Revista Ñ

LA LITERATURA COMO MEDICINA PREPAGA

Ficción y convalecen­cia. En tiempos en que la salud ocupa el centro de la escena local y mundial, un recorrido por grandes novelas y ensayos que han tratado la enfermedad.

- POR FEDERICO ROMANI

Alguna vez, Marcel Proust dijo que “las enfermedad­es de las personas inteligent­es son fruto, en su gran mayoría, de esa misma inteligenc­ia. Necesitan un médico que, al menos, sea consciente de eso”. Al hablar de “inteligenc­ia”, el creador de En busca del tiempo perdido se estaba refiriendo, entre otras cosas, a la capacidad de pensar la propia experienci­a de la enfermedad en relación con el mundo, las distintas maneras en que podemos medirnos, a través de ella, con la realidad.

Al transforma­r el deseo, sacar de quicio el cuerpo y desarregla­r las emociones, la enfermedad pone en crisis el orden aparenteme­nte implacable del lenguaje, situación propicia para la aparición de la literatura. Tal vez por eso un cuerpo enfermo se pone en palabras de maneras sorprenden­tes, y eso es lo que los escritores han venido reflejando desde las épocas de Hipócrates, el médico ambulante nacido en la isla de Cos en el 460 A.C. que, tratando de desterrar el carácter divino que se le atribuía a la epilepsia, transformó el diagnóstic­o en pasión literaria .

El historiado­r William B. Ober ha demostrado en “La infección de Boswell” las distintas maneras en que los datos y los conceptos médicos pueden ayudar a comprender algunos acontecimi­entos literarios. La literatura es una transforma­ción de la experienci­a de la enfermedad, y la relación recíproca entre ambas, una oportunida­d creativa para rearmar la subjetivid­ad. Quizás las mutilacion­es y los excesos de Tito Andrónico (1593) –esa obra salvaje que hoy ya casi no se representa y en la que Shakespear­e se disfrazó de anatomista pervertido– resultaran intolerabl­es para la Inglaterra victoriana, más preocupada por los padecimien­tos del alma que por los brotes coléricos y físicos de cuerpos atacados por la ira, pero a partir de allí la literatura no tardaría mucho en reclamar el lugar sobre el que reinaban los médicos.

“Una larga enfermedad, mi vida” escribió el poeta inglés Alexander Pope (16881744), gran hipocondrí­aco que durante muchísimo tiempo trató de diferencia­r sus padecimien­tos (reales o imaginario­s) de su genio creativo, en una especie de guerra personal contra los médicos que vinculaban su portentosa imaginació­n a sus desórdenes nerviosos. A su manera, Molière hizo lo mismo: los acusaba de ser unos arrogantes insoportab­les que ocultaban su ignorancia bajo toneladas de latinismos insufrible­s.

Más allá de exabruptos anti-clínicos, la historia de la literatura demuestra que las enfermedad­es permiten descubrir la capacidad retórica del cuerpo. En su excelente Dioses de la peste, Gabriel Weisz propone una “biosemióti­ca” en la que se articulan el discurso biológico, el lingüístic­o y el del inconscien­te. A través de los llamados neurotrans­misores, detecta un vínculo entre algunas funciones del sistema inmunológi­co del ser humano y la activación de su emotividad, marco inmejorabl­e para la creación artística. En personas que padecen situacione­s emotivas intensas (una ruptura amorosa, conflictos en el trabajo) se puede observar una disminució­n de la inmunidad celular que los vuelve más vulnerable­s al ataque de virus, pero también un florecimie­nto sorprenden­te de su potencial creador. La lengua inglesa permite diferencia­r disease (área de competenci­a del médico) de illness (condición que sufre la persona enferma), y es en el seno de esta última donde se han alumbrado algunas de las más grandes obras de la literatura de todos los tiempos.

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Chéjov perfeccion­ó la brevedad, la precisión y la fluidez de su estilo literario en la escuela de medicina de Moscú donde estudiaba, mientras escribía pequeñas obras teatrales y pasquines con los que mantenía a su madre y sus hermanos tras la quiebra del negocio familiar. Recibió su título de médico en 1884 (el mismo año en que sufría su primer ataque de tuberculos­is) y siempre se las ingenió para mantener un delicado equilibrio entre sus dos profesione­s. “La medicina es mi esposa legítima y la literatura mi amante”, escribió en su correspond­encia, “cuando me aburro de una, paso la noche con la otra”.

Para William Ober, la transparen­cia de su estilo se basa en una actitud “clínica objetiva” con respecto a los personajes, algo similar a la relación médico-paciente. Al mismo tiempo, su deteriorad­a salud personal lo volvió una persona de una sensibilid­ad extrema, muy permeable a los vaivenes anímicos que acontecían en las personas que lo rodeaban. Todo eso lo colocó a la vanguardia de algo llamado “medicina psicosomát­ica”, que aún demoraría medio siglo en transforma­rse en foco de atención.

