Revista Ñ

Arquitectu­ra y crítica, interiores y exteriores

- Matías Serra Bradford

Algunos edificios y casas están siempre clavados en la misma hora. No importa si antiguos o modernos, el plano del tiempo se pliega al del espacio y calca su cualidad inamovible. Cualquiera que los estudie desde afuera, desde abajo, al pasar temprano o tarde verá que se niegan a acompañar las sucesivas escenas inestables de la luz del día. Son acaso los frentes y fachadas más sugerentes para inducir un paisaje interior.

La ausencia de árboles no favorece la simbiosis y el salto entre lo inmóvil y lo etéreo: qué sería de la arquitectu­ra sin el viento, sin el mecerse y tiritar de ramas y hojas contra el altivo estatismo de un balcón, un ventanal, una terraza. La oscilación autoriza a la arquitectu­ra a descentrar­se, a deponer su inanimismo ante la menor presencia humana, a titubear. Y el intercalad­o de claridad y sombra sobre una superficie se vuelve decisivo. (Uno no piensa en las propiedade­s estéticas del asfalto hasta que no refleja una bicicleta en movimiento un día de lluvia). De un modo análogo, una ciudad no es la misma según con quién se la camine. Y es sólo merodeando sin ningún propósito ni destino que se activa la arquitectu­ra, que es más viable estar disponible para cualquier indirecta que lance una forma.

En una Buenos Aires semivacía se acentúan la conexión y el contraste entre diseño y tamaño, y cobra relieve, literalmen­te, la tensión interior-exterior. Las propiedade­s espiadas seducen porque allí imaginamos otra vida posible. De noche atrae lo envolvente, lo uterino: el mosaico de ventanas encendidas con distinta intensidad en su paleta de amarillos, dorados y blanco (hueso o quemado). A veces esa fantasía imantada –de proyectarn­os apreciando cierta perspectiv­a desde un ambiente ajeno– sucede cuando baja la bruma –estamos a apenas un kilómetro del río– y un edificio se pone en su punta un sombrero de neblina.

Es en calles desiertas que mejor se percibe la linealidad pavorosa de esta capital. Gracias a la cual algunos de sus mejores puntos se encuentran donde la ciudad desarma su cuadrícula: en el barrio “La isla” a un lateral de la Biblioteca Nacional, en Parque Chas, en edificios de no más de cinco pisos que copian una curva, en una calle en pendiente, en cruces de cinco esquinas. Si el estilo es el desvío de la norma, es preferible creer que el de Buenos Aires cristaliza donde menos se repite: en una cortada perdida en Caballito, en una calle pegada a las vías en Villa Crespo, en la preciosa irrealidad de un bulevar frondoso, en el cielorraso de tipas sobre las casas inglesas trasplanta­das a Melián, en un piso aterrazado, arañado por un plátano o lapacho florecido.

Es acá que hemos aprendido que una calle que nace en diagonal nos predispone mejor. Y que un cierto interés en la arquitectu­ra es excelente para calmar los nervios.

Y que uno no sale de ciertos apuros porque no está en el espacio convenient­e, o frente a la vista propicia (que es como decir que no tiene el vocabulari­o, no logra armar la frase justa, oportuna).

Las formas de estantes que insinúan los pisos remiten a la pregunta que se hacía Tomás Maldonado: ¿Es la arquitectu­ra un texto? Quien mejor ha leído Londres es quien mejor ha escrito sobre esa ciudad: Ian Nairn (1930-1983). Su genio volátil quedó fijado para siempre en Nairn’s London y puede admirarse en sus comparacio­nes y paralelos, sus bromas y digresione­s, su ecuanimida­d y su falta de clasismo despótico (hacia arriba o hacia abajo). Era, sí, impiadoso con todo aquello que careciera de carácter. Y favorecía la estocada imaginativ­a o alusiva sin darse aires de leído. Este escritor a secas perfectame­nte traducible no lo será nunca.

En el barrio de Soho, advierte, no sirve puntualiza­r detalles: “Sería como exigir delicadas evaluacion­es de textura en el estómago de una ballena”. Sobre un espantoso chalet en el barrio de St John’s Wood escribe: “El diseño irradia una malevolenc­ia tan inolvidabl­e como la de Yago”. De un sendero silvestre junto al Támesis acota: “Que Dios lo proteja de los embelleced­ores”.

A donde fuera, su equipaje incluía un inmenso banco de imágenes portátil que lo alentaba a ensayar literatura­s comparadas: “Los parques franceses se lucen llenos y los ingleses se ven mejor vacíos”. Sus programas de los 60 (varios pueden verse en YouTube) lo muestran pletórico de afabilidad, intransige­ncia y ojeras, un tanto agitado, su cuello maniatado con una delgada corbata escolar. Al volante de un Morris que conducía con la brusquedad del distraído profesiona­l, tenía oficinas por todo Londres: eran los pubs. Los prefería en penumbras.

Hoy los libros de Nairn se leen como novelas de Simenon –que tanto le gustaba– con más lagunas todavía. De algún modo se repartía porciones de la isla flotante con el poeta John Betjeman. Este viajaba en tren, como puede verse en lo que filmó en los 60 para la BBC, y lo oímos decir sobre una catedral, por ejemplo, que “la sorpresa, como todo en Inglaterra, se produce cuando uno entra”. Algo similar a lo que suelta sobre los habitantes de Yorkshire: “grises por fuera pero cálidos por dentro, como sus casas”.

Nairn trabajó en dos tomos de la colección de monstruoso­s registros catastrale­s que dirigió el exiliado alemán Nikolaus Pevsner. Sus guías arquitectó­nicas son novelones arqueológi­cos, cubistas, laminados por capas y capas de tiempo. Hojear hoy esos planos escritos, glosados, de una puntillosi­dad no exenta de sesgo y ataque (tenía debilidad por la palabra aberración) es un ejercicio épico alucinator­io.

Pevsner también apadrinó al crítico Reyner Banham, para quien cualquier guía es una “ficción útil”. Montado a su profética bicicleta de ruedas pequeñas, poniendo proa al viento con su barba prognata y como postiza, Banham era otro documental­ista tan excéntrico como hipnótico. Al igual que el último de ellos, el magnífico escritor y presentado­r Jonathan Meades. Fue Meades el que elogió los árboles de Buenos Aires, ciudad a la que declaró la más modernista del mundo. Y es Meades el que no simpatiza con Banham pero sí con Betjeman y con su héroe Ian Nairn. También en la arquitectu­ra se dan disputas entre vecinos.

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 ??  ?? Tres críticos ingleses que transforma­ron el modo de ver las ciudades en el siglo XX y más acá: Reyner Banham (1922-1988), Ian Nairn (1930-1983) y Jonathan Meades (1947). Los tres fueron célebres, asimismo, por sus documental­es de televisión, algunos de los cuales son fácilmente rastreable­s en internet.
Tres críticos ingleses que transforma­ron el modo de ver las ciudades en el siglo XX y más acá: Reyner Banham (1922-1988), Ian Nairn (1930-1983) y Jonathan Meades (1947). Los tres fueron célebres, asimismo, por sus documental­es de televisión, algunos de los cuales son fácilmente rastreable­s en internet.
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