La materialidad irremplazable de la copia en papel
Inclasificable. Las fotos, de Inés Ulanovsky, propone una asombrosa combinación de textos e imágenes.
La relación entre fotografías y textos es siempre un vínculo tenso pero productivo, fundado en una especie de equívoco o, mejor, en un agravio: la idea de que uno vale más que el otro (una foto valdría, en esa fórmula de origen incierto, más que mil palabras). Pero hay libros cuya tarea implícita parece ser la de cuestionar este supuesto.
El secreto del pasado, de Rudy Kousbroek, por caso, es un libro en el que el autor produce ensayitos libres en base a fotos en blanco y negro que pueden ser más o menos figurativas, más o menos elocuentes. A ese proceso lo llamó “fotosíntesis”, como si su trabajo fuera el de extraer una especie de líquido indispensable que es el que le da vida a la foto (y entonces al texto).
Los Modlin, de Paco Gómez, es otro ejemplo: un libro en el que un fotógrafo encuentra un puñado de fotos viejas tiradas en una calle de Madrid y a partir de ese hallazgo extraordiles, nario reconstruye la vida de una familia de artistas emigrados y excéntricos (y, en ese proceso, él se convierte en escritor, sin dejar de ser fotógrafo). A esa familia pertenece Las fotos, un bellísimo libro de Inés Ulanovsky.
En su triple condición de escritora, fotógrafa y archivista, Inés Ulanovsky hace esto: exhuma fotos encontradas acá y allá (en archivos personales pero también en la calle, e incluso evoca fotos encontradas por otras personas) y les dedica un pequeño texto que se deja leer como relato, ensayo, testimonio o apostilla. El carácter híbrido, inclasificable, del género hace juego con el sentido abierto que tienen siempre las fotografías, cualquier fotografía, incluso la más realista, la más documental.
En muchos de los encuentros de Ulavosky con las fotos sobre las que luego va a escribir hay una dosis importante de casualidad, y no es exagerado decir que la casualidad es precisamente el motor que tracciona estas derivas. Una foto encontrada en un cajón, que luego es arrojada a la vereda, que es capturada por alguien que la sube a Facebook y, al final de esa cadena de coincidencias y azares, una familia encuentra a alguien que estaba buscando hace mucho tiempo.
Todas las historias de este libro tiene ese grado de emoción que producen las reparaciones de ese tipo (aunque las de las fotos sean siempre reparaciones de orden simbólico). Así, Las fotos es también, y sobre todo, un libro sobre la identidad: cómo se construye, cómo se pierde y cómo se puede volver a recuperar. Que haya más de una historia de desaparecidos en dictadura no es, entonces, casual.
Con la irrupción y la masificación de la foto digital, este género –la foto encontrada– se convirtió en un género del pasado, que va a tender a desaparecer. Tal vez en el futuro haya grandes cementerios digitales con teléfonos rotos arrumbados y la gente los pueda desbloquear y ver las fotos, pero hay algo de la materialidad de la foto impresa que es irremplazable.
“Tal vez de lo único que hablen las fotos sea del paso del tiempo”, apunta en algun lugar del libro y la frase se puede decodificar en muchos sentidos: las fotos como algo que trae al presente un pasado perdido pero también las fotos como un formato físico, semi analógico; objetos palpables que toda una generación quizás nunca manipuló. En algunos casos, incluso, se diría que una foto impresa es la única prueba en el mundo de que alguien o algo existió (el texto “Tito y Ema” va por ese lado) y las fotos son entonces, también, una forma poderosísima de la posvida, de posteridad.
La imagen de tapa es de su abuela y en la reconstrucción de su historia (uno de los textos más lindos del conjunto) Las fotos cierra su arco biológico: un libro que nos dice que las fotos son siempre al mismo tiempo vida íntima y vida política, tesoro de alcoba y fogonazos de época.