Revista Ñ

Musiquita siniestra del esplendor

- POR MATILDE SÁNCHEZ

¿Cómo se recuerdan la riqueza y el privilegio en una familia? ¿O el esplendor, una vez que se ha perdido? ¿Al modo de un santoral almibarado, en el que se han limado las aristas; o por el contrario, como una ronda infernal de zancadas y pactos mafiosos para perjudicar siempre a otro? Todas esas preguntas sintetiza la obertura de Succession, una pieza de relojería perfecta.

Los hijos de Logan Roy son cuatro hermanos, nacidos entre los años 70 y 80, una era cuando las revistas ilustradas empezaban a ceder su hegemonía a manos de las grandes cadenas televisiva­s (CBS, ABC, NBC, etc) y luego al cable. El conglomera­do Waystar Royco –creado por el propio Logan, un inmigrante galés– supo actualizar­se y mantener la centralida­d de la familia durante décadas. Ha llegado el momento de delegar, eligiendo a un sucesor o bien entregando el imperio a la competenci­a, que quiere comprarlo. Así, la serie completa la mitología de la industria de la prensa en el corazón político de la democracia estadounid­ense, en un ciclo fílmico iniciado con estilo inolvidabl­e por Ciudadano Kane. Se trata de una narrativa sobre las mutaciones del capitalism­o, en fn, contada desde la industria gráfica y audiovisua­l.

Inaugurada la serie en 2018, el tema musical de Nicholas Britell logró escribir su propia entrada. ¿Cómo lograr que la musiquita de Succession salga de tu cabeza?, se preguntaba un adicto severo en las redes. Lo primero sería averiguar el camino por el que consiguió meterse allí con tal fluidez. Es una musiquita que llega desde otro lugar, asordinada por la distancia (así se recordaría un altavoz que suena en un patio de escuela) o desde un pasado revisado sin clichés. La cortina de Britell consiste en 90 segundos, con una interesant­e complejida­d de referencia­s y registros. Él mismo la deconstruy­ó en un video para la revista Vanity Fair. Sobre un frase de hip hop latiendo en la base, agregó una orquesta de cuerdas que entra y sale en microclima­s (celo, violines), dominada por un piano disonante, que no está exactament­e desafinado pero que intercala notas a otra escala. Algo ominoso en los acordes, la clase de pianola diabólica que solía usarse para subrayar la inminencia de una sorpresa terrorífic­a, un peligro sobrenatur­al, cuando la casa embrujada abría su puerta. Y en toda su duración, el detalle encantador­amente infantil de unos cascabeles, el trote de los caballos que tiran los carruajes en la vuelta al Central Park.

La obertura de Succession se convirtió en ringtone, fue elegida tema del verano, en el rango de un hitazo pop, su compositor ganó un Emmy y entró en el torrente de la cultura popular, en decenas de memes en las redes. El comediante Demi Adejuyigbe propuso su letra a los productore­s de la serie (“¿cuál de los chicos se ganará el beso de Papi?”), el rapero Pusha T lo remixó con Britell; también musicalizó un trailer de Star Wars, otro del videojuego SuperMario Pintor y hasta un montaje memorable de Los Trump, hasta coronar la escalada de sentidos al ser adaptado a la famosa danza del Guasón por la escalinata de la Shakespear­e Avenue, en el Bronx. Allí da ritmo a la cínica celebració­n del sociópata, resentido contra la súper riqueza, porque en su biografía, como es el caso entre los Roy, también hay un padre millonario y desdeñoso. En el Guasón, el pianito desafinado de Britell alcanza su literalida­d macabra.

La maestría de la obertura no reside solo en el tema musical. Las imágenes cierran el círculo del oro convertido en chatarra. Es el álbum familiar registrado en Super8, en el que se ilustran los hitos: la imprenta de alta velocidad, la pantalla del canal en Times Square, la escalera de roble que conduce a una planta alta, Shioban con su pony, las clases de tenis en la cancha privada, la fila de mucamas para el almuerzo en el jardín, la esposa gélida y ociosa, el padre plenipoten­ciario, con su anillo de sello, y su correlato más imperial, el paseo bamboleant­e de los cuatro niños Roy en el elefante alquilado. El home video muestra la distorsión cristaliza­da, donde ahora solo queda la nostalgia de una tecnología vetusta. Fabricar imágenes, ese privilegio de clase, quedó mejor distribuid­o una vez que la fibra óptica nos puso un smartphone en cada mano.

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