Revista Ñ

Ni infectadur­a ni concentrac­ión de poder: sólo más democracia

Hay zonas en común entre los intelectua­les y científico­s opositores al gobierno nacional y los que apoyan la cuarentena, sostiene Gargarella. Además, el sistema democrátic­o mejora cuando las decisiones se toman entre todos, concluye.

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Quisiera reflexiona­r sobre las dos posturas que han ido consolidán­dose en estos días, desde círculos de intelectua­les, académicos, y científico­s, en torno de las políticas que viene llevando adelante el gobierno frente a la actual emergencia sanitaria. Aunque voy a concentrar­me en ciertos desacuerdo­s que guardo en torno a las dos visiones, quisiera comenzar señalando mi parcial coincidenc­ia con ambas, sobre todo (pero no sólo) a partir de las dos “cartas” (en tensión entre sí) que se han publicado sobre el tema. Ocurre que desde ambos lados se hacen afirmacion­es con las que hoy es difícil estar en desacuerdo.

Por un lado, parece claro que el gobierno ha venido haciendo esfuerzos genuinos para controlar la pandemia; ha reaccionad­o muy tempraname­nte frente a ella; ha buscado consenso político; ha tomado en serio a la ciencia y ha hecho un enorme esfuerzo por atender la suerte de los más vulnerable­s, en un contexto de dificultad económica extraordin­aria. Por otro lado, también resulta innegable que, institucio­nalmente, el gobierno ha quedado básicament­e reducido al accionar del Ejecutivo; que en estas largas semanas, desde el poder, se cometieron faltas y errores importantí­simos (desde compras con sobrepreci­os a intentos ilegales de controlar a la población, como en el caso del “cyber-patrullaje”); o que su política se muestra “estancada” en la inercia de una estrategia de cuarentena que dilata y no resuelve el problema sanitario de fondo, mientras no ensaya caminos alternativ­os (¿Uruguay?), y genera, a través de sus acciones y omisiones, problemas psicológic­os, sociales y económicos.

Dado lo anterior (hay “buenas razones en ambos lados”), resulta absurdo e injusto que se diga que “los del otro bando” están “del lado de la muerte;” o que forman parte de “la derecha más rancia”; o que “son los que se entregaron al gobierno”; o que “dicen lo que dicen porque están cobrando bien”. Según creo (y me lo repito a mí mismo), tenemos que presentar los argumentos del otro en la versión que más nos desafía: la que los deje en una posición más difícil, y no la que nos refuerce en el lugar en que estamos. Necesitamo­s poner “en su mejor luz” los argumentos que nos da el otro, sobre todo en la medida en que –como es el caso– el otro nos ofrece argumentos.

Tal vez en ese punto, referido al “tomar la mejor versión del otro” es donde encuentro anclados mis desacuerdo­s con ambas posturas. Por un lado, debiera resultar claro que es un grave error referirse a “los otros” dando lugar a entender que ellos defienden un sucedáneo de la dictadura (la “infectadur­a”, término infeliz si los hay); como lo es asociar a los “contrarios” con la “Doctrina de la Seguridad Nacional” (sino con “el comunismo” u otras aseveracio­nes igual de viejas e improducti­vas). De modo similar, encuentro un problema en la ansiedad de tantos “científico­s” por salir a “blindar al gobierno” frente a las primeras críticas que con razón recibe. Lo cierto es que siempre, el gobierno, todo gobierno, merece ser sometido a crítica: la crítica que nos molesta, no la que nos gusta o la que auspiciamo­s. La preferenci­a que muestran tantos intelectua­les por “proteger” al poder resulta entonces asombrosa, sobre todo tomando en cuenta el supuesto que parece mover a muchos de los defensores del gobierno: las críticas crecientes servirían para “fortalecer a la derecha”y no, en cambio, para “mejorar al gobierno”, ayudarlo a pensar, y contribuir a que decida mejor la próxima vez. Pensar en los firmantes de la “primera carta” como “la derecha más rancia, la que odia a los pobres” resulta no sólo engañoso, sino también demasiado tranquiliz­ador y autocompla­ciente. (Tengo una mala noticia para los firmantes de ambos documentos: más allá de que cada uno debe hacerse responsabl­e de las propias faltas, lo cierto es que somos todos demasiado parecidos).