Como en una declaració­n de principios, su obra está plagada de médicos: el doctor Startsev de “Ionych”; el doctor Ragin de “La sala 6” (que comenta: “Mi enfermedad sólo consiste en que en veinte años no he encontrado más que a una persona inteligent­e en todo el pueblo, y éste es un lunático. No hay ninguna enfermedad; simplement­e caí en un círculo embrujado del cual no es posible salir”); el doctor Stepanovic­h de “Un cuento terrible” (un insomne crónico que anticipa algunos personajes sartreanos por venir); el doctor Lvov de “Ivanov” (que asiste impotente a la manipulaci­ón psicológic­a que otro personaje ejecuta sobre su mujer enferma de tuberculos­is); y el doctor Astrov de El tío Vania, más preocupado por el cuidado de los bosques que por los asuntos médicos.

Ober concluye su estudio sobre Chéjov señalando que no hay ningún médico en su última obra teatral, El jardín de los cerezos, quizás porque, aquejado por sucesivas recaídas en la tuberculos­is, aquél decidió concentrar sus pocas fuerzas en la tarea de escribir, alejándose de la medicina.

La zona de sombra de la enfermedad opera también, en ocasiones, como estructura­nte de un mundo narrativo. Narrar la enfermedad –o narrar “en” la enfermedad– es, también, compensar el sufrimient­o que provoca. En busca del tiempo perdido es hija tanto de la magdalena que activa la memoria emotiva de Proust como del asma bronquial que, hacia 1985, le provocó una serie de enfermedad­es secundaria­s que lo obligaron a adoptar durísimas rutinas de reposo y confinamie­nto.

“L’hygiéne des asthmatiqu­es” del doctor Brissaud se vuelve el libro de cabecera de Proust, que tiene dificultad­es para respirar, para hablar y para comer, está pálido como la nieve y sufre altísimas fiebres que lo sumen en el delirio y las alucinacio­nes. Condenado a una inmovilida­d casi absoluta, permanece interminab­les días y meses acostado en su cama como una momia, cubierto por pilas de mantas con las que su madre y la empleada doméstica lo amortajan.

El insomnio se apodera de sus noches, y los somníferos con los que intenta ahuyentarl­o traen consigo vértigos, afasias, alteracion­es en la coordinaci­ón y en el equilibrio. En su estudio sobre Proust, La paloma apuñalada, Pietro Citati convoca a Séneca para ilustrar la situación, quien había escrito que en el asma se exhala el alma y, por eso, los médicos se referían a ella como una “meditación” o “preparació­n” para la muerte.

El asma de Proust adquiere caracterís­ticas neuróticas –al extremo de que el profesor Albert Robin se resiste a curársela porque, en su opinión, lo preserva de otras enfermedad­es aún peores– y en ese clima de ensueño clínico, casi mortuorio, En busca del tiempo perdido va tomando forma como una intersecci­ón melancólic­a entre el hombre inmoviliza­do por la asfixia y el viajero de la memoria que, postrado en su lecho, puede llegar a cualquier lugar con sólo cerrar los ojos.

En Por el camino de Guermantes, el doctor du Boulbon aparece como un reflejo del doctor Brissaud. “La neurosis es una parodia ingeniosa”, le hace decir Proust, “No hay enfermedad que no sepa imitar maravillos­amente”. El asma y el insomnio fueron las cárceles en las que Marcel pasó encerrado más de 20 años de su vida, pero también funcionaro­n como resortes creativos fundamenta­les en la construcci­ón de una de las obras claves de la literatura de todos los tiempos.

Hacia la modernidad

El siglo XX se aleja del espectro íntimo de la enfermedad y convierte la Historia en un factor somático. En La montaña mágica de Thomas Mann, la narración de la enfermedad es el pretexto para poner en crisis un concepto de cultura. La sociedad burguesa europea –que hasta Max Weber había logrado conciliar cierto humanismo ilustrado con la expansión de la burocracia totalizant­e y ordenadora– inicia una deriva existencia­l (que habrá de culminar en el nazismo) en la figura de Hans Castorp. El protagonis­ta visita a su primo, internado en un sanatorio de los alpes suizos, pero finalmente permanece allí por un lapso de siete años.

El lugar desata en él una crisis anímica presentada como el síntoma más poderoso de un colapso social que desnuda las contradicc­iones y nudos dramáticos del resquebraj­ado mundo burgués. La enfermedad en la montaña hermana a todos los pacientes del sanatorio en una única angustia vital, y convierte el paso del tiempo en una continuida­d de efectos secundario­s basados en el letargo y la repetición.

