Revista Ñ

LA CRÍTICA EN MANOS DE UNA POLEMISTA

Cynthia Ozick. En sus ensayos, la novelista discute cuestiones como la ausencia de lecturas de peso en el campo literario contemporá­neo.

- POR RODOLFO BISCIA

En el ensayo más pendencier­o de su última compilació­n, Cynthia Ozick vuelve a alzar la voz frente a la marea ascendente de la incultura. Se pone en la postura incómoda de subir al estrado y, en calidad de narradora y ensayista, juzgar a los críticos. Su artículo “Los muchachos en el callejón, lectores que desaparece­n y la gemela fantasmal de la novela” parte de la polémica entre dos escritores actuales (Jonathan Franzen y Ben Marcus), pero la trasciende en dirección a un diagnóstic­o de época.

A esta partidaria de la cultura high brow no le preocupa la oposición entre una literatura para todos (Franzen) y un experiment­alismo para un puñado de lectores escogidos (Marcus). Y, si bien le horroriza que las cuestiones literarias se ventilen en el programa de Oprah Winfrey, tampoco le inquieta la decadencia de la lectura en la era digital ni la superviven­cia de la novela, esa especie siempre viva. Lo que la desvela es la proliferac­ión de “reseñistas” y la ausencia de una “crítica seria”.

No es que ya no existan críticos de fuste (ella desgrana unos pocos nombres: James Wood, Adam Kirsch, Daniel Mendelsohn). Es sobre todo un problema estadístic­o, de correlació­n de fuerzas: Ozick no cree que existan los suficiente­s como para asegurar la expansión de una cultura literaria robusta. Y es probable que no le falten razones.

Hay muchas variedades de reseñistas, desde el entusiasta amateur hasta el profesiona­l mercadotéc­nico, y la autora se divierte esbozando una clasificac­ión satírica. Resulta menos convincent­e cuando prescribe aquello que debería ser la crítica. Muchas frases del ensayo abren avenidas a la reflexión matizada, pero otras conducen al dogma, o al callejón patotero donde Ozick, no sin sexismo y una pizca de desprecio, recluyó a los dos polemistas citados (los “muchachos” en cuestión).

Nótese, por ejemplo, que el tropo de los “gemelos fantasmale­s” relega a los críticos a la doble condición de clones y de espectros. Es difícil acordar con ella cuando afirma, con énfasis decrecient­e, que “un crítico no es nada sin una postura autoritari­a, o sin un estándar, o incluso un prejuicio”. Pero la tesis de que “atenerse a un punto de vista es un valor crítico en sí mismo” se parece mucho a una falacia. ¿No es mejor aquel crítico que exhibe sus vacilacion­es, siempre más instructiv­as que sus asertos – o errores– categórico­s?

Tan competente en las ficciones breves y largas como en el ensayo, Ozick es una virtuosa de la close reading, joya o fósil de otra época. Es cierto que su erudición es poco porosa a otra dimensión de la cultura que no sea la libresca. Pero qué fraseo exquisito al comentar con minuciosid­ad talmúdica textos escritos por terceros. Hay hallazgos en casi cada página de Críticos, monstruos, fanáticos. Desde un ángulo desacostum­brado, la autora analiza la incursione­s del crítico Lionel Trilling en la escritura de más de una novela. O moviliza la alta retórica para colocar a W. H. Auden en el centro de irradiació­n de la poesía moderna.

Revive el impacto que le causó la lectura de un libro de Leo Baeck (La religión romántica, 1922) y desmonta los clichés sobre Kafka mientras lee la kilométric­a biografía de Reiner Stach. Propone una hermosa definición de lo que pueden ser los ensayos – “cartas públicamen­te personales a los lectores”– en su aproximaci­ón a la correspond­encia de Saul Bellow. A propósito de una novela de Martin Amis, reflexiona con refinamien­to sobre un dilema fastidioso: los límites morales de la imaginació­n del narrador. Al pasar, impugna El lector de Bernard Schlink,per os e detiene en la trilogía alegórica de H. G. Adler (sobrevivie­nte y cronista de Auschwitz)yco menta MiddleC, una de las últimas ficciones de William Gass.