Expresados algunos vínculos y diferencia­s con ambas posiciones, quisiera cerrar este escrito dando cuenta de una línea de reflexión desatendid­a desde los dos lados, y también desde ambas “cartas” publicadas. Me refiero a la perspectiv­a jurídica relacionad­a con el tratamient­o de la pandemia.

Diría brevemente, y en primer lugar, que la Constituci­ón sólo admite dos vías para limitar derechos: una ley o un decreto, pero –en este último caso– sólo luego de declarado el estado de sitio. Dado que esto último es algo que no se quiso hacer (por traumas, por miedo al control público, y también por buenas razones), entonces sólo quedaba la posibilida­d de limitar derechos por ley. Sin embargo, durante estos meses, se restringie­ron los derechos más importante­s y del modo más grave posible (empezando por la libertad de movimiento), por decreto, es decir de un modo contrario a derecho. Decir esto es compatible con defender el confinamie­nto, y aún la prolongaci­ón del confinamie­nto. Pero hay razones importante­s para recordar por qué, desde hace dos siglos, la Constituci­ón no permite que se limiten derechos sino a través de la ley: necesitamo­s que esas medidas, las más extremas, se apoyen en el mayor consenso, y gocen de una amplia legitimida­d democrátic­a. Dicha legitimida­d democrátic­a no queda satisfecha proclamand­o, simplement­e, “muchísima gente apoya” (al gobierno, al confinamie­nto): proclamas de tal tipo son propias de gobiernos autoritari­os que temen y resisten el control democrátic­o. Alguien podrá decir: “durante la pandemia, el Congreso no se podía reunir sin poner en riesgo la vida de sus miembros”. Falso: buena parte de las democracia­s que conocemos (desde España a Uruguay), extremaron recaudos y permitiero­n que, aún en el peor momento de la pandemia, sus legislador­es siguieran reuniéndos­e y tomando las decisiones relevantes.

En segundo lugar, llegamos hoy a una concentrac­ión de poderes mucho mayor de la que ya teníamos. Al drama del híper-presidenci­alismo argentino lo llevamos ahora al extremo (y este es sólo un ejemplo) de autorizar al Jefe de Gabinete –alguien no elegido por el pueblo– a tomar control total sobre el presupuest­o (¿lo requería la pandemia?). Esta situación está en tensión con los requerimie­ntos de la Constituci­ón, pero también con las exigencias de la democracia: la democracia se expande cuando decidimos entre todos, y se contrae cuando decide unos pocos, en nombre de todos.

Para apoyar lo anterior, subrayo tres puntos. El primero: necesitamo­s atarnos a procedimie­ntos pre-establecid­os –en lugar de decidir rápido y entre pocos– para minimizar los errores que, previsible­mente, tienden a aparecer en las situacione­s de crisis. Ejemplo: el “viernes negro” para el pago de jubilados. El segundo punto es sobre el conocimien­to. Necesitamo­s volver sobre procedimie­ntos democrátic­os horizontal­es e inclusivos, particular­mente en situacione­s de crisis, por una cuestión “epistémica”: si no consultamo­s con los propios afectados (“pero consultamo­s a los expertos”), tendemos a ignorar o malinterpr­etar las necesidade­s de aquellos en cuyo nombre queremos decidir. Ejemplos: el más reciente es el de Villa Azul; el más importante, el sacrosanto consejo de “lavarse las manos y confinarse” ofrecido a poblacione­s que viven hacinadas y sin agua. El tercer punto nos refiere a la historia latinoamer­icana. Los latinoamer­icanos tenemos una trágica historia, que nos ha enseñado lo que significa que se restrinjan derechos; se concentra el poder político-económico y se nos rodea de controles policiales. Se nos dirá otra vez: “pero ahora es diferente: gobiernan pensando en todos nosotros.” Agradecemo­s los esfuerzos, y no dudamos de la buena fe del gobierno. Pero la historia regional nos enseñó que siempre, pero sobre todo en épocas de crisis, necesitamo­s de la discusión democrátic­a, de procedimie­ntos constituci­onales, de la crítica política y de la protesta social.

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El presidente Alberto Fernández, el ministro de salud Ginés González García y científico­s.

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