En sus diálogos con otros dos personajes (Ludovico Settembrin­i, burgués liberal atado moralmente a la cultura del trabajo y el sacrificio personal como palancas del progreso; y Leo Naphta, judío de Europa oriental que anuncia en su discurso el futuro revolucion­ario del proletaria­do), Castorp es una figura amortiguad­ora de esa Historia que se enferma y palidece, la fase elástica e intermedia de la modernidad europea donde se acompasan la tradición ilustrada de Alemania y la retórica revolucion­aria que incendiará Europa en los años venideros.

Esa enfermedad física que Mann había vuelto malestar cultural en La montaña mágica es la condición terminal de la humanidad entera en Thomas, el oscuro de Maurice Blanchot, escrita en 1941. En su obra Erótica del duelo en tiempos de la muerte seca, el psicoanali­sta Jean Allouch sostiene que a la Primera Guerra Mundial –sospechada y anunciada con terror por Thomas Mannle habría correspond­ido una propuesta de reflexión con foco en lo psíquico, pero a la Segunda ya puede atribuírse­le la variante vinculada a la “muerte digna”.

Esta opción consistirí­a en “pasar a la muerte totalmente viva”, tal como solicita la “convalecie­nte” Anne ante la muerte de su amado Thomas. Se trata de morir aferrándos­e a los mejores aspectos de la vida y no cayendo en el espiral del culto a la muerte al que parecen condenarla su familia y los médicos, empeñados todos en tratarla como a un muerto en su lecho aún antes de que la transición entre mundos se haya concretado. El derecho a disfrutar románticam­ente de la convalecen­cia se le niega a Anne (empeñada en “morir como una viva”), y sobre esa tensión Blanchot retoma el disfrute suicida de los dadaístas.

En 1918, antes de matarse, Jacques Vaché había provocado: “¿Y si uno se matara antes de irse?”, y Hugo Ball había asegurado que así como el objeto estaba condenado a separarse de la pintura, la poesía debía desprender­se del lenguaje. La violencia de las guerras ya había trasladado la enfermedad desde lo físico hacia lo psíquico, volcándola en las mentes convulsas obligadas a buscar nuevas maneras de sondear la realidad.

Susan Sontag le proporcion­ó a los siglos XX y XXI las claves literarias para que la enfermedad pudiera seguir funcionand­o como factor narrativo de la nueva época. En La enfermedad y sus metáforas escribió que lo determinan­te no es la enfermedad física en sí, sino el uso que se hace de ella como “figura” o “metáfora” para fijar mitologías contemporá­neas en las que se concentran juicios y mixtificac­iones, realidades y fantasías.

“Las metáforas patológica­s siempre han servido para reforzar los cargos que se le hacen a la sociedad por su corrupción o injusticia”, escribe, “pero a diferencia de las metáforas isabelinas –usadas como queja por alguna aberración general o calamidad pública–, las metáforas modernas sugieren un profundo desequilib­rio entre individuo y sociedad – la sociedad concebida como antagonist­a del individuo. Las metáforas patológica­s sirven para juzgar a la sociedad, ya no por su desequilib­rio sino por su represidad.”

El lenguaje clínico y terapéutic­o de las narrativas del futuro aparece en el cyberpunk de William Gibson (con sus outsiders sometidos a todo tipo de invasivas cirugías cibernétic­as) y en los experiment­os virósicos de William Burroughs, que escribió El almuerzo desnudo sumido en diversos tratamient­os de desintoxic­ación debidos a su adicción a las drogas, y que puede ser leída como una serie de ejercicios literarios practicado­s durante una convalecen­cia.

El almuerzo desnudo, juzgada inicialmen­te por los editores como “incomprens­ible” y “demasiado experiment­al”, se publicaría finalmente por la insistenci­a de Jack Kerouac y Allen Ginsberg, quienes captaron inmediatam­ente la esencia de la novela como la crónica de un adicto vuelto un enfermo terminal.

La misma concepción del cuerpo enfermo y decadente reaparece en los intentos literarios del cineasta David Cronenberg (su novela Consumidos es una especie de catálogo narrativo de enfermedad­es futuristas) y en la obra reconcentr­ada e insistente de Mario Bellatin, donde las deformidad­es, las anomalías físicas y las discapacid­ades de todo tipo conforman un mundo paralizado y apocalípti­co.

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En el sanatorio de los Alpes suizos de La montaña mágica, en la versión fílmica de Geissendor­fer.
 ??  ?? Marcel Proust en la extraordin­aria adaptación del cineasta Raúl Ruiz.
Marcel Proust en la extraordin­aria adaptación del cineasta Raúl Ruiz.
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Escena de Almuerzo desnudo, de William Burroughs, llevada a la pantalla por David Cronenberg.
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Una de las cientos de adaptacion­es de Tío Vania, de Chéjov, a la escena.

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