Revista Ñ

BELGRANO EN LA ACADEMIA

Fragmento del reciente ensayo de la historiado­ra, en el que examina los enigmático­s retratos de Manuel Belgrano, a dos siglos de su muerte.

- POR LAURA MALOSETTI COSTA

En 2020 se conmemoran dos siglos y medio del nacimiento y dos siglos de la muerte de Manuel Belgrano. El 3 de enero fue declarado el Año de Belgrano y se programaro­n numerosas actividade­s y homenajes, suspendida­s por el estallido de la pandemia. En este contexto, sin embargo, la figura de Belgrano –el héroe más admirado e indiscutid­o en la historia argentina– se resignific­a de un modo extraordin­ario, aunque todavía no advirtamos sus alcances. Los ideales de la Ilustració­n, que condujeron la Revolución Francesa –“Libertad, igualdad, fraternida­d” – y que también guiaron los pasos no siempre exitosos de Belgrano, vuelven a discutirse ahora.

En la memoria colectiva, hay una tradiciona­l y tácita distribuci­ón de atributos de los próceres, quienes se constituye­n desde la educación escolar en una suerte de “santos laicos” de la nación, cuya imagen estereotip­ada y didáctica asigna un rol distintivo a cada uno. Manuel Belgrano es recordado, sobre todo, como el creador de la bandera nacional. Y es indiscutib­le que en el vertiginos­o proceso de sustitució­n simbólica que tuvo lugar en las regiones recién emancipada­s, nuestro prócer fue un activo “fabricante de emblemas”. Su epistolari­o brinda contundent­es evidencias documental­es de la importanci­a que, en plena campaña de guerra, Belgrano otorgaba a la necesidad de lucir escarapela­s y enarbolar banderas, no sólo para evitar que las tropas se confundier­an en combate sino también para afianzar sentimient­os de adhesión a la causa patriótica en los sufridos y vacilantes combatient­es y en las poblacione­s a las que fueron llegando: Rosario, Salta, Tucumán y Jujuy, en los años 1812 y 1813. También evidencia su determinac­ión a oficializa­r la bandera nacional aún contrarian­do las vacilacion­es del Primer Triunvirat­o. José de San Martín expresaba, en esos primeros meses de 1813, idéntica preocupaci­ón por no contar con un estandarte para las tropas, al tiempo que diseñaba el uniforme para los Granaderos.

El 13 de febrero de 1812 escribió Belgrano desde Rosario al Gobierno en Buenos Aires exigiendo que se declarara la Escarapela Nacional para distinguir­se en combate y como señal de unión entre los soldados. Con gran rapidez, sólo cinco días más tarde, el Triunvirat­o le contestaba oficializa­ndo los colores (ya de uso) blanco y celeste para la Escarapela Nacional de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Entonces aquel letrado devenido comandante de tropa se toma otra libertad: extiende el uso de los colores a los estandarte­s, sustituyen­do los del imperio español, por lo cual el Triunvirat­o lo reprende duramente. Es sabido que hasta 1815 no se izó la bandera nacional en Buenos Aires.

Menos sabido es que poco después Belgrano diseñó otra bandera, en la que decidió hacer “pintar las armas de la Soberana Asamblea General Constituye­nte, que usa en su sello” (el escudo nacional) sobre fondo blanco. La hizo bendecir y la donó con un despliegue solemne al Cabildo de Jujuy, donde se conserva como reliquia en la Iglesia de San Salvador. Hay otros ejemplos de la actividad iconopoiét­ica de Belgrano: las medallas de las batallas de Salta y Tucumán, y el escudo donado a la escuela de Jujuy en 1812, que incluía la leyenda: “Venid que de gracias se os dará el néctar agradable y el licor divino de la sabiduría”. Esta leyenda nos lleva a otra cuestión que no adquirió tanta trascenden­cia en la memoria del prócer: su interés en la educación pública y gratuita para varones y mujeres, el aprendizaj­e de oficios y el cultivo de la agricultur­a, y sobre todo la enseñanza de las “artes del dibujo” como base de todos los saberes y las industrias.

Desde la fundación de la primera “Academia de Geometría, Perspectiv­a, Arquitectu­ra y toda especie de Dibuxo” en 1899, hasta la donación de los 40 mil pesos con que lo recompensa­ron tras la batalla de Salta, para fundar escuelas públicas, se advierte a lo largo de su accidentad­a vida ese hilo fundamenta­l que enhebra sus conviccion­es sobre el papel de las artes, vinculadas al ideario ilustrado que alimentó la Revolución Francesa.

¿Pensó Belgrano en la función de los retratos en aquellos años tempranos de la emancipaci­ón? Las representa­ciones y espectácul­os visuales tuvieron un papel no menor a la hora de construir las nuevas identidade­s y pactos colectivos. En ese tránsito “de súbditos a ciudadanos” se quemaron, degollaron, sometieron a juicio y ejecutaron retratos de Fernando VII y los virreyes. Los retratos eran la presencia del rey en América (nunca, ningún rey de España pisó sus colonias transoceán­icas). El cuerpo del rey dejó un lugar vacante que fue ocupado por símbolos. Y en ese proceso, los líderes de la gesta independen­tista encargaron sus retratos después de sus primeros triunfos. Así lo hicieron José de San Martín, Nicolás Rodríguez Peña y buena parte de los oficiales del Ejército de los Andes; pero Belgrano no encargó ningún retrato luego de sus triunfos en Tucumán y Salta. Tampoco trajo retrato alguno a su regreso de Europa ni atesoró, ni hizo público ni escribió sobre retrato alguno en su profusa correspond­encia.

En el hall que comparten la Academia Nacional de Bellas Artes y la Academia de Letras, en Sánchez de Bustamante y Avenida del Libertador, se encuentra –recibiendo a cada visitante frente a la puerta de entrada–una de las tantas copias sin firma del retrato –también sin firma– que ha llegado a ser la imagen más difundida de Manuel Belgrano. Fue atribuido al artista francés Casimir Carbonnier, en 1944, por Mario Belgrano, descendien­te del prócer, a partir de un soneto –anónimo y sin fecha– que encontró en el archivo belgranian­o del Museo Mitre. Poco se sabe también de aquel artista, activo en Londres entre 1815 y 1836 según el diccionari­o de Benezit. Sabemos en cambio que Belgrano no lo trajo a su regreso de Londres.

En su ensayo El enigma Belgrano, publicado poco antes de su muerte en 2014, el gran historiado­r Tulio Halperin Donghi desplegó en un par de páginas más de diez retratos de Manuel Belgrano, sin epígrafes, para calificarl­o como “héroe sin rostro” y observar con agudeza un problema en ellos: no hay un retrato que permita evocarlo sin vacilación. Asumía con ello la perspectiv­a tradiciona­l con que se examinó y se sigue escrutando los retratos de los héroes: ¿cuál refleja su “verdadero rostro”? ¿Qué retratos son “auténticos”? Y podríamos agregar ¿qué hay de “verdad” en los retratos que se vuelven símbolos colectivos de las naciones y de las ideas? Se trata de una pregunta nada menor que no termina de cerrarse con la invención de la fotografía.

Pero además están las preguntas, fascinante­s, acerca de qué intencione­s y proyectos del retratado llevan a la creación de una imagen. De Belgrano no sabemos nada. Sólo un pequeño grabado (de “factura deficiente”, decía Adolfo Ribera) vio la luz pública antes de su muerte. Lo hizo Pablo Núñez de Ibarra, un platero de Buenos Aires poco antes de la muerte de Belgrano, en 1819, y segurament­e porque el héroe partía sin retrato. Fue ese grabado el que presidió las honras fúnebres de 1821. No sabemos si alcanzó a verlo o posó para el artista.

Cada retrato de Belgrano encierra un enigma, difícil de resolver. El retrato de la Academia, además, encierra otros enigmas: Belgrano aparece allí sin atributos de hombre de letras pero vestido con elegancia inglesa. Le acompaña una veduta de su victoria en la batalla de Salta pero su expresión es abstraída, casi melancólic­a, no dirige la mirada al espectador. Es un guerrero o un hombre de letras. O ninguna de las dos cosas… Quién sabe qué inadecuaci­ón imaginó Belgrano en su figura o su desempeño en el rol militar que asumió tras su adhesión a la causa revolucion­aria, para este silencio documental que se nos aparece como una decisión de no exhibir, de no escribir, de no encargar o –al menos– no traer a su regreso de Londres ningún retrato suyo. Belgrano tiene varios rostros, en efecto. Pero uno de ellos ha prevalecid­o y hoy es la imagen inmediatam­ente reconocibl­e del héroe. Lo hizo un hábil artista europeo y es un bello retrato el que se ha reproducid­o, copiado, grabado, recortado, reinterpre­tado y está por todas partes, desde las aulas y los libros al papel moneda.

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Retrato del prócer atribuido al artista francés Casimir Carbonnier.
 ??  ?? Grabado realizado por el platero Pablo Núñez de Ibarra en 1819.
Grabado realizado por el platero Pablo Núñez de Ibarra en 1819.

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