A la merced de fuerzas fuera de nuestro control
Ficción. Una historia rural con toques crueles y absurdos es la que cuenta Cynan Jones en Tiempo sin lluvia.
La figura del granjero es un clásico de la literatura universal, y con razón: la ciencia y el oficio y el arte de cultivar es la fundación de lo que llamamos civilización. Más temprano que tarde a alguien se le ocurrió dar un poco de esa cosecha a cambio de un cuento bien contado. Más tarde la revolución agraria hizo posible la revolución industrial, de la que nació una nueva clase de población lectora.
O sea que, simplificando, desde por lo menos Virgilio y sus Geórgicas los escritores han demostrado que saben que efectivamente su vida es posible gracias a los esfuerzos de dichos héroes rurales. Y en tiempos más recientes se les ha prestado la atención merecida: pensemos en los elogios románticos de Tolstoi, en los trabajadores vigorosos de Lawrence, o en personajes extraordinarios como Isak en La bendición de la tierra, de Knut Hamsun.
Es obvio desde la primera página de Tiempo sin lluvia que Cynan Jones es muy consciente de esta tradición y al principio nos induce a pensar que su libro va a ser la historia típica del hombre de campo de pocas palabras pero profundos pensamientos: párrafos cortos, frases parcas. Falta una vaca, murió un ternero, hace mucho que no llueve... Todo indica que estamos por leer algo pastoral, una apreciación humilde de la vida rural.
Sin embargo, poco a poco Jones le va agregando urgencia y extrañeza en su narrativa. La relación del granjero con su mujer no va bien, aquel ternero no es el primero en morir, la sequía es fuerte e inesperada.
Resulta que para el granjero el emprendimiento no es un tema generacional: tiene planes inmobiliarios para mantenerse durante su jubilación, su hijo no parece interesado en seguir sus pasos, su padre trabajaba en un banco antes de dejar todo y mudar su familia al campo.
Estas intrusiones de lo contemporáneo vienen acompañadas por una mirada más bien posmoderna. Es raro que un libro escrito con tanta parsimonia evoque a un maximalista como David Foster Wallace, pero Jones comparte su inclinación por el absurdo (por ejemplo, en la historia breve de los patos en el pueblo) y por la vigorosa digresión informativa. Además de presentar escenas extraordinariamente bien logradas, aprovecha esta mirada para infiltrar el concepto de toxinas y venenos, tema vinculado estrechamente con la agricultura moderna. Lo hace como metáfora: de qué modo los sentimientos de culpa y los malentendidos pueden gradualmente envenenar una relación. A veces lo hace de una manera más literal e impactante; el capítulo seis contiene un pasaje de una crueldad refinada pero francamente innecesaria, que les recordará, particularmente a los lectores argentinos, las maldades exquisitas cometidas por Silvina Ocampo y J. Rodolfo Wilcock en sus relatos.
Tiempo sin lluvia logra, entonces, combinar numerosas cosas en pocas páginas: distintas tradiciones y una mirada bien contemporánea, la belleza del campo y su contracara implacable y cruenta, las aspiraciones del hombre y sus inevitables fracasos. Pero quizás su mensaje más contundente y memorable es, como todo granjero sabe de sobra, que siempre vivimos a la merced de fuerzas fuera de nuestro control, fuerzas que pueden ser tan arbitrarias y impredecibles como la lluvia misma.