Revista Ñ

Voces que pintan cuadros

- I.S.

Las palabras son arrojadas rítmicamen­te. La velocidad del discurso acompaña a los recuadros que no cesan de aparecer y desaparece­r en pantalla. La multiplici­dad de colores de pelo y piel, de cortes de cara y vello facial, de bocas abiertas y ojos cerrados, es parte del relato fragmentad­o en timbres de voz de La noche devora a sus hijos, la nueva obra de Daniel Veronese.

Una única historia multiplica­da, superpuest­a, traspapela­da, es lo que se narra. Un solo escenario que es hasta nueve escenas simultánea­s de fondos cotidianos. Nueve voces como si fuera una sola para la memoria de un pueblo, a través de una mujer que cuidaba a su vieja madre; un fotógrafo ciego que dejó huérfano, sin saberlo, a muchos niños; un actor que recitaba en voz alta sus piezas teatrales antes de dormir; una mujer atravesada por los delirios de una guerra. En el medio de cada uno, nexos infinitos, imposibles de recapitula­r. Cada personaje central se vuelve periférico en la siguiente escalada, con su protagonis­ta nuevamente desplazado en la subsiguien­te, hasta llegar al principio, como un círculo que vuelve a recomenzar cada vez.

El relato narrado tiene una rapidez intrínseca que produce que en la vorágine textual prevalezca la actuación por sobre la anécdota. Lo que pervive son entonces las imágenes sonoras de una palma callosa o de un hijo que se frota contra las piernas de su madre como un gato, de dedos inmiscuido­s en gargantas ajenas o un beso fugaz en una boca arrugada y tibia. Voces como espejo de la contundenc­ia de unos labios rojos en plano detalle o la ternura de un dibujo infantil sobre una hoja blanca.

Afirmar que en la multiplica­ción coral lo que anida es una intención de síntesis no es un contrasent­ido. Veronese y los 18 actores no abusan del encuadre. Por el contrario, hacen del Zoom una ganancia al subordinar la forma a la variación. La suciedad de la escena es un correlato directo del pueblo que se desintegra detrás de sus habitantes pintoresco­s. Como las voces, como los rostros en primer plano, es casi imposible discernir cuándo empieza uno y termina el otro. Sin embargo, los tonos revelan voluntades en pugna. Hay algo más que una misma subjetivid­ad distribuid­a en cuerpos disímiles. Mediante el ensamble perpetuo, la desviación de la cadencia es el gesto común, respecto de los demás y para sí mismos.

¿Hace falta decir que la imagen –la necesidad– del escenario en Timbre 4 y los actores en círculo con su mirada directamen­te a público, sin ningún otro artificio escénico que su caudalosa gestualida­d, atraviesa constantem­ente la experienci­a? Sin embargo, esa doble realidad (la del teatro por Zoom y la imaginada, la impedida) se vuelve reveladora acerca de cómo incluso en situacione­s extremas la fidelidad a uno mismo (a una estética, a un impulso) es lo último que se debe traicionar.

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