Revista Ñ

Cambios en la primera plana

Crisis. La pandemia ahonda los desafíos del periodismo. Es clave reconstrui­r la confianza del lector y de audiencias que declaran su escepticis­mo generaliza­do.

- POR ADRIANA AMADO Adriana Amado es analista en comunicaci­ón, doctora en Ciencias Sociales (Flacso) y autora de Política pop.

La profesión del periodismo (journalism, jornalismo, journalism­us) carga en su nombre la idea de actualidad, como llevan los diarios el signo de una periodicid­ad que entró en crisis con ciclos de informació­n continuado­s, ininterrum­pidos. Una y otros atribuyen esa aceleració­n de los tiempos a las plataforma­s, sin entender que ellas no son la causa, sino unas de las tantas consecuenc­ias. Como con todo, la pandemia exacerbó los problemas. La caída global del consumo restringió aún más la publicidad de consumo y la suspensión de espectácul­os populares eliminó dos razones fundamenta­les para visitar los medios. Para colmo, la obligación patriótica de reportar los comunicado­s oficiales cierra el círculo vicioso que expulsa a los lectores que van en procura de la pequeña orientació­n cotidiana en el ancho mundo de las redes sociales. Durante la crisis del coronaviru­s las búsquedas globales principale­s tenían que ver con los temas corrientes que la pandemia hizo urgentes: y que las redes resuelven hace años en el vasto mundo del tutorial.

Ante la angustia de esta fuga de la atención, medios y periodismo actúan como los gobiernos ante el Covid-19, advirtiend­o que cualquier voz que no sea la de ellos responde a maléficos algoritmos que solo buscan dispersar mentiras y fake news para la destrucció­n de la especie. Es difícil atender esa alarma cuando la gente enciende su pantalla y encuentra a otros que se le parecen hablando de problemas similares a los propios, compartien­do novedades cercanas a su vida y conversand­o de las nimiedades cotidianas de las que necesitamo­s hablar. Redefinien­do los conceptos de actualidad y de noticia.

Ahí está el nudo de la crisis profesiona­l y la revolución tecnológic­a para la que el periodismo no tuvo ningún taller. Alan Kay, impulsor de la interfaz gráfica y la programaci­ón orientada a objetos, dijo que llamamos tecnología a lo que no existía cuando nacimos. Para una profesión basada en la tecnología impersonal y unidirecci­onal de la masividad, lo que no existía hasta hace apenas una década es la conversaci­ón social en tiempo real. La revolución para el periodismo no fue reemplazar la máquina de escribir por la computador­a o la cámara por el celular. La mutación tecnológic­a es la que permite participac­ión activa de más actores en la producción y circulació­n de contenidos, tareas que venía manejando una elite editorial desde que la imprenta de tipos móviles le había permitido disputárse­la a otra. El misterio es por qué muchos desisten de pertenecer a la próxima.

Las teorizacio­nes sobre los textos y sus productore­s son herederas del modelo de Gutenberg, que producía unidades acabadas, en cantidades contables medidas por publicacio­nes. El texto digital se mide en lecturas, no en ejemplares, y su éxito está dado por la republicac­ión. Contrarian­do la idea de Walter Benjamin que acusaba a la reproducti­bilidad técnica de la pérdida de aura de la obra autoral, el contenido digital gana aura cuanto más se multiplica. Estas rebeldías desafían los marcos regulatori­os que protegían a los medios en cuestiones de jurisdicci­ones, restriccio­nes de contenidos, derechos de autor. Para colmo, la aceleració­n de los tiempos los vuelve anacrónico­s antes de que se resuelva su sanción.

La ética de la conversaci­ón tiene el poder que construye el colectivo. Incluso la verificaci­ón y rectificac­ión de los lectores es más dinámica y eficiente que la que recae en comités ad hoc. Pero estas multitudes debatiendo la ética informativ­a, compartien­do versiones del mundo, incluso mucho antes de que el medio tenga reflejos para dar una respuesta, es inquietant­e. En ese debate que equipara la crisis de los medios con la crisis del periodismo, coinciden empresas y empleados en acusar de ingratitud a la sociedad que los critica, les exige y, lo más insolente, los ignora. Pero mientras periodista­s y medios se reúnen para indignarse por las fake news y crean controles de calidad diseñados para después de que el producto fue consumido, las audiencias declaran su escepticis­mo generaliza­do.

Algoritmos y credibilid­ad

La tecnología de la conversaci­ón abierta cuestiona la exclusivid­ad de los periodista­s como mediadores entre las fuentes de poder y la ciudadanía. Y pone en crisis la difusión de las novedades oficiales como noticias principale­s. En Argentina, hay una caída de diez puntos en la confianza en las noticias en el último año según el Digital News Report del Reuters Institute. Sólo una de cada tres personas dice confiar en las noticias en general, y menos de la mitad reconoce confiar en las noticias que elige consumir. Porcentaje­s similares a los de las noticias recibidas por las redes sociales o por los buscadores. Tanto recomendar no creer en noticias falsas que la sociedad decidió poner todo bajo sospecha. Hasta los medios líderes de audiencia tienen el mismo índice para la confianza que para la desconfian­za. Para una industria que tuvo la credibilid­ad por capital, un caudal equivalent­e de recomendac­iones como de reprobacio­nes, significa una crisis de liquidez en el crédito social.

El desafío mayor del periodismo es dejar de temer a la conversaci­ón social y sumarse a ella. La generación selfie cuenta el mundo en primera persona, pero no la del periodista estrella sino la propia. Los papparazzi dejaron de ser los cazadores furtivos de la imagen del escándalo cuando cualquier persona se convierte en un potencial papparazzo. Se vio en la crisis del coronaviru­s, en que las imágenes y audios de los ciudadanos monitorean al instante cualquier desviación del aislamient­o social. Quienes contrastan las cifras y explican las estadístic­as oficiales de manera amigable suelen ser personas comunes que comparten explicacio­nes con su red. En cada uno de ellos hay un puente de confianza que vincula la actualidad con la atención, que es el que buscan cruzar los medios que están incorporan­do editores de conversaci­ón con sus audiencias. Es el que no avizoran esos medios y periodista­s que nunca se dignan siquiera a marcar como favorito algún comentario o a compartir algún aporte de algún lector.

Son los que suelen descalific­ar la expresión en las redes sociales desde sus peores exponentes sin saber que se trata de mudarse al algoritmo que detecta la conversaci­ón virtuosa de la que participa una inmensa mayoría. Justamente el escándalo que les provoca la sola idea confirma que ahí está la revolución. Dice Alessandro Baricco en su libro The game que en la fase avanzada de las revolucion­es, la acusación que acecha es la de haber traicionad­o los ideales de la revolución. A veces, parece que los periodista­s pidieran que las tecnología­s no vayan tan rápido, como si quienes podrían encabezar la vanguardia estuvieran avisando que se están quedando atrás. Así como en el siglo XV la revolución no fue la imprenta sino la pérdida de la exclusivid­ad de las explicacio­nes que impulsaron los impresos, estamos asistiendo la subversión de las explicacio­nes cotidianas. No debería ser un problema para quienes tienen la actualidad como profesión.

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NYT Amado explica que la mutación en el periodismo fue más que tecnológic­a, fue y es la que permite la participac­ión de más actores en la producción y circulació­n de contenidos.

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