LA TRADUCCIÓN, SUS MAPAS Y FUGAS
Encuentro. Una conversación entre la escritora argentina Ariana Harwicz, que reside en Francia, y el traductor Mikael Gómez Guthart.
Del comercio entre lenguas, de la circulación de las obras, de los malentendidos, del silencio. De estos asuntos conversan la escritora argentina Ariana Harwicz, autora de Matate, amor, y el traductor francés Mikael Gómez Guthart, que vertió a su idioma a Ricardo Piglia, Alejandra Pizarnik y Pablo Katchadjian, entre otros. MGG: El traductor es por naturaleza infiel, y me parece muy bien así. El ejemplo de Max Brod lo dice todo. Además de haber sido el amigo supuestamente infiel de Franz Kafka, al no haber quemado sus escritos, Brod fue crítico musical para distintos diarios en lengua alemana de Praga antes de la guerra y un novelista muy productivo. Desgraciadamente hoy en día su obra ha caído en cierto olvido y su nombre es casi siempre sinónimo de “traidor”. En fin, conoció a muchos compositores y empezó a traducir (él decía “adaptar”…) óperas para Leoš Janáûek. Al parecer no solamente traducía los libretos del checo al alemán sino que también lo “asesoraba” en sus composiciones. Añadía ideas suyas, cambiaba títulos, quitaba frases que no le gustaban. Influía directamente en la construcción y difusión de la obra. Me parece que hizo exactamente lo mismo con la obra de Kafka. De hecho, queda clarísimo que Kafka no creía en las traducciones. Hay un par de cartas a Felice Bauer bastante divertidas donde dice que las traducciones son en realidad “adaptaciones insoportables”. Son los grandes tránsfugas de lengua… ¿Conocés a Juan Rodolfo Wilcock y a Edouard Roditi, no?
AH: Juan Rodolfo Wilcock es la figura perfecta, cubre todo el arco de la experiencia del traductor al ser también poeta y crítico. Wilcock reescribiendo sus propias obras en italiano creo que cierra el círculo virtuoso. En esos años cuentan que le escribió a Miguel Murmis diciéndole: “Veo a la Argentina como una inmensa traducción”. Eso es alguien que entendió qué es la Argentina, ¿no? Edouard Roditi participó como intérprete del ejército americano en los juicios de Núremberg. Qué interesante, después de haber sido el traductor al inglés de André Breton: haber traducido al surrealismo y a los nazis. Roditi es otro ejemplo de traductor como artista total. Qué diferencia con los traductores profesionales que acumulan traducciones por encargo de textos multipremiados y con mucha visibilidad, toda una marca de época… En estos tiempos de visibilidad, habría que establecer algo así como una “lista negra”, “una lista no visible” y no políticamente correcta de las lenguas objetadas e inobjetadas del mercado editorial. Del campo literario que habilita o inhabilita una traducción y también el uso político, demagógico de algunas traducciones. ¿Del español al inglés, del inglés al español, del griego al holandés o del italiano al chino, del árabe al hebreo o del portugués al ruso? ¿Qué pasajes se privilegian más y por qué?
MGG: Traducir es efectivamente una forma de leer, por eso creo que no hay ni buenas ni malas traducciones. Podemos discutir la interpretación de tal o tal traductor, nos podrá convencer o no su lectura, pero al final una traducción termina siendo una simple propuesta. Habría que establecer una cartografía mundial actualizada de los flujos de las traducciones por país y por idioma. De hecho, Franco Moretti hizo algo parecido con su Atlas de la novela europea. En Francia, la gran mayoría de esta circulación se hace desde el inglés. Israel Joshua Singer, el hermano mayor de Bashevis, tuvo muchísimo éxito con su novela Los hermanos Ashkenazi y su adaptación teatral se estrenó en idish por todas partes. Encontré por casualidad un diario antiguo con una reseña del estreno parisino de la obra en el Théâtre de la Porte-Saint Martin en 1938. El crítico expone una teoría bastante original: para él, el hecho de que la mayoría del público no hubiera entendido los diálogos, en idish claro, le dio más fuerza cómica a la obra. Añade que probablemente les hubiera parecido insoportable si la hubiesen traducido al francés. Puede ser a veces necesaria y hasta productiva una dosis de malentendido. La literatura –en realidad la vida en general– necesita “la dulzura de un misterio”, para retomar la fórmula de Proust en El tiempo recobrado. Lo digo en serio, creo que no hay que entenderlo todo, enseguida y en simultáneo. El misterio y el secreto son dos ingredientes fundamentales.
AH: Creo que tengo una relación con los traductores bastante distinta a la de otros escritores contemporáneos porque para mí es un asunto que me incumbe casi como la escritura. No quisiera que mis novelas en otros idiomas fueran como hijos bastardos. Incluso, muchas veces entre traductores me siento una infiltrada. Quizás si no viviera en otro idioma no tendría esta relación con mis libros traducidos y podría verlo como lo que es, la escritura de otro. Trato de pensar con el traductor todo lo que el traductor me deja, que a veces es muchísimo, como el caso del inglés y el francés, y a veces es poco, como en alemán, o nada como en turco o georgiano. Pero siempre creo que hay un lazo, una dependencia, una relación amorosa entre el autor, el texto y el traductor. Y esa relación, digamos amorosa, se ve en el texto. Estando en Varsovia me di cuenta de que los lectores tomaban la novela, Matate, amor, como una novela local, y que el personaje les parecía, obviamente, de nacionalidad polaca. ¡Pero me pasó lo mismo en otros países!
MGG: Debe existir una clase de escritor que elabora su obra en función de sus traductores. Freud al parecer formaba parte de ella. En una carta a Ernest Jones le confiesa que se arrepentía de haber escrito “el yo y el ello” porque le parecía imposible de recrearlos en inglés. Se escribía con sus traductores. ¿Vos pudiste conocer a algunos?
AH: Mi traductora al polaco no quiso conocerme. Fui a Varsovia a participar de algunas charlas y mi editora, supongo que al verme emocionada, me advirtió que la traductora no quería conocerme. Lo sentí como una cita que fracasó, una cita de Tinder mal armada. Creo que tenía la teoría conspiradora o supersticiosa de que conocer al autor mata al texto traducido o algo así. Mi primera traducción fue al hebreo, mi lengua de la infancia, y entendí que la traductora había sabido oír la música, había sabido tocar las notas sin falsearlas, sin demagogia, y eso que a la lengua casi no la hablo. Pienso en toda la literatura del límite de la palabra, como Blanchot, siempre al filo del silencio, y de anular la figura del escritor, la identificación con ese supuesto llamado autor. Blanchot dice algo que siempre me gustó y me sirvió para escribir diálogos: “El drama, y el lado fuerte, en todas las confesiones ‘verdaderas’, es que uno comienza a hablar sólo en vista de ese momento en el que no se puede continuar”. Y pienso en Aharón Appelfeld, en su mutismo, su tartamudez y todos los trastornos del habla que él tuvo y que forman su escritura. En Appelfeld entra de manera exponencial todo el drama de la lengua materna, la lengua de adopción y el esfuerzo físico que significó para él aprender el hebreo y dejar de lado su lengua materna. Él lo cuenta bien, esa generación para la cual el abandono de la lengua materna no fue sólo un asunto político, sino existencial. Para mí ahí está la enunciación misma de la escritura. Me acuerdo de haber leído en el diario de un prisionero del gueto de Varsovia: “No más palabras, no más palabras, no más palabras”.