Leído a trasluz, Críticos, monstruos, fanáticos ratifica un canon donde el padre tutelar continúa siendo Henry James, un cristiano secular. (Después de todo, Ozick se atrevió a reescribir Los embajadore­s en su novela Cuerpos extraños.) De allí en más, la autora defiende un linaje altivo de las letras ju de o norte americanas, en el que ella misma se inscribe de modo tácito. En esa genealogía no faltan adhesiones previsible­s ni exclusione­s polémicas.

Si pone en duda la vigencia de grandes escritores antisemita­s (Eliot, Pound), Ozick también menospreci­a a algún cofrade (Allen Ginsberg, rebajado a “místico declamator­io y rasgueador de violines”). Ya hemos visto que venera a Saul Bellow. Y considera que las ficciones de Bernard Malamud no tienen un ápice de parroquial­ismo: sus novelas son tan norteameri­canas, opina, como las de Fitzgerald o Faulkner (no parece esforzarse en demostrar lo mismo para el caso de Philip Roth, quizás porque no hace falta). Desliza alusiones ladinas a Sontag y desestima a Arendt (“intelecto tan herméticam­ente encerrado que nada podía penetrar la armadura de su síntesis”). De este juicio severo quedan en pie críticos como Lionel Trilling y, entre otros, Harold Bloom (a pesar de su inflexión oracular).

Pero esta familia de las letras ju de o norte americanas tiene un punto ciego, un eslabón extraviado. Y la propia Ozick– pe rita en la culpa– se encarga de señalarlo con el mismo dedo acusador que reserva para condenar las faltas de otros. En su ensayo “Nobleza eclipsada”, evoca a los poetas estadounid­enses que, en pleno modernismo, se obstinaron en escribir en hebreo. Para ello recurre a la investigac­ión de Alan Mintz, autor de Santuario en la desolación. Una introducci­ón crítica a la poesía hebrea norteameri­cana. En este libro, Mintz nos familiariz­a con el patriciado de autores que no sólo le dieron la espalda a la vanguardia, sino también al yíddish. He estado hojeando el volumen, y es tan fascinante como Ozick deja entrever. En sus capítulos desfilan doce apóstoles de una causa destinada a la opacidad. Entre estos poetas estaba Eisig Silberschl­ag, traductor de Aristófane­s al hebreo. O Gabriel Preil, el más joven del grupo, el único permeable a las seduccione­s del modernismo. También el polaco Israel Efros, por nombrar a otro. Y, sobre todo, Simon Halkin, quien sostuvo una rivalidad de por vida con Abraham Regelson.

El ensayo que Ozick dedica al libro de Mintz se lee con el suspenso que reservamos a una historia policial: en especial porque, en el clímax del relato, la escritora revela que Regelson fue su tío. Acto seguido, la sobrina lamenta no haber estado a la altura de su herencia. Más aún, habría sido ella misma quien mató el hebreo en los Estados Unidos: “Si los hebraístas estadounid­enses están en eclipse, es porque nosotros, que podríamos haber sido sus sucesores, hemos resultado unos iletrados sin curiosidad”, concluye con lógica impecable.

Es un gran momento de este libro asombroso, un momento que queda resonando en la memoria del lector. Porque, más allá de toda nacionalid­ad y toda etnia, el crimen que ella asume es también el de muchos de nosotros: un crimen de lesa curiosidad.

 ?? AFP ?? Después del excelente Metáfora y memoria, otro volumen de artículos de la autora de Los papeles de Puttermess­er.
AFP Después del excelente Metáfora y memoria, otro volumen de artículos de la autora de Los papeles de Puttermess­er.
 ??  ?? Críticos, monstruos, fanáticos y otros ensayos literarios Cynthia Ozick
Trad. Ariel Dilon Mardulce
273 págs.
$ 670
Críticos, monstruos, fanáticos y otros ensayos literarios Cynthia Ozick Trad. Ariel Dilon Mardulce 273 págs. $ 670

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina