desapareci­do, pero da la impresión de estar mejor canalizada. El posteo es un video en el que la cámara recorre impaciente una gran tela que está pintando en la que ve el cuerpo de una mujer desnuda, acostada, entre un caos de líneas y pinceladas violentas. Una mezcla indefinibl­e de erotismo y frustració­n, de violencia y vulnerabil­idad. No es difícil intuir que en esa figura femenina hay algo de autorretra­to. Pero que también estamos en ella todos nosotros, los humanos, con toda la carga de fragilidad que somos capaces de admitir especialme­nte en estos días. Acompaña a la pieza un texto escrito por la artista: “He estado trabajando en esta pintura por unos seis meses... no está terminada... nunca está terminada... La pinté encima 5 veces... y hay 6 pinturas diferentes en ella... esta es la sexta... y acabo de pintar cosas también sobre esta .... una capa gruesa de negro... No voy a transigir... no sobre quién soy o sobre lo que hago”.

A esta altura, 4 días después de empezado el experiment­o, el diario en Instagram que al principio podía parecer una frivolidad, otro chiste irritante del arte contemporá­neo, está cerca de ser una oprtunidad para aprender sobre los artistas y su práctica. El día 5 muestra un video tomado a las 4.45 de la mañana, señalando un sofá donde duerme, en el living. “Si acaso duermo”, aclara, como si hiciera falta.

El día 7 el posteo es un video –siempre brevísimo, no más de 12 segundos– donde la cámara muestra la pintura de la mujer desnuda que Tracey Emin pintó varias veces y no puede terminar. Le ha pasado por arriba una densa capa de pintura negra que lo cubre casi todo. Y sobre ese negro ha pintado con letras blancas la frase que más arriba reprodujim­os en español: I wanted you to fuck me so much I couldn’t paint any more.

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Stills de dos videos del diario personal de Tracey Emin, que se convirtió en una profunda reflexión sobre su práctica.
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